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...EL MUNDO HA DE CAMBIAR DE BASE. LOS NADA DE HOY TODO HAN DE SER " ( La Internacional) _________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________

TEMAS REPUBLICANOS


ESTAS EN LA PÁGINA DE TEMAS REPUBLICANOS.



Sumario. 

0.- Kant: la Republica de los fines
1.-Etica y politica en república
2.- Breve historia del sorteo en politica. de Atenas a la revolcuon Francesa
3.- Republicanismo politico y ciudadania social
4.- Republicanismo y democracia representativa
5.- Republicanismo y propiedad
6.-Republicanismo actual
7.-Republicanismo, origenes historiograficos
8.-¿ Que es el republicanismo?
9.- El sorteo en politica
10.-La democracia como movimiento II
11.-La democracia como movimiento I
12.-Republica y republicanismo, una aproximacion a itinerarios
13.-Ciudadania y capitalismo
14.-Liberalismo y republicanismo
15.-Patriotismo republicano
16.- La representacion politica
17.- Laicismo republicano
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INMANUEL KANT : LA REPUBLICA DE LOS FINES

. La republica (“reino  de los fines” lo denomina Kant) es el lugar moral de la libertad como autogobierno de la voluntad general legisladora.

. El fundamento de la moralidad descansa en la relación de seres racionales entre si (intersubjetividad)

“(… ) Y no es de admirar, si consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente. Veíase al hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora, si bien ésta, según el fin natural, legisla universalmente.
Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía.


El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines. Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines que cada cual puede proponerse) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines, que es posible según los ya citados principios.



Pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que sólo un ideal).

Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando forma en él como legislador universal, pero también corno sujeto a esas leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está sometido a ninguna voluntad de otro.

El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya como jefe. Mas no puede ocupar este último puesto por sólo la máxima de su voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad.




La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora. Si las máximas no son por su propia naturaleza necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción, según ese principio, llámase constricción práctica, esto es, deber. El deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida.

La necesidad práctica de obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino sólo en la relación de los seres racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues sino no podría pensarse como fin en sí mismo. La razón refiere, pues, toda máxima de la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también a cualquier acción para consigo misma, y esto no por virtud de ningún otro motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo.


En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.

Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad.

La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio comercial; la gracia, la imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de afecto; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevolencia por principio (no por instinto), tienen un valor interior. La naturaleza, como el arte, no encierra nada que pueda sustituirlas, caso de faltar, pues su valor no consiste en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la voluntad, que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun cuando el éxito no las favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende ninguna disposición o gusto subjetivo para considerarlas con inmediato favor y satisfacción; no necesitan de ninguna tendencia o sentimiento inmediato; presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de un respeto inmediato, que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta haya de obtenerla por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de pensar y lo aleja infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en parangón ni comparación sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo.


Y ¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud? Nada menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal, haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al cual, por su propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y, por tanto, como legislador en el reino de los fines, como libre respecto de todas las leyes naturales y obedeciendo sólo a aquéllas que él mismo da y por las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro valor que el que la ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor, debe por eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente de la estimación que un ser racional debe tributarle. La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.






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La relación entre ética y política de la modernidad :


Por Miguel Angel Domenech

La relación entre filosofía moral y filosofía política  y las respectivas praxis que hoy  están  vigentes de manera predominante, y en quiebra a la vez,  procede de las concepciones  tanto de la ética  como de la política que se originaron en lo que históricamente ha sido llamado  modernidad. Aunque sea difícil definir lo que se entiende por modernidad y dejando aparte su definicion, podemos identificarla  como la época en  cuyos principios tiene sus raíces la visión del mundo actual y que surgió históricamente en el momento de la Ilustración. La Ilustración  comparte con el Renacimiento- que a su vez  supone una referencia de recuperación de la cultura clásica greco/latina- la influencia decisiva en la manera de concebir y apreciar  el mundo contemporáneo. Es característico de la ilustración  el no consistir en un  contenido intelectual sistemático y teórico  sino un conjunto de fuerzas activas que hicieron que no fuese una mera producción del pensamiento sino un uso  práctico del mismo  y unos comportamientos. Al no existir una filosofía de la ilustración, como un mero producto intelectual  sino  ser una filosofía en el sentido más clásico de “forma de vida”, su influencia no permaneció aprisionada en círculos profesionales  del pensamiento l sino que encontró su salida en movimientos y fuerzas, en conductas e instituciones. Es por ello que la relación que consiguió establecer entre la ética y la política tuvo el privilegio de su eficacia social transformadora. Por eso cuando se habla de la relación entre los términos de ética y política, tal vez sea el paradigma que estableció la Ilustración, un modelo   de reconocimiento tan universal y tan perdurable. 

La autonomía del sujeto es uno de los valores capitales de nuestra cultura. En este punto central  convergieron todas las raíces de pensamiento y de práctica política que dieron lugar a la Ilustración. La  idea de  autonomía y de autogobierno del hombre como  la única manera que pueda entenderse y hacer posible  la libertad y la paralela  ausencia de dominación tanto por la heteronomía en ética como la tiranía en política ,   es la aportación del republicanismo histórico radical y democrático  al movimiento de la ilustración. El republicanismo  ascendió hasta él movimiento ilustrado como una savia   a partir del riego y las raíces  de  aquellos antecedentes de la Grecia y Roma clásica y , de las ciudades-estado del renacimiento italiano. La idea republicana de autogobierno y autonomía  fue básica para la elaboración de la ética ilustrada como autonomía frente a la heteronomía de cualquier dominación  alienante  y de las propuestas políticas que desde ella se engendrarían. En materia de propuesta  moral, sobre todo en la obra de Kant y en materia de política, en la obra de Rousseau y en las propuestas de Robespierre y   principalmente en la Revolución Francesa, es  donde se plasma con mas nitidez el carácter democrático radical del republicanismo  .Posteriormente se prolonga  en los siguientes movimientos políticos que removieron el mundo, como  “ ecos de la marsellesa” (Hobsbawm) . Movimientos  políticos cuyo horizonte era, en expresión de Marx, el Estado, “como asociación republicana de trabajadores”.   Es por ello por lo que no resulta incoherente nominar  de  modernidad republicana  a la modernidad  ética y política surgida de la Ilustración.

  Para nosotros,  los descendientes de la ilustración y de la modernidad, la ética es la actividad reflexiva y propuesta normativa  que enlaza  la acción  con la razón en torno  a la idea  de la dignidad humana, y las normas que se deducen de ella  son el ejercicio de su libertad ,  de la autonomía y autogobierno. El hombre se da sus propias normas para llevar a cabo su proyecto de lo que considera vida buena. La libertad no es un medio  para alcanzar esa buena vida sino un ejercicio mismo de esa dignidad, de manera que sin ella aunque fuésemos guiados por otro hacia lo bueno y lo justo que nos trascendiese, no seriamos libres  ni  ejercitaríamos nuestra dignidad. La moral es la forma normativa y la ética  la forma reflexiva de esa libertad. Esa idea de la primacía de la libertad para la dignidad  la compartimos universalmente con los otros y esa posible universalidad hace su garantía de objetividad, es decir su fundamento y relación con la razón y no solo con el instinto subjetivo.  Por lo tanto no solo con la libertad ponemos en juego neustra vida sino  la de todos. La formulación, entonces, no sería  la de que mi libertad no termina – no tiene más términos, más limite-  que allí donde empieza la de los otros sino que comienza donde comienza la de los demás. En caso contrario no es libertad por no estar fundada en la razón  sino arbitrio subjetivo no  universal ni universalizarle. Es la lógica del imperativo categórico de Kant: que la máxima de neustra voluntad sea universalizarle para que sea objetiva y fundada en razón. Si  mi libertad y mi voluntad no incluyen la voluntad y libertad de todos ni es un producto de la razón  ni es  categórico sino  vinculado a una particularidad contingente individual.

 Nuestras ideas y creencias, la definición de lo bueno y lo malo, lo justo e injusto,  nuestras normas de conducta que de ello se deriva no se vinculan a objetos independientes de neustra pensamiento y lenguaje ni son más estables  ni eternos que éstas. Esto es la autonomía moral de la modernidad. Lo contrario es la heteronomía, la creencia de que los valores se imponen como objetos eternamente valiosos con independencia  de lo que digan y por lo que opten libremente los humanos. Su dictado viene de otro u otros: dioses, tradiciones o incontestables naturalezas, todas ellas  autoridades sobrehumanas. En esta heteronomía los fundamentos de las normas y valores nacen  de una reflexión acerca de lo revelado y la razón es una comprensión de ese mensaje dado y una glosa de sus consecuencias. Para la autonomía comprendida en la idea de la modernidad y la ilustración, por el contrario,  la vida buena hay que buscarla por lo tanto en los discursos y opiniones humanas que existen o puedan producirse. En este aspecto el hombre es la medida de las cosas. Los fundamentos de las normas y valores están en la discusión, y el uso público de la razón son  las legitimaciones que nos damos mutuamente (la razón comunicada) 
Esta idea en torno a la que se anuda la ética moderna  fue desarrollada hasta llegar a ser acompañada por una reflexión paralela y similar en el ámbito de la política. Se trata de la   idea política de  la antigua concepción republicana de que  todo grupo humano  debe poder decidir, por acuerdo de sus miembros, sus instituciones y las  normas que hayan de regir su vida en común. Puesto que la vida buena moral había que buscarla, según la concepción ética , en los discursos y opiniones compartidas , en la objetividad de lo universalizarle para todos, los espacios públicos deben de organizarse republicanamente para que puedan pasar ese test de universalidad que los legitima, el test de la discusión y del persuasión que debe inspirar la institución de lo político. No podría haber universalidad de los deberes eticos  si no existiese la universalidad del discernimiento moral que no puede serle negado  a ningún humano ni es renunciable en favor de ningún sabio, ni técnico, ni teólogo.  El poder debe de estar en el centro, según la feliz expresión de Otanes en Herodoto, a disposición de todos, en el ágora, en la plaza, donde todos concurren con la misma dignidad, libertad  y capacidad moral, no descentrado en ningún trono ni monopolizado por  ningún grupo de sabios mas dignos que el común.


Aquella   consideración del universal discernimiento moral de todos, necesario para la calificación de la universalidad de la moral, nos remite a su equivalente  en  la política: la igualdad. Este es otro punto de engarce entre ambos dominios,  el de la ética y la política,   que remite a un terreno común de ambos campos. Esta necesaria igualdad de todos en política, que incluye la opinión del pueblo bajo, contra todas las aristocracias y tecnocracias  se engarza en otro anclaje similar. Si una  moral  de la autonomía  exige su fundamento en la inmanencia de lo que nosotros mismos acordamos para nosotros, queda privilegiada la doxa, la opinión  frente al dogma  y  la certeza de una techné (la técnica). Nuevamente le “le menu peuple” se hace el protagonista político  necesario y nuevamente coinciden en la misma exigencia la ética y la política. Desechar una pretendida incompetencia del pueblo, que fue durante siglos el argumento que fundamentaba la democracia como una “cosa mala”  es una actitud que converge con la inmoralidad. Argumentar  que la representación política  en otros, los mejores, los competentes, los electos, es un correctivo a los inconvenientes de la democracia directa es un argumento ideológico que oculta  la consideración  inmoral de que no todos saben lo que es digno sino solo unos cuantos tienen ese privilegio. Es la inmoralidad de considerarse pastor de humanos/borregos y de  la política como arte del pastoreo. No es posible legitimar una universalidad moral no trascedente sin aceptar que es la discusión y la opinión de todos y no solo la de algunos  especialistas- por mucho que hayan sido elegidos- la que conforma las decisiones. Elegir una elite que nos gobierne no es autogobernarnos sino delegar la irrenunciable responsabilidad del ejercicio de neustra moralidad. Como vemos, el republkcanismo mas radicalmente democrático tiene la misma argumentación  que la de la  moralidad universal  de la dignidad humana.   
La insistencia de la política republicana en la igualdad proviene de la experiencia de que la desigualdad material engendra la dominación de unos por otros, coincidiendo  el dominio del mas fuerte necesariamente  con el del más afortunado sobre  aquellos que solo pueden vivir sometidos al arbitrio de otros: en el trabajo ,vendiéndose, en la casa , sometiéndose, en toda cosa , obedeciendo. La política no es cosa de angeles y las llamadas a la renovación de los corazones para las regeneraciones sociales omiten, o quieren omitir, la realidad que , entre desiguales prevalece la fuerza. Es la razón por la que democracia ha sido identificada en su versión más evidente como el poder de los muchos  y no de los pocos, y que esos pocos son siempre los ricos, y los muchos,  los pobres ( Aristóteles). Esta intuición básica es la fuente de inspiración  realista de los movimientos políticos emancipadores protagonizados por el comunismo. “Omnia sunt communia” es necesario proclamarlo de los bienes cuya propiedad privativa derivaría  en el dominio de unos por otros, derivaría  en la desigualdad. Nuevamente nos encontramos con el contrapunto político de la igualdad necesaria para la universalidad   de lo moral y la libertad como lugar de generación de la moralidad.
    
La modernidad ética  surgida de la ilustración se acompañaba y devenía  una compañía optima con la experiencia de la  política que se originó en la democracia griega,- y que las corrientes del  pensamiento republicano mantenían vigentes-  por eso el desarrollo politioco de la ilustración alcanza su cumbre en la democracia radical que apuntaban  los acontecimientos  protagonizados por los diggers de la revolución inglesa, los founders de la democracia americana,  y adoptaron  los sans culottes de la Revolcón Francesa, y en los movimientos democráticos populares socialistas y  obreros  desde 1848 , extendiéndose por los dos siglos siguientes en breves pero intensas oportunidades (, la Comuna de Paris  los soviets  de la Revolcón Rusa, , los movimientos emancipares que concurrieron en  defensa dela República  española ante el alzamiento militar,…)

La actividad política  no es la propia de  grupos  para la finalidad de consecución de intereses, no es un medio para obtener ventajas, sino que su ejercicio es la práctica misma de la libertad al ser la política, el compromiso por la cosa pública, del que resulta el autogobierno -. La norma que nos damos nosotros mismos, - condición de su legitimidad y conformidad a la dignidad humana—no es sino el ejercicio de la propia moralidad . Por ello,  el desarrollo moral de las personas pasa forzosamente por la actividad en lo político, por la participación en la definición de lo que haya de ser norma de conducta. Esta participación es irrenunciable como i renunciable es la libertad, es decir la definición misma de lo que es nuestra vida buena.  Lo absolutamente privado, tanto por situarse  en  una ética de libre arbitrio sin trabas públicas, como por desentenderse en  el retiro a una vida ajena a lo de todos, está absolutamente privado de moralidad.

Asi pues, para las concepciones  que surgen en la modernidad, con la ilustración y que son a la vez sedimento de la tradición republicana y democrática de la antigüedad clásica,  no les  es necesario   contempla la política como subordinada a la ética, sino  que   evidencian  una  relación entre ambos dominios  por su vinculación  a un territorio común, una misma  ontología del ser humano. En algunos casos las exigencias de una reiteran las de otra y son redundantes. Asi de ambas puede deducirse un estatuto de dignidad en la forma de un statuto de derechos.  Se  proclama entonces la misma  propuesta por ambos campos : derechos , “ del hombre ( ética) y derechos “del ciudadano” ( política) como lo expresa la primera declaración constitucional explicitando su pertenencia a ambos campos que aquí encuentran igualmente su engarce.  El engarce en que ambas se articulan  se cumple en la  propuesta  central y común a ambos mundos  que define lo  humano  como  libertad y razón  y lo hace   según la conocida síntesis  de Aristóteles el hombre como ser vivo político dotado de razón  comunicada en la palabra.

Las normas  en democracia se elaboran y deciden en un escenario estrictamente humano, es decir plural y dialógico, su lugar no es el aula, ni el despacho del técnico ni la corte de un rey. Ambas actividades del espíritu y la praxis humana, la ética y la política para esta concepción de la autonomía se basan en  una ontología  de la relación frente a la de Sustancia y de la Idea. Como el sujeto  ha de ser forzosamente juez y parte, de ello se sigue también forzosamente un conflicto que no debe de conducirnos a sobresaltos ni rechazos porque  la contradicción y el conflicto  es condición de lo humano libre y social. No es por lo tanto el  “buenismo” del que se reclaman los reivindicadores de una  “transformación de las almas”. De nuevo la coincidencia entre política y ética  no es una subordinación de una a la otra sino el reconocimiento común de un riesgo ontológico: el que los humanos asumen al usar de su libertad.

El acervo común que subyace en política y ética para que se de una  relación  entre ambas no contradictoria se despliega, no obstante de diferente manera en cada una de ellas. Lo característico de la norma en lo político es su atribución de poder, su coercitividad, lo que no ocurre con la norma ética cuya obligación se despliega por otros cauces que no son los jurídicos. La norma en política se hace entonces ley. Esta ley es tan constitutiva de la ciudad que en la polis “hay que defender la ley como se defienden las murallas de la ciudad” como dice Heraclito. Porque lo político, al desarrollarse en el espacio publico, crea ese espacio público característico que son las instituciones. La obligatoriedad coactiva y apoyada en poder de la leyes y la materialidad de las instituciones,  dos  características específicas de la normatividad  de lo político que lo diferencian de la otra normatividad ética operan para reducir  la tensión que provocaría el permanente y constante esfuerzo argumentativo de legitimación de toda obligación. La ley democrática,  al acordarse como legitima por estar democráticamente originada y elaborada ,exige  una obediencia general indiscutible que hace posible un funcionamiento regular de las instituciones y la vida política de manera que no sea necesario estar  deliberando “ todos y en todo momento” cada uno de los actos para los que el poder democrático reclama obediencia. .  Funciona el derecho  como creación de una segunda naturaleza, una segunda necesidad que se impondría el hombre a si mismo y cuya funcionalidad es la de ahorrar  un esfuerzo  de virtud publica y sin necesidad de realizar  conscientemente la operación de vinculación al principio ético con el que se engarza.  “ El hombre virtuoso no necesita de la ley”  decía Solon , pero no todos son virtuosos todo el tiempo y también es preciso que la republica funcione  incluso aunque el pueblo “ fuese  un pueblo de demonios” . La ley, ese instrumento jurídico propio y exclusivo de  la política, no obstante estará siempre sometida a una  tensión de contradicción. Como el dios Jano tendrá siempre dos caras.  Por un lado debe de ser obedecida al ser expresión  jurídica de la voluntad general, pero por otro siempre incluye la potencialidad de ser discutida y se revela indefensa ante la reclamación de que sea cambiada y sustituida por la misma razón que la ha legitimado: porque procede del acuerdo de todos y ese acuerdo es un acuerdo móvil y en conflicto que puede ser sustituido por otro que se pretenda  de una nueva expresión de la voluntad general. No hay ninguna eternidad en la ley y lo mismo que la originó da razón de su destrucción. Y no podrá alegarse que el amparo de la ley es la  remisión  a un respeto de un procedimiento jurídico de modificación porque ese procedimiento es a su vez otra norma, igualmente legitimada e igualmente discutible por la misma razón democrática  que fundamenta su legitimación. Asi sucesivamente,  con lo que el proceso del poder y sustento de lo jurídico no tiene fin. Es por esta razón por lo que en términos jurídicos no puede aceptarse  el derecho a la resistencia al derecho como razonaba Kant porque ese derecho se destruiría a si mismo-

 Al asumirse el conflicto que se deriva del tránsito  propio de la ética y la política  por el reino de la libertad y no  por el  de la necesidad, nada hay dictado ni garantizado  sino un abismo sobre el que puede construirse una humanidad digna o una inhumanidad. De ahí el otro punto de tangencia cuyo valor es reivindicado tanto por la política como por la ética: el valor clave de la educación. Se abre la posibilidad de la educación como factor  decisivo de motivación y por lo tanto  de humanización.” La educación modela al hombre y al modelarlo actúa contra la naturaleza” dice Demócrito. Es por ahí, desde esa base ontológica común,  por donde puede reivindicarse el valor ético de la educación y su  valor estratégico político. “ la democracia es ante todo una operación de educativa , dad al ciudadano solamente  el voto y no educación y le habreis  dado un fraude” ( Manuel Azaña).

Históricamente   la relación que se  expone no ha sido unánime, ni en la teoría ni en la praxis. Tampoco lo ha sido por  gual la consideración de cada uno de los  elementos  moral y política que componen la relación. A continuación relaciono visiones, que a mi juicio, se oponen a postura de la modernidad de origen ilustrado y republicano.

 Una de ellas ha sido  la que supuso  el utilitarismo   en cuanto que expresión  ideológica del capitalismo  naciente en la cuna de pensadores que reaccionaban contra lo que de  subversión radicalmente social  suponía la Revolución Francesa. La otra una  prolongación como reacción también a la ilustración, que fue la que expresaban los tradicinalismos

La primera objeción  que viene del utilitarismo liberal es la de que la ética no puede seguir los dictados de la política por ser de otro mundo, el mundo de las realidades y de los intereses y no el mundo de las especulaciones teóricas que son muy ciertas “pero no sirven para la práctica”. Es la objeción a la que se enfrentó Kant  cuando lo reprochaban que su idea normativa de la política basada en los imperativos éticos era una especulación ociosa, “illa se jactent in aula”. La versión banal tiene hoy gran popularidad: hay que ser realistas, los hombres son lo que son, lo bienintencionado  normativo debe de ceder a una mayor inteligencia de lo descriptivo. La política es lo que es y   no lo que debe de ser.  La versión de hoy es que la política es el juego de intereses individuales y de grupos contrapuestos y su objetivo no es más que la satisfacción de los mismos. La política no sería sino  un permanente consenso de fuerzas que no se legitima sino con la utilidad de la mayoría. De ahí procede la actividad política únicamente concebida como formación de mayorías  y la participación en el vot. Se vota como quien se desprende de una obligación, como si toda la obligación política, todo deber, todo munus,( del latin ,  obligación, carga)  de la cosa común,  de lo co-munis, toda la moralidad  ciudadana estuviese cristalizada y concentrada  en ese voto. Toda la política queda hipostasiada en  la delegación en representantes  que representan  aquellos intereses  y en los que “se concentra” esa moralidad . La política se define pues en la administración por parte de representantes de los intereses de otros. . Benjamin Constan  habla, muy significativamente en su discurso clásico que fundamenta la concepción de la libertad liberal,   de que es esta desatención y delegación  la situación natural  de una sociedad bien organizada a imagen de la propia sociedad “ civil”, pues en esta última  son los ciudadanos de las clases elevadas  que delegan en gerentes para la administración de sus bienes y patrimonio  y es propio de las clases bajas no poder hacerlo y ocuparse ellos mismos directamente. Lo adecuado, es pues, para la gente superior,  que la gerencia sea de otros.   La ciudadanía se describe  como catalogo pasivo de derechos subjetivos individuales que deben de respetarse. La actividad política no es sino un mal,  un mal menor  a soportar lo mínimo posible  porque es una intromisión  desgraciadamente necesaria en esos derechos individuales con el fin de obtener ese consenso difícil de intereses. No es, sin embargo, un puro y bruto  irracionalismo  de los hechos . Varias son las  legitimaciones morales que  apoya, no obstante esa visión. Primeramente, la política debe de seguir los dictados de la ética  pero esa contención de lo publico  es el solo contenido de esa  ética  o guía normativa  de los políticos. La ética solo se referirá alos politiocs no se pedirá de los ciudadanos.  Por ser los políticos profesionales, los representantes, los portadores concentrados de la moralidad ciudadana, se exige de ellos una moralidad acentuada y el mayor escándalo es la corrupción de aquellos. Cuando se  protesta que estos “NO nos representan”, quiere decir que otros  “SI nos representaran” bien. La exigencia moral  de lo político se limita  como un concentrado en esos profesionales.

 A su vez,  la política  es privilegiadamente  lo que gira en torno el funcionamiento más eficaz de una maquina electoral,  y su ejercicio,  un adecuado funcionalismo de la eficacia de los que se proponen  “mejores”  postulándose “más honrados”.  Detrás de esa política no se niegan formulaciones legitimadoras que olviden el valor de la libertad como eje de lo humano. Se insiste  fundamentalmente  en aquella que expresa que la libertad es un hacer sin trabas cuyo límite es  la libertad de los otros. Una pobre legitimación por cuanto  viene a decir que  cuanto menor sea el espacio de libertad de los otros mayor será el mío propio y consecuentemente, si los otros careciesen de libertad – “moi et mon droit”- la mía,  sería  máxima. Con lo que la moralidad basada en esa libertad bien entendida  llevaría   la eliminación de los demás. Más allá de una aparente organización del egoísmo que sustenta la moral utilitaria  del capitalismo liberal, la verdad es que una política de exterminio  seria, pues,  el realismo que se pregona  como propio del  espacio de lo político.  
  
La otra objeción es la del tradicionalismo .La política, debe de estar sometida y subordinada a otra cosa, no puede ser expresión de voluntades simplemente humanas autónomas. La normatividad que de esto se desprende es una ética heterónoma puesto que si la actividad política no puede deducirse de la libertad de juicio humanas, la reflexión ética tampoco, al existir una realidad superior dada,  generalmente por dioses o libros sagrados, o por naturalezas creadas por aquellos seres sagrados que son a su vez expresión de una voluntad superior.  Estas éticas heterónomas, adoptan una apariencia crítica y apelan a la necesidad de una regeneración etica pues se utilizan para  denunciar los abusos a los que ha llegado la humanidad  cuando ha pretendido alejarse de los dictados de Dios y de la autoridad establecida por la tradición y predican  la necesaria conversión a una política que llaman “de valores”, es decir de los valores trascendentes que niegan la autonomía de lo humano. Sin Dios todo estaría perversamente permitido, la situación de lo que la sociedad ha devenido debe de escarmentarnos y promoverse una vuelta a El y a la ética concebida como revelación de su palabra.   Con mucho gusto aceptarían  que la ética tiene una labor crítica, pero circunstancialmente,  en los periodos en que se niega la trascendencia no en las épocas en que las conductas humanas se guían por ella. Cuando la política y la norma están por la tradición o por unotro superior y divino,  en ese momento y lugar debe de cesar la   reflexión sobre la razón práctica como critica.   Si los abusos que denuncian  son las explotaciones e injusticias, lo expresan  Papas  progresistas, si los abusos  a criticar son las degeneraciones de costumbres y el libertinaje,  lo predican  papados reaccionarios. Pero ambas críticas  éticas de la política son fundamentalmente criticas con la autonomía de la libertad humana.


Existe otra rama, brotada de alguno de los dos árboles anteriores, de variable vigor, pero casi siempre presente. Es la que apela en  el objetivo político de la transformación y administración de la sociedad que es necesario previamente “cambiar los corazones”, como dice su versión mas significativa. Puede ser rama de cualquiera de las concepciones anteriores de la relación ética y política porque con ambas se marida con facilidad. Asi  lo hace maridandose con  el individualismo de la ética liberal al llamar a una solución igualmente individual de regeneración al mismo tiempo heredera de una teoría de los sentimientos morales cuya versión burda sería la del “capitalismo compasivo”  y que sostiene aquella argumentación que el liberalismo ha hecho contra la reivindicación de emancipación social: “ el socialismo no tiene el monopolio del corazón”. Del cristianismo también tiene un hilo  de procedencia, concretamente de la obligación de caridad y las llamadas al arrepentimiento y la contrición personal. Esta virtud- versión sacralizada, despolitizada  y sustitutiva de la virtud pública clásica y laica, es una necesaria virtud despolitizada, algo asi como si para curar la política hubiera que apartarse de la política. La antigua enseñanza de los  “espejos de príncipes” que debían cuidar del bien común para ser verdaderamente llamados  buenos gobernantes  que ejercían su función de acuerdo con la voluntad divina, se extiendo así al común de cada uno de los súbditos que deben nuevamente hacer penitencia y aborrecer de sus pecados que son los que han ocasionado los males políticos que se sufran. La curación del egoísmo vendrá de esa conversión personal y la buena política será cosa  que venga del abandono de la maldad por los humanos por la vía de aquella curación. Ambas visiones “éticas”  confluyen circunstancialmente con eficacia en momentos en que se reforma políticamente las cosas torcidas por  haberse  vivido “por encima de las  posibilidades”, debiendo volverse a las virtudes de un mérito personal, trabajador, ahorrador, austero,…. Es la ética del protestantismo como origen del capitalismo  weberiano pero en versión de bolsillo para el “empresariado”  creativo que se promueve con el fin de  que   las épocas de desigualdad y explotación  intolerables  se hagan  moralmente tolerables para las buenas conciencias.

Se verifica así que, de una manera u otra, no hay política ayuna de ética . Incluso en los casos en que más se insista explícitamente en la autonomía de cada dominio, cada uno de ellos reaparece en el otro a través de engarces que dan fe de una naturaleza común cultural que comparten ambos territorios. No se trata pues tanto de  constatar que existiese  siempre una  subordinación de la política a la ética o de que existiese siempre la pretensión de fundar la política sobre la ética, cuanto que se da una relación por el hecho de que  ambas comparten  un suelo común cultural, un  mismo “imaginario” – en términos de Castoriadis- instituido. Este denominador común  espiritual e institucional, se entiende como un conjunto de normas, principios, creencias, expectativas, juicios, instituciones jurídica materiales  o  sociales, relaciones de producción  y visiones del mundo. A este mundo pertenecen tanto la política como la ética vigentes en un momento dado.

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Breve historia del sorteo en política: de Atenas a la Revolución Francesa

Por Yves Santonnier (*)

En Francia existe la costumbre de “sortear los reyes” en epifanía. Los orígenes de esta costumbre remontan al menos  a las Saturnales, la principal fiesta romana. De carácter carnavalesco, tenía lugar aproximadamente en el solsticio de invierno, en las 12 horas intercaladas entre el ciclo solar y el lunar. Abundaban con aquella  ocasión banquetes y orgias. Se suspendían las normas sociales. Especialmente se permitía divertirse  en juegos de azar como los dados, que era una práctica normalmente prohibida. Los esclavos comían  en la mesa de sus señores, e incluso se hacían servir por ellos. .Los hombres liebres echaban a surtes el Rey de las Saturnales (Saturnalicius prínceps) que podía dar órdenes burlescas  a sus súbditos (2). Algunas versiones de las Saturnales presentaban sin embargo un aspecto trágico. Algunas fuentes griegas posteriores, encontradas por Franz Curnot (3) y comentadas particularmente por el antropólogo James G. Frazer, nos informan que los soldados acantonados en el Danubio para proteger al imperio  de los barbaros tenían la costumbre  de celebrar la fiesta de la manera siguiente: : treinta días antes de las Saturnales sorteaban un hermoso joven. Revestido con ornamentos reales, representaba a Saturno, se paseaba en público y podía satisfacer sus pasiones, incluso las consideradas más viles. Su reino era de corta duración: “una vez terminada la fiesta, se cortaba la garganta sobre el altar del dios al que representaba. En el año 303 de nuestra era, la suerte le toco al soldado cristiano Dasius, quien rehusó jugar el papel de dios pagano y  mancillar sus últimos días con ese desenfreno. Las amenazas y argumentos de sus jefes no sirvieron para quebrantar su determinación y fue decapitado como el martirologio cristiano lo cuenta con una precisión minuciosa, en Durasrtorum, por el soldado Jean, el viernes 20 de noviembre, el día lunar veinticuatro de la cuarta luna (4).


 Antropólogos e historiadores han debatido extensamente sobre este relato que es atribuible más bien al mito que a la realidad histórica (5). Se han ocupado de la invención carnavalesca de las relaciones sociales y sobre el sacrificio  del pseudo-rey pero no han prestado atención  a la forma en la que éste era designado y a la corta duración de su reinado. Tras la elección a intervalos  regulares de los gobernantes, el par de instituciones: la  del sorteo y la de la  rotación rápida de los mandatos ha constituido sin embargo uno de los modos de selección de dirigentes más extendidos en la historia democrática y republicana de occidente. Bajo el aspecto de una parodia las Saturnales romanas donde se elegían a los reyes son un rastro conservado de aquello.

En el momento en que el sorteo parece volver tras un eclipse de centenares e incluso de millares de experiencias políticas (6), es interesante preguntarse  sobre la forma en que este procedimiento ha sido utilizado en el pasado. ¿Cuáles han sido los recursos políticos del sorteo en política? ¿ Cuáles han sido las experiencias más destacables? Más allá de las monografías, bastante numerosas, las primeras historias sintéticas del sorteo fueron redactados por políticos, estimulados particularmente por la obra seminal de Bernard Manin (7) más que por los historiadores. Quisiéramos aquí dar cuenta a grandes rasgos de su historia.

Los antiguos orígenes:

Si bien los pasajes que hacen mención al sorteo son muy escasos en el Muevo testamento, son por el contrario muy numerosos en el Antiguo Testamento, atestiguando de un uso bastante frecuente del procedimiento entre las tribus judías. Lo mismo ocurría en rodo el Medio Oriente, en los pueblos germanos y en la alta antigüedad griega. La mantica, es decir, las practicas adivinatorias, y el reparto de bienes, sobre todo en las herencias y en los botines de guerra ganados en conquistas parece que implicaban de manera muy precoz esta práctica. El término griego de “kleros” designa además “la suerte” pero también  “el lote” o “la porción”, en particular en el marco de los reglamentos sucesorios como en los adivinatorios (8). Esta etimología se vuelve a encontrar en el término tardío de · lotería”, o en el inglés selection by lot (selección aleatoria). En ciertos casos, la práctica del sorteo se extendió de la magia y el reparto de bienes hasta la selección de los dirigentes políticos.

Se hacían los sorteos de dos maneras. En una primera, se inscribían sobre tabletas llamadas en latino “suertes”, nombres, signos o palabras, antes de sortear a ciegas. La etimología de la palabra viene de ahí (lo mismo sucede con el mismo término en hebreo). Se utilizaban   también con frecuencia habas u objetos del mismo tipo en lugar de tabletas. También podía recurrirse a dados o huesecillos. Aquí también la etimología es significativa: la “suerte” viene del latín  “cadentia” que significa originariamente la manera en que caían los dados; el “azar” viene del árabe “aza-zahar”, que era un juego de dados, igual que en latín  el alea, de donde deriva la frase: “alea jacta est”·, “los dados han sido echados” de  Cesar cuando franqueó el Rubicon. Hasta la aparición  de técnicas específicas, el recurso al método aleatorio en política se hizo más bien  por sorteo que por dados.

Grecia clásica y helenística: resolución imparcial de conflictos y democracia:

Fue en la época clásica, y particularmente en Atenas donde el sorteo de cargos públicos se hizo sistemático y donde su utilización política se emancipó de sus significados religiosos y sobrenaturales ( 9). El procedimiento se hizo habitual y los griegos inventaron un instrumento utilizado, según creo, únicamente para decidir los asuntos  de la ciudad,  el   “kleroterion”, literalmente: “ la maquina para sortear”. Se trataba de una estela de mármol de la altura de un hombre con cinco columnas provistas de ranuras que permitían colocar en ellas las tablillas en las que estaban grabados los nombres de aquellos entre los que se iba a  proceder a una elección aleatoria. Se servían de bolas negras y blancas introducidas en un tubo paralelo para decidir los nombres que iban a retenerse y los que iban a ser rechazados.

Las prácticas políticas atenienses han sido ampliamente discutidas y disponemos de numerosos análisis en francés. Contentémonos de recordar los rasgos principales. En los  siglos V  y IV a.C. el sistema político ateniense reposaba sobre tres pilares: la asamblea de ciudadanos (Ecclesia), que se reunía periódicamente y poseía el poder supremo; la elección de los magistrados por esta Asamblea y el sorteo.  Este último intervenía en varios dominios. Las magistraturas que  no se proveían por elección (nueve de cada diez aproximadamente) eran objeto de una selección aleatoria entre ciudadanos voluntarios. Los miembros del Consejo de los 500, la Bulé, cuyas tareas eran a la vez legislativas y ejecutivas  , eran seleccionados de la misma forma, así como los de los tribunales ( Helie), que eran jurados populares compuestas por ciudadanos no profesionales. Además, el sorteo era también  utilizado para asuntos secundarios como para elegir al presidente de la sesión, el reparto de tareas en el seno de los órganos colegiados, la rotación de las responsabilidades en el interior de los consejos y magistraturas (10).

El sorteo de los cargos públicos no desapareció con la ocupación de Atenas por los macedonios en el 323 a.C . No fue sino hasta el 103-102  a.c cuando fue defectivamente abolido, por la presión de los romanos. Atenas había favorecido su difusión entre las constituciones de  otras ciudades bajo su dominio  y no era por lo tanto la única a utilizar este sistema.  El procedimiento fue ampliamente usado en el mundo helenístico. No obstante perdió una parte de su substancia al tiempo que lla política entendida como debate público de los asuntos de la ciudad, tendió igualmente a perder la importancia que tenía. En el curso de ese periodo se acudió al sorteo más bien  para resolver  otras cuestiones que para la elección de cargos. Ciertos cargos litúrgicos continuaron a seleccionarse de esa manera, a partir de una lista de ciudadanos cualificados. Es por  esta razón que de la palabra “kleros” se forjó progresivamente la palabra “clero”. (11)

En el mundo clásico, y en particular en Platón y Aristóteles,. El sorteo era considerado una característica de la democracia mientras que la elección  era vista como lo propio de un procedimiento aristocrático. Esta interpretación ha dado lugar a un vivo debate del que se pueden extraer algunas  conclusiones. No hubo una coincidencia absoluta  sorteo/democracia. El análisis de Aristóteles  se matizaba contemplando algunos casos de la institución y considerando que las elecciones también podían ser más o menos democráticas. Además el sorteo fue utilizado en contextos no democráticos: los oligarcas  que desmantelaron    la democracia en el 411 lo utilizaron por ejemplo cuando tuvieron que designare en su seno quienes iban a ejercer las funciones ejecutivas. De una manera global, el sorteo favorecía la imparcialidad en la toma de decisiones (los jurados, se sorteaban cada mañana y así no podían ser susceptibles de influencias previas).  Y disminuía la competencia por el poder. En contextos no democráticos, sin embargo, se usaba en procedimientos de menor importancia como para la presidencia de la sesión o el orden de rotación de los cargos públicos.

El desarrollo del recurso a la selección aleatoria de los cargos públicos siguió muy de cerca al propio desarrollo de la democracia. De manera significativa, con los golpes oligárquicos de los Cuatrocientos (en el 411) y  de los  Treinta Tiranos (en el 404), el sorteo de magistrados fue suprimido. Inversamente, todas las ciudades en las que el sorteo conoció una expansión fuerte eran democráticas (12). El recurso masivo del sorteo para la designación de magistraturas radicalizaba el ideal de igualdad entre ciudadanos e iba parejo  de los cambios sociales, jurídicos y militares de importancia

La igualdad político-jurídica que instituta compensaba en parte las diferencias socioeconómicas que persistían. Asociado a la rotación rápida de los cargos públicos (las rotaciones sucedían entre un mes y un año), a  la prohibición de la acumulación de mandatos, (no se podía ocupar semitamente varios cargos ni tampoco se podía ser  miembro de la Boule mas de dos veces en la vida), y la colegialidad de todas las magistraturas, el sorteo permitía limitar al máximo la cooptación del poder político y su monopolio por cualquier facción de ciudadanos. El poder (arche) no se concentraba en “un personaje único en la cumbre de la organización social”. Siguiendo un ciclo regular, pasaba de unos a otros “de manera que mandar y obedecer, en lugar de oponerse como contrarios absolutos, se hacían términos inseparables de una misma relación reversible” (13)
Como escribe Moses I. Finley, platearse esto representa un reflexión saludable para nosotros, los modernos que demasiado rápidamente tenemos tendencia a quedarnos en la ecuación: “ democracia = elecciones) (14). La edad de oro de la polis ateniense—y de Grecia- corresponde a la máxima expansión de la institución del sorteo en política. Esto reposaba sobre una epistemología política que resume muy bien Tucidides al reproducir el discurso de Creón: “¿Vamos a olvidar (…) que en general , las ciudades están mejor gobernadas por la gente ordinaria que por hombres de espíritu más sutil? Estos últimos quieren siempre parecer más inteligentes que las leyes (…) La gente común, por el contrario (…) no pretende tener un discernimiento mayor que las leyes. Menos hábiles para criticar la argumentación de un orador elocuente, se dejan guiar, cuando juzgar sobre los asuntos públicos, por el sentido común y  no por el espíritu de competición. Es por esto que su política da  generalmente resultados felices  “(15)

Roma, un procedimiento de consenso sancionado por la religión:
Aunque en menor medida,  en la república romana se aplicaron   igualmente  procedimientos de sorteo como uno de los múltiples modos de escrutinio y elección que practicaba.  No tuvieron la importancia de los de Atenas, sin duda porque Roma no fue nunca una democracia , al menos comparándola con Gracia. El procedimiento  presentaba cuatro formas principales.

El recurso al sorteo intervenía en la determinación del orden en que los Comicios Centuriales, la más importante de las asambleas romanas. Las “centurias” de la clase superior votaban las primeras, después venían las de las tres clases intermedias, después los miembros de la clase inferior.  La suerte era la que decidía la sucesión de los votos en el interior de la clase superior, particularmente de la centuria que votaba en primer lugar (centuria praerogativa), Los votos eran escrutados y el resultado se iba proclamando una centuria tras otra. Cada centuria contaba por un voto, las clases superiores contaban con un mayor número de centurias aunque las centurias populares tuviesen muchos mas miembros. Además solo se tenía en cuenta en el seno de una centuria la posición mayoritaria. En este sistema censitario la centuria prerrogativa tenía el predominio. Cuando se alcanzaba la mayoría, se detenía la votación. De esta manera era raro que las centurias populares pudiesen expresarse; no ocurría  más que cuando  desacuerdos graves dividían a las clases superiores. El recurso al sorteo favorécela formación de un consenso en el seno de las clases dominantes, dándoles además una unción religiosa puesto que se efectuaba bajo auspicios divinos (16). Para que hubiese tenido un sentido democrático hubiera sido necesario que se aplicase en las centurias de todas las clases censales. Parece que Cayo Graco lo propuso en su tribunado (17) pero no fue adoptada ninguna ley en este sentido.

El sorteo servía también para determinar el orden de voto en los comicios tribales. Se sacaba a suertes entre todas las “tribus” de pertenencia y conllevaba  por  lo tanto una lógica igualitaria. Pero esto era relativizado por el peso proporcionalmente más débil de las clases populares en las tribus y era  por lo tanto simbolice ya que los comicios tribales tenían un peso proporcionalmente restringido (18). El sorteo se usaba también en la designación de ciertos cargos secundarios, administrativos o litúrgicos y para elegir a los jurados populares. Finalmemte se utilizaba en las magistraturas colegiadas como el consulado para distribución de competencias en el tiempo y en el espacio o para instaurar una cierta división del trabajo, sirviendo igualmente para determinar el orden en que debían marchar las legiones y en otra serie de decisiones militares (19)

Aunque la elección fue con mucho el método político más empleado en la república romana, el sorteo no dejaba de ser run procedimiento bastante  habitual. Revestía un significado religioso no desdeñable pues tenía a los ojos de sus actores una apariencia con las técnicas adivinatorias que estaban muy reconocidas en la época. Igual que la elección, desapareció  en el Imperio en beneficio  del nombramiento desde arriba a medida que la política romana se transformó en  un teatro ficticio y  se consolidaba el monopolio del emperador en el poder. Durante un periodo transitorio fue empleado incluso por el emperador contra el Senado: en lugar de reunirlo en sesión plenaria, se sorteaba a un grupo de senadores para las deliberaciones y este grupo restringido tenía así menos peso que la asamblea en su totalidad para oponerse al emperador. Pero aun así esto era demasiado y se terminó por designar directamente a aquellos  senadores.

El renacimiento del sorteo en las comunas italianas:

Con la caída del imperio  romano el sorteo en política resulta tan olvidado como las elecciones o el voto. Uno de los escasos testimonios del uso de la elección  aleatoria para designar titulares de algún cargo público se refiere a la elección del obispo de Orleans en el siglo V. El sorteo parece haber sido practicado de forma esporádica en el seno de la Iglesia como da fe el sínodo de Barcelona en el 599 ( 20)

Fuera del círculo de la realeza, la primera instancia política que reaparece en la alta Edad Media fue la asamblea general de ciudadanos (cives) que fueron llamadas universitos o parlamentos. Su origen parece ser más cristiano que romano pues la comunidad de fieles tuvo de manera temprana la costumbre de reunirse en el atrio de las iglesias. Durante mucho tiempo la asamblea ratificaba tanto los titulares de los cargos políticos como eclesiásticos, ambos dominios no se diferenciaban claramente. Las decisiones se tomaban por unanimidad aparentemente, por aclamación. Lo más frecuente es que se tratase de dar consentimiento popular a una opción ya tomada  previamente por la elite. Fue sin embargo con  el ascenso de poder de los parlamentos cuando  nació la institución comunal (21).

El historiador católico, Leo Moulin ha sostenido que las técnicas deliberativas modernas tienen su origen en las prácticas religiosas de la edad Media, la extensión no llego más que posteriormente con las Comunas (22).Esta tesis merece  matizarse. El verdadero nacimiento de las técnicas electorales y de las maneras de escrutinio en el seno de la Iglesia y las ordenes monásticas datan como mucho del siglo XII y no se afirman plenamente más que a partir del XIII. Es, precisamente desde el siglo XIII, en particular en numerosas comunas de Italia del Norte y del Centro donde se pusieron en marcha los procedimientos modernos de decisión, en particular el escrutinio mayoritario, el voto secreto y el voto  en varios turnos (23). Es en el   conjunto de estas experiencias políticas donde reapareció el sorteo (la llamada electio ad sortem o ad brevia), y esto a una escala que no había tenido lugar desde Atenas. La experiencia municipal, que se prolongó bajo otra forma hasta el principio del siglo XVI en Florencia y en Venecia hasta la época de la Revolcón Francesa, representa un momento capital de la historia política de occidente, muy subestimado en Francia. Las  diferentes maneras de escrutinio fueron  entonces objeto, de una reflexión montable. Así, en 1292, en Florencia, fueron discutidos no menos de 24 sistemas electorales para la elección del  presidente. Si las primeras experiencias del sorteo en política datan del siglo XII, el procedimiento se generalizó en el XIII, en el momento mismo  en que la Iglesia lo prohibía definitivamente en su seno  ( en 1223). Fue la edad de época de las Comunas. Las ciudades italianas, situadas en la región más rica  del mundo occidental se contaban además  entre las más pobladas de Europa. Los lazos de la aristocracia feudal se relajaban poco a poco mientras que se  reforzaban los de una “burguesía”  artesanal y comercial estructurada en corporaciones. En un primer momento, las Comunas tuvieron concentrado lo esencial del poder en manos de  unos pocos dirigentes: cónsules primero, podetsa y consejeros restringidos después. El papel efectivo de la asamblea de los ciudadanos se limitaba a pocas cosas. No obstante las luchas por el poder entre familias y grupos sociales fueron tan virulentos que a partir del siglo XIII, las Comunas buscaron métodos para calmar las pasiones suscitadas por las elecciones. El “voto de compromiso” contemplaba confirmar el nombramiento de magistrados a electores considerados como prudentes y más propensos a pronunciarse  por bien común que por atender a intereses particulares. Se trataba por tanto de afirmar, en teoría al menos, la unidad de una ciudad amenazada por luchas de facciones. Esta unidad imaginada de la comunidad tenía sin duda orígenes religiosos (24), pero las concepciones puramente laicas prevalecieron. Las comunas multiplicaron  los sistemas para conseguir  identificar los “buenos “electores: turnos de escrutinio, voto por mayoría calificada, escrutinio secreto, etc. En el marció de esta dinámica el sorteo se impuso como un momento particularmente valioso. Asi partir de 1268 y hasta 797 Venecia llevo esta lógica a su perfección.  Es testigo de ello el ejemplo de Lorenzo Tiepolo. El 23 de julio de 1268 fue nombrado Dogo de la serenísima república.  Tal y como estaba previsto  por  la, ley cuando  el cargo quedaba  vacante, el Gran Consejo (que contaba cerca de 500 miembros en esa época) se reunió solemnemente. El consejero más joven sale de la sala de reuniones y  vuelve a entrar con el primer niño cuya edad esta comprendida entre  8 y 10 años que encuentra en la calle. En el centro de la sala se coloca una bolsa grande  que contiene tantas  bolitas  de madera ( belote) como consejeros..

En treinta de ellas figura la palabra “elector”. Los consejeros desfilan en silencio ante la urna  la urna  y el “ballotin”, es decir el niño saca una bolita y la va dando a cada uno. Los 30 consejeros que reciben  una bolita electoral se quedan en la sala que es abandona de inmediato por los restantes. Los consejeros  presentes no pueden pertenecer a la misma familia o tener relaciones de consanguinidad con otros. Si se da este caso, renuncian a su cargo y son reemplazadas con  el mismo sistema por otros consejeros. En un segundo tiempo, estos  30 consejeros  restantes se reducen a nueve con el mismo sistema. En un tercer tiempo, los nueve seleccionados elijen a 40 personas entre los miembros del Gran Consejo por voto de mayoría de mayoría cualificada. En un cuarto tiempo, los 40 electos de esta manera se reducen a 12 por nuevo sorteo, en un quinto  eligen a 25 personas entre consejero que a su vez en un sexta etapa esos 35  se reducen a 9, en la séptima  etapa… (…) y así  hasta nueve etapas en la que 41 últimos elegidos  eligen al Dogo por mayoría de 25 votos al menos.

A partir de finales del siglo XIII, se desarrolla otro uso del sorteo, de forma paralela. Consistía en seleccionar aleatoriamente, ya no a los electores sino a los magistrados mismos. Sin embargo, al contrario de Atenas, este sorteo no era efectuado entre ciudadanos voluntarios sino entre ciudadanos previamente seleccionados de una lista. Florencia encarna como nadie y durante  más tiempo esta lógica. A partir de 1329, fecha en la que el procedimiento se fija, la mayor parte de los cargos de gobierno y de funciones administrativas (hasta la Signoria, equivalente a nuestro ejecutivo), así como los puestos de los dos consejos legislativos y una buena parte de las funciones judiciales, se distribuyen efectivamente por un método aleatorio (la trata, en el lenguaje de la época). Los nombres de los candidatos se desatiban previamente en una bolsa  (borsa) de las que se sacaba a suertes, a medida de la rotacion de los mandatos, Los procesos de designación se desarrollaban en cuatro etapas. En una primera, los comités seleccionaban las personas consideradas como aptas en función de criterios políticos y personales a la vez, en cada barrio de la ciudad. Los  ciudadanías seleccionados (noiminatti) eran a continuación examinados por  comisiones electorales compuestas por personalidades nombradas (los arrti). Los que obtenían una mayoría cualificada de dos tercios en ese primer escrutinio (squitinno), se inscribían entonces en  trozos de papel que se depositaban en las bolsas de cuero (los imborsatti). . Para los cargos sujetos a cuotas, los nombres se colocaban  en bolsas de cuero diferentes según su pertenencia a las corporaciones superiores o inferiores .En esta tercera etapa intervenía el sorteo de magistrados realizado por personas nombradas al efecto (los accopiatori). Finalmente, la cuarta etapa consistía en eliminar l0s nombres de aquellos que no respetaban  los criterios en vigor (los devieti). Era preciso, por ejemplo, estar al corriente en los impuestos, no haber sido sentenciado por una causa penal, no haber ejercido el cargo similar recientemente , no acumular cargos importantes, no tener parientes en puestos similares, etc. ( 26)

Según las épocas, la lista de los imborsati fue más o menos grande  y ujna parte importante de los conflictos entre los partidarios de un governo stretto y los de un governo largo giraban en torno a su mayor o menor amplitud. La elección  que era acompañada de sorteo carecia,  no obstante , del significado que  adoptaría con los Modernos. Nosotros entendemos por “ elección” un proceso en el por el cual la base designa por un voto a sus representantes. Para los florentinos, al contrario, las elecciones era un procedimiento de cooptación por el que la elite que monopolizaba ampliamente el poder de hecho  elegía a los que juzgaba dignos de participar en la gestión   de los asuntos públicos.  Esta lógica no se modificó más que con la creación del Gran Consejo a finales del siglo XVI: el conjunto de sus  miembros ( más que las comisiones electorales restringidas) terminaron por participar en el voto y todos los miembros del Gran Consejo serian automáticamente elegibles.  Aunque la tendencia popular consiguió en varias ocasiones imponerse en el curso de la historia de la Comuna., Florencia no fue nunca una democracia en el  sentido ateniense. Asociado a la rotación rápida de los cargos, la selección aleatoria de los magistrados hizo de ella  sin embargo una república donde una buena parte de la población podía, como en Atenas, gobernar y ser gobernada alternativamente. (27)
 
Los jurados:

Otras experiencias se inspiraron frecuentemente en estos ejemplos del sistema de sorteo a lo largo de los siglos XIV al XVIII, en particular en la Corona de Aragon donde la insaculación, cuyo significado es literalmente: “introducción en la bolsa”, constituye un procedimiento empleado  masivamente como en las Comunas italianas. (28.
Sería demasiado largo hacer una lista exhaustiva. Basta con mencionar el ultimo ámbito  donde floreció el sorteo: el de los jurados  o tribunales populares, conocidos en Francia bajo la forma de “ assises”.Se puede bosquejar una genealogía de las idas y venidas de la institución del sorteo entre la esfera política y la jurídica. A finales de república florentina  en 1530, Venecia parce retomar la antorcha del republicanismo inventado  orillas del Arno. El gran teórico ingles James Harrington (1611-167) examinó detalladamente  la constitución veneciana y  las ideas republicanas de la ciudad del Adriático que parecía conocer personalmente (29). Su influencia sobre los revolucionarios ingleses y americanos fue de importancia y numerosos proyectos de constitución de las colonias americanas, propuestas pro ejemplo por Willian Penn ( 1644-1718) o TYhomas Paine ( 1737-1809), incluían el uso del sorteo inspirándose de los modelos veneciano y florentino. Las propuestas fracasaron en la esfera política pero se concretaron en los jurados populares que habían sido importados de Inglaterra. En Carolina del Suer y Pensilvania se adoptó también la selección aleatoria para determinar una parte delo miembros de sus jurados al principio de los años 1680. El sorteo fue después reexportado a Inglaterra donde la selección de jurados conforme a esta técnica fue instituida en 1730. Numerosos estados norteamericanos siguieron su ejemplo a lo largo del siglo XVIII  (30)
La revolución Francesa, inspirándose en los modelos inglés y americano, generalizo lo  tribunales populares  (asisses) seleccionándolos por sorteo a partir de una lista de ciudadanos cooptados. , con un procedimiento que se aproximaba al sistema florentino de unos siglos antes. La variante francesa de los tribunales populares se extendió  por todo el continente. Al principio de los años 1970, en Estados Unidos y después en numerosos países entre ellos Francia, el sorteo de jurados se efectuó directamente entre todos los ciudadanos  y no a partir de algina lista elegida previamente por la autoridad. Recientemente los politólogos, el alemán Peter Dienel y americano Ned Crossby inspirándose en  los jurados  franceses, propusieron  el sorteo a partir  de un  censo de ciudadanos para que debatan los asunto públicos.
Significado del sorteo en política:
Sorteo, democracia y autogobierno republicano. Toda un alinea de pensamiento ha seguido la tesis de Aristóteles que puede parecer contra-intuitiva para nuestra manera de pensar contemporánea. “Se considera como democrático que los magistrados sean atribuidas `por sorteo y oligárquico que sean elegidas “(31).  Esta interpretación fue recogida durante el primer renacimiento por Leonardo Bruni, canciller de la republica de Florencia, por Giucardini en tiempo de Maquiavelo y por Harriongton casi  un siglo más parte,  y por Montesquieu y por Rousseau antes de la Revolución Francesa. En nuestros días ha sido ampliamente defendida pro filósofos  como Jacques Ranciere o Bernard Manin (32)
Sin embargo, aunque el sorteo en po9litica introduce una lógica de igualdad radical entre aquellos entre los que se practica  no es democrático sino en la medida en que el grupo incluya la totalidad de los ciudadanos o al menos una gran mayoría de ellos. De manera más precisa, habría que decir que en el interior de un grupo determinado, el sorteo  asociado a la rápida rotación de cargos es un procedimiento que favorece el autogobierno de todos y para todos donde todos son a la vez gobernantes y gobernados. Todos tienen de esta manera las mismas oportunidades de acceso al a las funciones de deliberación y a las de decisión, Esto era central en Atenas y en la misma medida está presente en las ciudades -estado de la republica florentina.
(…)En los jurados populares interviene otra lógica. Hegel es quien lo teoriza mejor ( 41). En el juicio penal, el jurado toma “conocimiento del caso en la singularidad de sus términos” y constituye, según él, “ un concomimiento que está al alcance cualquier hombre cultivado”, particularmente en la medida “ en que  no versa sobre objetos abstractos alcanzables por el razonamiento o el entendimiento sino únicamente sobre particularidades, circunstancias y objetos que resultan de la intuición sensible y de la certeza subjetiva”. Esto es accesible a los profanos. Dado que se apoya menos sobre lógicas rigurosas que  sobre la “convicción subjetiva y la conciencia”, la calificación de un acto y la constatación del hecho no deriva de  la universalidad. La participación de los jurados permite a los miembros de una sociedad civil conocer el derecho, de practicarlo, reclamarse de él y de ser juzgado por sus iguales en lugar de estar “ bajo la tutela de un  cuerpo de jueces y reducidos a una especie de servidumbre respecto a ellos”. Pero se descarta que los profanos tomen decisiones en el plan objetivo,  en el de la ley, lo que los republicanos franceses llamaban el interés general. El sorteo permite así garantizar que el poder de todos es asumido por todos y cada uno, es decir por individuos intercambiables que recurren al sentido común. (…)
Fuera de su utilización en los jurados, el sorteo desapareció completamente en las democracias modernas. Ha sido necesario esperar a experiencias de democracia deliberativa de finales del siglo XX para verlo reaparecer nuevamente apoyándose, esta vez,  en la técnica del muestreo significativo (desconocida hasta entonces) y que supone una lógica muy diferente de las que acabamos de describir (42).
En la historia republicana y democrática occidental el sorteo y elecciones han sido como dos polos en tensión, el sorteo encarnaba una lógica más democrática y la elección una lógica más aristocrática. No obstante se han desarrollado en el mismo campo, el de la afirmación  de lo político concebido en  el sentido de lucha por el poder del Estado, pero también de la institucionalización de un debate público sobre los asuntos de la ciudad. En el   proceso de racionalización política que caracterizaba  a Grecia jugó un papel sobre la toma de decisiones y al mismo tiempo  para la elección de los cargos públicos aleatoriamente (43). Lo mismo, en diferentes grados, en la republica romana, en  las ciudades-estado  italianas o en las villas de la Corona de Aragón. El siglo que empieza ¿sabrá sacar las consecuencias?

•Fuente: Yves Sintomer, « Tirage au sort et démocratie délibérative. Une piste pour renouveler la politique au XXIe siècle ? », La Vie des idées, 5 juin 2012. ISSN : 2105-3030. URL : http://www.laviedesidees.fr/Tirage-au-sort-et-democratie.html
•Notas y bibliografía: http://www.laviedesidees.fr/Petite-histoire-du-tirage-au-sort.html

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Republicanismo político y ciudadanía social

Esteban Anchustegui Igartua (*)

Introducción

El término ciudadano “apunta a la definición de la identidad de los individuos en el espacio público” (Thiebaut 1998, 24). En este sentido, la noción de ciudadanía está asociada a la pertenencia plena a una comunidad política, característica que no necesariamente es compartida por todos los componentes de una comunidad. Así, Marshall afirma que “la ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad” (1992, 37). En este sentido, la ciudadanía resulta ser un estatus formal que, siendo político, tiene condicionantes o requisitos extrapolíticos (nacimiento, residencia u otros). Así, el ciudadano se define por oposición al extranjero, al que es ajeno a la ciudad, y también frente al meteco: aquel que, aun residiendo en la ciudad, no es considerado un miembro pleno de la misma
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Modelos de integración política y ciudadanía

Con todo, ser ciudadano significa algo más que la mera coincidencia en deberes y derechos con los demás miembros de una sociedad política. Implica ordinariamente la conciencia de estar integrado en (“pertenecer a”, en la acepción más común del término) una comunidad, dotada de una cierta identidad propia, que abarca y engloba a sus integrantes singulares. Hablaremos, por tanto, de las distintas maneras en las que el ciudadano se vincula a su comunidad.


1. Para ir definiendo posiciones, puede entenderse por liberal aquella comunidad política al servicio de la identidad individual. Se enfatiza el individuo y su capacidad para trascender la identidad colectiva; el individuo tiene prioridad ontológica y es el punto de partida a partir del cual, y en función del cual, ha de explicarse cualquier entidad colectiva. Por tanto, la defensa de los derechos individuales, es decir, el reconocimiento y la garantía pública de sus derechos en cuanto sujeto privado es su piedra angular.
Desde esta concepción la ciudadanía se entiende como un estatus, antes que como una práctica política. El ciudadano liberal percibe las reglas sociales o las leyes como constricciones a su voluntad. Así, la maximización de la libertad exige la minimización del Estado. Su libertad es libertad negativa en el sentido más clásico (según la distinción de I. Berlin), como libertad frente al Estado. Sus preferencias, por tanto, son prepolíticas; y sus gustos y sus querencias son tanto el punto de partida como el punto final: únicamente quedarían por establecer las reglas para coordinar los intereses contrapuestos (como la regla de la mayoría, por ejemplo).
En este sentido, el individuo liberal se regiría por la máxima del homo oeconomicus, esto es, como aquel ciudadano que se comporta como un ciudadano-consumidor de los bienes en concurrencia. Asimismo, la única justificación que podrá encontrar para el Estado del Bienestar tendrá que ver con la mejor satisfacción de las demandas del ciudadano-consumidor. Por consiguiente, para el ciudadano liberal, la actividad cívica será un mal necesario. Las obligaciones cívicas que se le demandan al ciudadano se limitan al respeto de los derechos ajenos y a la obediencia a las leyes emanadas de una autoridad estatal, dependiente en su legitimidad de la preservación de esos mismos derechos. Sus actividades como ciudadano se ajustan al patrón de la racionalidad económica: exige el cumplimiento de los contratos o ejerce su capacidad de elección. Y frente a este ciudadano-consumidor estará el político-oferente, el profesional de la política, constituyendo ambos lo que se da en llamar el “mercado político”: el votante expresa sus demandas y el político compite por satisfacerlas.
La comunidad liberal, por tanto, es aquella que defiende la primacía de lo justo sobre lo bueno, en el sentido de que los principios de la justicia en términos de derechos y deberes mutuos prevalecen sobre las distintas concepciones del bien que los ciudadanos puedan mantener. Ello implica la neutralidad ética del Estado, así como una neta distinción entre los ámbitos de lo público y de lo privado. Es decir, la primacía ontológica del individuo y la pluralidad axiológica sitúa en el centro de la vida social, no una forma de vida común, sino las condiciones que permitan a cada uno desarrollar su propia vida, sin interferencia de los demás. No hay otro “bien común” que la garantía de esas condiciones.
La ética liberal es, por tanto, la debida las leyes, en cuanto garantes de los derechos y las libertades individuales. Es una ética condicionada y situada dentro del marco de elección y deliberación individual. Se mantiene así una relación instrumental con la comunidad política, pues ésta no es sino el medio para servir a los individuos y dotarles de libertad y seguridad, con el fin de que cada uno encuentre su propia satisfacción o felicidad. En definitiva, el liberalismo plantea expectativas débiles respecto al comportamiento de los ciudadanos, concebidos como individuos autointeresados que tratan de minimizar en la medida de lo posible la actividad política, entendida ésta como una desviación de la búsqueda de su propio bien. Se trata de una concepción que responde al modelo del individuo celoso, ante todo de su autonomía y enfrentado por ella tanto a los poderes públicos del Estado como a los de su comunidad, que amenazan siempre su libre albedrío. Los derechos individuales, por tanto, constituyen el núcleo constitutivo de la democracia liberal moderna. Por eso ponen el énfasis en la igualdad de derechos, haciendo distinción neta entre el ámbito público y el privado, y la neutralidad del espacio público.
2. Al contrario de la concepción liberal, el modelo comunitarista puede entenderse como una comunidad política al servicio de la identidad comunal. Aquí el sujeto político principal no es el individuo, sino la comunidad, una comunidad considerada natural o como comunidad de pertenencia. Se enfatiza el grupo cultural o étnico, y la solidaridad entre quienes comparten una historia o tradición. En el caso más típico, el nacionalismo, se considera la nacionalidad como prerrequisito de la solidaridad, así como condición para la identidad y para la legitimación del Estado.
Los comunitaristas critican firmemente los aspectos negativos de la con cepción liberal dominante en las sociedades modernas: atomismo, desintegra ción social, pérdida del espíritu público y de los valores comunitarios, desorientación consiguiente al desarraigo respecto a las tradiciones que proporcionan la matriz social de las identidades de los individuos. Para los comunitaristas, en las modernas sociedades occidentales, concebidas como agregados de individuos con planes de vida propios y en la que cualquier invocación a algo como el “bien de la comunidad” es vista con recelo, se habrían deshecho las redes de solidaridad y compromiso social que la cohesionaban. Ello ha llevado a “la fragmentación, esto es, un pueblo cada vez menos capaz de formar un propósito común y llevarlo a cabo. La fragmentación aparece cuando las personas llegan a verse a sí mismas cada vez más atomísticamente y cada vez menos ligadas a sus conciudadanos en proyectos comunes y lealtades” (Taylor 1998, 138).

 Como afirman los comunitaristas, el yo siempre es un yo situado en una sociedad particular, en una situación histórica concreta. Ese “yo histórico” engendra deberes  hacia las familias, los grupos y las naciones que participan de la definición de nuestro yo. Estos deberes pueden ser comprendidos como una expresión de autoestima o de aceptación de uno mismo. Para aceptarme o amarme a mí mismo, debo respetar y querer los aspectos de mí mismo que están ligados a los otros. Así, mi simple biografía crea obligaciones hacia otras personas, obligaciones que yo condenso bajo la noción general de lealtad. La sociedad vendría a ser como una sucesión de círculos concéntricos, con el Estado como círculo máximo; así, como círculos concéntricos, las distintas comunidades, desde la familia a la nación, mantienen una continuidad cualitativa con diferencias derivadas únicamente de la frecuencia de encuentros o relaciones, no de los valores. A lo largo de las distintas escalas, el cemento que mantiene la unidad es la participación en la misma idea de bien.

Ello implica, entre otras cosas, que el ciudadano comunitarista está unido a los demás miembros de su comunidad (conciudadanos) mediante unos vínculos de solidaridad que entrañan una fuerte cohesión social, una conciencia de grupo que no puede establecerse únicamente mediante vínculos legales, y que, sin embargo, es necesaria para que exista la ciudad. Los comunitaristas han insistido abundantemente sobre este punto, subrayando hasta qué punto los vínculos de afecto y lealtad hacia la propia comunidad proveen de identidad y motivación política a los individuos (Beiner, 1977).

En este sentido, para los comunitaristas la socialización moral de los individuos tiene lugar en el seno de una comunidad particular. Así, la adquisición de la competencia lingüística se plasma en el aprendizaje de una lengua concreta, y no del lenguaje como tal. Del mismo modo el desarrollo personal de los juicios morales y políticos nacería en el seno de una moralidad concreta, y no a partir de una eticidad abstracta. Si para los liberales la universalidad y generalidad que caracteriza a las reglas morales se alcanza elevándose por encima de la particularidad social en la que se originan, para los comunitaristas estas reglas morales se alcanzan a partir de los bienes específicos y relativos en virtud de los cuales se justifican.

El deber nacional es, pues, el debido a la comunidad. La deber primordial es a la nación o a los conciudadanos en cuanto pertenecientes a esa nación, a esa identidad nacional. Es el compromiso a una concepción común de la vida buena, a una comunidad moral y política específica, que sólo puede ser asumida por quienes pertenezcan a ella. Se propugna, por tanto, el patriotismo nacional, definido como “un tipo de lealtad a la propia nación, lo que sólo aquellos que poseen esa particular nacionalidad pueden alegar” (MacIntyre, 1995, 210), al que se considera como una virtud, puesto que es la condición de posibilidad para el desarrollo de la conciencia moral de los individuos.

Recapitulando, los comunitaristas dan primacía a la forma de vida comunitaria. Sostienen que una sociedad basada meramente en la garantía de los derechos individuales fundamentales carece de fuerza motivadora e integradora  capaz de proporcionar cohesión y solidaridad en grado suficiente para el mantenimiento de la sociedad. Frente a la visión contractualista de la sociedad como una cooperación instrumental entre los individuos para sus fines privados, el comunitarismo sostiene que es necesaria una concepción común de lo bueno que proporcione un horizonte colectivo de valor y comprensión. Incluso la existencia y pervivencia de los derechos fundamentales requiere un contexto comunitario, como condición previa y presupuesto. A su juicio, el liberalismo no es capaz de explicar adecuadamente a partir de sus presupuestos cómo puede mantenerse unida una sociedad. Por el contrario, la carencia de orientación al bien común supone un potencial destructivo que se aprecia en la anomia reinante en las sociedades liberales.

3. Al hablar de republicanismo es necesaria hacer una aclaración terminológica previa. Si bien en origen la doctrina republicana nació como oposición a la forma de gobierno monárquica, y también aristocrática (o a sus respectivas degradaciones, como el despotismo o la oligarquía) el uso contemporáneo que se hace del término modelo republicano tiene poco que ver con el que corresponde a su historia pasada. Así, el republicanismo moderno, por tanto, en consonancia con su inspiración en los modelos democráticos de la Grecia clásica y Roma republicana, las repúblicas italianas (Florencia y Venecia) del Renacimiento y los aspectos más radicalmente igualitarios y fraternos de las revoluciones francesa y norteamericana, arrancó –y persiste– como una labor de historiadores (J. G. A. Pocock, H. Baron, Q. Skinner, C. Nicolet, etc.) interesados en los modelos de democracia clásicos: democracias directas, loterías como formas de elección, ciudadanías activas, poderes revocables y rotatorios..., y ha cuajado en aquellos pensadores políticos que ahondan en la crisis de legitimidad de las democracias representativas.

En este sentido, el modelo de comunidad política republicana puede en tenderse como una expresión de la identidad cívica. Es decir, como aquella concepción de la vida política que preconiza un orden democrático dependiente de la vigencia de la responsabilidad pública de la ciudadanía. Por ello, su institución fundamental es precisamente la de la ciudadanía, en su doble sentido : como conjunto de miembros libres de la sociedad política y como la condición que cada uno de ellos ostenta en tanto que componente soberano del cuerpo político.

Aunque comparte algunos de sus supuestos con el liberalismo y otros con el comunitarismo, no se confunde con ninguno de los dos. Comparte con el comunitarismo el hecho de que el ciudadano republicano también se sabe ligado, a la hora de configurar sus preferencias y su identidad, con su sociedad, y en que otorga importancia a la responsabilidad y a las obligaciones comunes. Comparte asimismo con el comunitarismo la crítica a la concepción individualista del liberalismo y su concepción puramente procedimental de la comunidad política. Sin embargo, afirma que el republicanismo no necesita compartir una noción cultural de una comunidad prepolítica, ni una idea sustantiva del bien común.

Tanto el comunitarismo como el republicanismo se vinculan con la historia y las tradiciones propias de la comunidad, pero la pregunta es: ¿cómo valorar estas tradiciones?, ¿hasta qué punto respetarlas? Y si para los comunitaristas el ideal del bien está ligado a interrogantes del tipo ¿de dónde vengo? o ¿cuál es la comunidad a la que pertenezco?, el republicanismo, en cambio, no está en absoluto comprometido con ese tipo de mirada al pasado (se mirará al pasado en busca de ejemplos valiosos, en todo caso, si los hay), porque la cuestión clave, abierta al futuro, seguirá siendo: ¿qué tipo de comunidad queremos construir? o ¿qué es lo que anhelamos llegar a ser colectivamente? La respuesta republicana, por tanto, se encontrará libre de ataduras del pasado.

En este sentido, si para los comunitaristas la identidad de las personas se define desde su pertenencia a una determinada comunidad (a partir de su inserción en una “narración” que trasciende su propia vida), para el republicanismo esta definición de identidad se establece mediante un diálogo con la comunidad viviente, con las generaciones actuales, puesto que ésta debe tener autonomía para decidir cuál es el modo en que quiere vivir.
Por otro lado, el republicanismo comparte con el modelo liberal la importancia que ambos conceden a los derechos y a la libertad negativa. El republicanismo hace suya la afirmación moderna de la autonomía y el pluralismo. Considera que la libertad está ligada a la garantía del orden normativo equitativo creado y mantenido por las instituciones públicas, en tanto éstas se nutren de la participación y el cumplimiento del deber cívico por parte de los ciudadanos. Así, mientras los liberales asocian siempre la libertad a la no interferencia, los republicanos lo ligan con la ciudadanía entendiéndola como “no-dominación”. Es decir, entienden la libertad como la garantía de no interferencia arbitraria por los demás en el ámbito legítimo de acción que se le reconoce a cada uno (sería un concepto más cualitativo que cuantitativo).

Asimismo, el republicanismo concibe la ciudadanía principalmente como práctica política, como forma de participación activa en la cosa pública. No se asienta sobre la primacía ontológica del individuo, ni sobre la defensa de sus derechos particulares, sino sobre un modo de vida compartido. De hecho, desde el republicanismo no cabe hablar de “derechos naturales” (la naturaleza sólo produce fuerza y rivalidad; sólo mediante la ley se pasa del desequilibrio y el enfrentamiento de hecho a la igualdad en  derechos que nos pongan a salvo de la arbitrariedad), sino que habría de hablarse de derechos ciudadanos, es decir, derivados de acuerdos y normas, resultados de un proceso político, y no su presupuesto. La igualdad y los derechos están, por tanto, basados en el autogobierno, que requiere de la participación activa de la comunidad política.

La virtud cívica, pues, sería la debida al marco universal de la constitución democrática, es decir, a la ley, como lo que permite y consolida la diferencia, el respeto a lo particular y la convivencia tolerante y pacífica en la diversidad. Y lo mejor para defender esa libertad como no dominación y para que esté asegurada para todos los ciudadanos por igual es crear un sistema jurídico e institucional que proteja la acción de los ciudadanos, confiriéndoles derechos mediante leyes y sanciones. De este modo, para el republicano, la libertad va unida a la ley y al sistema político que ella produce. Se trataría de una relación no instrumental con la comunidad política; porque ésta se considera como un bien en sí misma. Por tanto, más que en derechos, la ciudadanía republicana se basaría en deberes , que serían la base de los derechos: puesto que la libertad depende de la acción común, los ciudadanos tienen el deber de comprometerse con lo público, como también el de respetar la esfera de acción libre que corresponde legítimamente a sus conciudadanos.

Este modelo republicano de democracia persigue la promoción de la ciudadanía civil y política plenas. Ello será posible mediante programas públicos de educación cívico-democrática, de manera que la ciudadanía pueda ser ejer cida en modo mínimamente competente y responsable. La consecuencia más inmediata es que la política democrática dejará de ser un asunto exclusivo –y excluyente– de unos pocos (la clase política) para pasar a ser un asunto de una amplia mayoría consciente de sus derechos y de sus responsabilidades, y dispuesta a exigir a los gobernantes el fiel cumplimiento de sus tareas (gobierno representativo).

En la medida en que la ciudadanía no tiene acceso efectivo a las condiciones materiales, esto implica la imposibilidad de obtener la efectividad de los derechos. El contenido de los derechos a las condiciones materiales básicas que sean apropiados a un contexto particular, desde la perspectiva procedimental de Habermas, se determina no por la reflexión filosófica, sino por los discursos y prácticas reales ciudadanas. Todos los ciudadanos deben ser tratados como iguales y nos les corresponde a ellos decidir por sí mismos cuáles son los criterios de igualdad del trato que deben recibir. Las compensaciones y prestaciones del «Estado social» establecen, por tanto, “la igualdad de oportunidades para poder hacer un uso de las facultades de acción jurídicamente garantizadas que quepa considerar igual” (Habermas, 1998, 499). En última instancia, se trata de garantizar las condiciones materiales de inclusión máxima para que el desarrollo de la libertad sea efectivo para todos los miembros de una comunidad políticamente autónoma. Los derechos sociales, por tanto, deben ser reconocidos como derechos esenciales, porque aseguran los requisitos mínimos de una vida digna y son presupuesto del ejercicio de los derechos fundamentales civiles y políticos.

¿Es posible un republicanismo político sin la garantía real de los derechos sociales?

Si el estatus del ciudadano es el de alguien que es sujeto de derechos, el significado de la ciudadanía se concreta en cada caso atendiendo a la amplitud y características de la relación de derechos considerados inherentes a la condición de ciudadano. E incluso parece a menudo identificarse la ciudadanía con los derechos. Así lo interpreta Marshall, quien equipara el desarrollo de la ciudadanía con la instalación progresiva de los derechos, e interpreta la historia del Occidente moderno desde este punto de vista, no de las instituciones, sino del individuo y sus derechos. Es la garantía del disfrute de esos derechos lo que realmente hace que alguien pueda considerarse miembro pleno de la sociedad.

En este sentido, Marshall distingue tres tipos de derechos, que históricamente se han establecido de forma sucesiva: los civiles, como “los derechos necesarios para la libertad individual” (libertad personal, de pensamiento y expresión, propiedad, etc.), los políticos (“derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de sus miembros”) y los sociales, que abracarían “todo el espectro, desde el derecho a la seguridad y a un mínimo bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad” (1992, 22-23). Por tanto, para Marshall, la ciudadanía social “abarcaría tanto el derecho a un modicum de bienestar económico y seguridad, como a tomar parte en el conjunto de la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado, de acuerdo con los estándares prevalecientes en la sociedad” (S. Gordon, 2003, 9).

Y además, estaría la participación, elemento central en la concepción original de la ciudadanía. Ya en Aristóteles, el ciudadano se define, por la participación en la administración de justicia y en el gobierno (III, 1275 a, 22-23). Lo cual se corresponde con la experiencia ateniense, en la que la ciudadanía es un estatus primordialmente político, antes que como expresión de una identidad etnocultural o una posición individual, y es concebida como una actividad de participación constante en los asuntos públicos. Esa misma concepción del significado de la ciudadanía recorre la tradición republicana. En ella la ciudadanía no es un instrumento al servicio de fines privados, sino que representa un modo de vivir y de autorrealización inseparable de la participación en el espacio público. Sin embargo, en las actuales formas de democracia representativa, el modelo participativo de ciudadanía no es la característica más destacada, donde prima una ciudadanía más pasiva.

En principio parece evidente que la reivindicación republicana de la participación activa en la cosa pública y la defensa de un modo de vida política y democrática compartida sólo sería posible si al mero estatus formal del ciudadano como titular de ciertos derechos y miembro pleno de la comunidad política se unen condiciones materiales que posibilitan el ejercicio efectivo de dicho estatus, aspecto éste al que se hace referencia cuando se reivindican los derechos sociales.
La reclamación, por tanto, de una ampliación de la noción de ciudadanía en esta dirección se sigue de la consideración de que el ejercicio de los derechos políticos depende de una serie de condiciones previas, que no son sólo económicas –los déficit de información o instrucción pueden igualmente obstruir el disfrute efectivo de los derechos ciudadanos– pero están casi siempre ligadas a la renta percibida, sin cuya cobertura no se puede ejercitar una vida digna, más aún cuando se refiere a situaciones donde las circunstancias de necesidad y de padecimiento humano agravan aún más una coyuntura económica de por sí precaria.
Pero volviendo a la distinción de Marshall, al referirnos al tercer grupo de derechos, los derechos sociales, podríamos afirmar la existencia de una “ciudadanía social”, señalando una noción de ciudadanía en la que al estatus formal del ciudadano como titular de ciertos derechos y miembro pleno de la comunidad política se unen condiciones materiales que posibilitan el ejercicio efectivo de dicho estatus. En otras palabras, estaríamos hablando de una dimensión social de la ciudadanía que es complemento o incluso presupuesto de la dimensión política.

Así, la reivindicación de una ampliación de la noción de ciudadanía en esta dirección se sigue de la consideración de que el ejercicio de los derechos políticos depende de una serie de condiciones previas, que no son sólo económicas –los déficit de información o instrucción pueden igualmente obstruir el disfrute efectivo de los derechos ciudadanos– pero que casi siempre ligadas a la renta percibida, y que de hecho implican la exclusión o inclusión de la ciudadanía. Así, la la libertad legal para hacer u omitir algo sin libertad real carece de cualquier valor, por lo que. Mediante la fórmula del equilibrio estándar de Alexy “cuanto mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios, tanto mayor debe ser la importancia de satisfacción del otro” (2002: 102), nos llevaría a preguntarnos: ¿qué recursos hay que poner a disposición de cada persona para que pueda asumir plenamente la condición de ciudadano?

La cuestión no es nueva, porque hay un debate secular sobre la relación entre el ideal (la noción normativa) de ciudadanía y la creación, adquisición y posesión de riquezas (Oliver & Heater, 1944), que manifiesta la clara y continuada percepción de un vínculo entre ciudadanía y condiciones materiales, aunque las más de las veces se adujera esta conexión para restringir el acceso a la ciudadanía, y no para crear las condiciones materiales que lo posibilitasen. Por consiguiente, el estatus de ciudadano está ligado, tanto en la tradición clásica como en la moderna, a dos requisitos: la posesión de ciertos bienes o patrimonio, y una cierta igualdad entre quienes participan en la vida pública (Brillante, 1994). Y el reconocimiento de los derechos sociales en los Estados del Bienestar aparece a primera vista (al menos hasta la crisis de la fórmula) como un reencuentro, esta vez positivo, de ciudadanía y economía. No obstante, es materia de controversia el alcance real de esta versión de la “ciudadanía social”, como veremos más adelante.

La naturaleza de los derechos sociales

Para algunos se trata de derechos de igualdad, mientras que para otros se trata de derechos de libertad con componente igualitario. En el primer criterio se sostiene que son derechos de igualdad porque pretenden garantizarse ciertas condiciones mínimas a la población mediante el cumplimiento del ordenamiento (Cossío Díaz 1989, 46). En el segundo criterio no existe tal distingo, y quienes defienden esta posición consideran que todos los derechos son derechos de libertad, incluidos los derecho  son derechos de libertad, incluidos los derechos que aportan un componente igualitario, como los económicos, sociales y culturales, precisamente porque ese componente potencia y refuerza la libertad para todos.


Esta cuestión es altamente controvertida, porque el componente radical de la libertad sin su aplicación moral puede producir graves quiebras y desigualdades en la sociedad. Así, como dice R. Alexy, “el conjunto de leyes de una sociedad, positivamente formuladas, no es todo el derecho de las personas, sino la concreción de la limitación de algunos derechos que los socios ponen en común; limitación que mutuamente respetarán para un mejor ejercicio de los propios derechos, en particular del uso moral de la libertad, la cual es el origen de todos los derechos de las personas” (2004, 21). Y añade Lévy-Bruhl: “mientras el derecho subjetivo es una facultad, una libertad, el derecho objetivo es esencialmente una obligación. ¿Cómo una misma palabra puede connotar dos conceptos tan diferentes, podríamos decir hasta contradictorios? ...Es que el derecho subjetivo aun cuando se presenta como una conquista del individuo (y, como tal, aparentemente alejado de la idea de obligación), no deja de ser un conjunto de normas dotadas de sanciones cuyo objeto es asegurar el funcionamiento de las libertades que establecen” (1976, 5). Es por ello que la organización del ejercicio de la justicia requirió la organización de personas e instituciones que dieron origen al ejercicio del gobierno (legislativo, judicial, ejecutivo) y de la convivencia social.


Con todo, a pesar de la existencia de un entramado institucional, con harta frecuencia se advierte que el ejercicio de los derechos –en tanto individuo y en tanto socio– está regido por la fuerza y parecen no someterse a límite moral alguno. En consecuencia, el respeto por el otro y sus derechos, por la diversidad o por el débil brilla por su ausencia, a la vez que las relaciones sociales parecen pertenecer al reino del despotismo, y supeditadas al individualismo, al egoísmo o al darwinismo social.

Precisamente para evitar ese estado, tomando el símil hobbesiano, de “guerra de todos contra todos” anterior a la organización social, Contreras Peláez sostiene que “allí donde no hay una intervención correctora de los poderes públicos, la libertad se convierte en coartada para la explotación de los débiles y la igualdad formal deviene cobertura ideológica de la desigualdad material. Los derechos sociales han sido introducidos precisamente para enmendar este despropósito; la política social del Estado debe ser, por tanto, un agente compensador-nivelador que contrarreste (en parte) la dinámica de desigualdad generada por la economía de mercado” (1994, 26). Se aboga, por tanto, por realizar un esfuerzo para que todos los miembros de la sociedad cuenten con una situación material que les permita gozar y ejercitar su igualdad jurídica; y corresponde al Estado cumplir ese objetivo social.
El debate sobre los «derechos sociales» en el «Estado del Bienestar»
El debate sobre el Estado del Bienestar revela, sin embargo, la dificultad de conciliar una noción de ciudadanía llevada a sus últimas consecuencias con la lógica del capitalismo. Y en el centro del debate siempre han estado los derechos sociales, objeto de críticas desde la derecha y la izquierda, sobre todo a raíz de la crisis del Estado del Bienestar. Así, los críticos del Estado de Bienestar han coincidido, por razones opuestas, en poner en tela de juicio los llamados derechos sociales, y siempre por sus consecuencias negativas (derechos estos que, por otra parte, no gozan de reconocimiento y protección comparables a los civiles y políticos, incluso en las Constituciones de los Estados del Bienestar ). Y también se objeta a menudo que su objeto es impreciso (¿cómo interpretar, por ejemplo, el derecho al trabajo?: a un puesto de trabajo o a una prestación por desempleo).

Desde la “Nueva Derecha” (neoconservadores, neoliberales) se critican las consecuencias negativas para la ciudadanía de las políticas del “Estado del Bienestar”, cuyos “derechos sociales”:

a)Son extraordinariamente costosos, ya que requieren recursos fiscales que se detraen de otras posibles inversiones., es decir
b)Como consecuencia de lo anterior, se entiende que estos subsidios se ofrecen a costa de que el Estado socave los derechos de propiedad a través de los impuestos y, en último instancia, de la libertad de los ciudadanos para disponer de sus bienes, afectando así a sus derechos fundamentales. Los derechos sociales, por tanto, podrían llegar a anular los derechos civiles .

c)Conducen a la dependencia y la pasividad (“cultura de la dependencia”) en vez de estimular la iniciativa y la responsabilidad de los individuos.
d)Son conflictivos: la escasez de recursos suscita conflictos entre pretensiones concurrentes (lo que conduce a un cálculo utilitario de derechos, contradictorio con la idea de que los derechos no pueden ser sacrificados por razones de utilidad).

Frente a esta “cultura de la dependencia”, la alternativa sería promover la responsabilidad y la competitividad de los individuos y la iniciativa espontánea de la sociedad civil, en cuyas manos han de dejarse la mayor parte de las tareas que había tomado para sí el sobrecargado Estado del Bienestar (incluidas sanidad, educación, etc.). Con esta práctica, el ciudadano responsable actuaría en y desde la sociedad civil, y no sería alguien pasivo que depende del subsidio estatal.

Pero también desde posiciones más cercanas a la socialdemocracia (como lo han sido recientemente la “Tercera Vía” de Tony Blair en el Partido Laborista británico o el “Nuevo Centro” defendido por Gerhard Schröder en el SPD alemán) se han señalado las consecuencias negativas para la ciudadanía de la política del Estado de Bienestar. Así, desde estos referentes históricos en la defensa del Estado del Bienestar se ha advertido que las prestaciones sociales promovidas por este modelo de Estado pueden ser peligrosamente concordantes con un paternalismo no democrático (de hecho, en los países del “socialismo real” hubo derechos sociales sin derechos civiles y políticos), y susceptibles de fomentar una degradación “clientelar” de la ciudadanía (voto de “clientes”, condicionado a los servicios ofrecidos). En este sentido, el Estado del Bienestar habría favorecido más bien la heteronomía y la pasividad de los ciudadanos. E incluso puede afectar a su autonomía privada en cuanto impone una “normalización” y un control tutelar preocupantes.

Asimismo, el ensayo de Barbalet Citizenship Citizenship: Rights, Struggle and Class Inequality (1988)  incluye uno de los análisis críticos más sugestivos e influyentes de la visión marshalliana de los derechos sociales. Barbalet señala que los derechos de ciudadanía no son homogéneos, sino que hay tensiones entre ellos (particularmente entre los derechos civiles, cuyo ejercicio incrementa el poder político y económico de quien los posee, y los derechos sociales, simples derechos de consumo que no atribuyen poder alguno a sus titulares). Por tanto, los llamados “derechos sociales” del Estado de Bienestar no alteran las relaciones de poder en la esfera productiva porque, como ya hemos dicho, afectan a los mecanismos de la distribución de recursos y no a los de su producción. De hecho, son beneficios suministrados por el Estado, a diferencia de los civiles y políticos, que valen contra el Estado.

Cabría entonces preguntarse si tiene sentido incluirlos entre los derechos de ciudadanía. De hecho, Barbalet los considera más bien conditional opportunities, instrumentales respecto al ejercicio efectivo de los derechos civiles y políticos. Y los argumentos para su exclusión de la categoría de los derechos de ciudadanía son:

1)No son en sí mismos derechos de participación en la comunidad política, sino condiciones que posibilitan esta participación.
2)Mientras los derechos civiles y políticos son necesariamente universales y formales (uniformes para todos los ciudadanos), los derechos sociales son prestaciones concretas, que han de ser particularistas y selectivas.
3)Los derechos sociales tienen un cierto carácter aleatorio, esto es, están condicionados por la existencia de una economía de mercado bien desarrollada, sólidas infraestructuras administrativas y profesionales y un eficiente aparato fiscal.

Por tanto, la definición de los contenidos y la cantidad de las prestaciones sociales depende de la disponibilidad de recursos económicos y financieros garantizados por el mercado, de decisiones discrecionales de la administración pública, del equilibrio de posiciones de fuerza y reivindicaciones.

Por último, también la efectividad de los derechos civiles y políticos depende de prerrequisitos económicos y administrativos. Salvo los casos en que los derechos requieren un mero comportamiento de omisión de los poderes públicos, siempre hay que contar con medios económicos y administrativos (p. ej. para garantizar el derecho al voto  o a la tutela judicial efectiva, a la libertad personal, etc.) Y también es posible tutelar ciertos derechos sociales fundamentales por otras vías alternativas a las burocráticas.

Conclusiones

La cuestión es, sobre todo, qué consecuencias se sacan de la afirmación de Barbalet acerca de la incompatibilidad de las lógicas de los derechos sociales y del mercado. Otra cuestión es si debiera de pasarse de una concepción pasiva de los derechos sociales como beneficios recibidos pasivamente desde la Administración a una concepción activa, y donde los recursos y las facultades de control de la actividad económica e incluso de autoorganización de los afectados debieran de situarse en el primer plano, conociendo éstos los problemas que se generan otorgando estas prestaciones así como la naturaleza de las políticas sociales.

Es más que evidente que desde la derecha se reclama la recuperación de la autonomía privada, liberándola de los obstáculos que la afectan (intervención burocrática, cargas fiscales) y centrando la ciudadanía en la capacidad de luchar sin trabas por los propios intereses; lo que en la práctica significa el desmantelamiento, siquiera parcial, del Estado de Bienestar. Y si la derecha apuesta por el renacimiento de la sociedad civil y el desplazamiento del Estado en el conjunto del sistema social, la izquierda debe reclamar la democratización del Estado de Bienestar, abriéndolo a la participación de los ciudadanos, aunque sin poner en cuestión sus conquistas fundamentales (hoy ya en situación precaria). Porque, en definitiva, deben ser los ciudadanos, en tanto que tales, quienes han de concretar las condiciones y normas mediante las cuales la ciudadanía, como estatus de libertad e igualdad, pueda hacerse efectiva.

Bibliografía

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(*)Esteban Anchustegui Igartua (San Sebastián, España, 1957) es profesor titular de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, (UPV/EHU) y profesor honorario por la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco, Perú (2010), donde ha realizado labores como docente, conferenciante y coordinador del grupo de investigación “Identidad y Ciudadanía” (2009-2010). Asimismo, ha impartido cursos en numerosas universidades latinoamericanas, como, por ejemplo, en la Universidad Católica del Táchira en San Cristóbal, Venezuela (2009-2010), en la Universidad Nacional Micaela Bastidas de Apurímac en Abancay, Perú (2008-2009), en la Universidade Potiguar/Laureate International University en Natal, Brasil (2007-2008) o en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo en Morelia, México (2007-2008).

Fuente: Araucaria.- Revista IUberoamerica de Filosofia  Politica y Humanidades. Primer semestre 2012.,-Año 14 nº 27.-

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REPUBLICANISMO Y DEMOCRACIA REPRESENTATIVA



¿Es la democracia representativa realmente democrática?-I-  Entrevista a Bernard Manin y Nadia Urbinati 
Por Elena Landemore (*)

La representación, ¿traiciona o cumple la idea de la democracia? En  el fondo ¿es más bien una desviación de la soberanía  popular llevado a cabo por las elites  o por el contrario permitiría la emergencia de una verdadera voluntad democrática? Nadia urbanati y Bernard Manin debaten sobre este asunto en la entrevista realizada por Elena Landemore  en Nueva York en abril de 2007, que reproducimos.

1.- Origen de la democracia representativa:

Hélène Landemore : Bernard Manin y  Nadia Urbinati,  ambos han escrito libros con parecidos títulos. Respectivamente: “ los priincipio0s del gobierno representativo” y  “Democracia representativa; Principios y genealogía “ , pero ni la representación es forzosamente democrática no la democracia necesariamente representativa., ¿Como se ha producido , desde el punto de vista histórico, el encuentro de estos dos conceptos? ¿Cuándo aparece por vez primera la democracia representativa?

Nadia  Urbinati : Según Gordon Wood, la expresión fue utilizada por primera vez por Alexandre Hamilton  en 1777 en una carta al gobernador Morris. La Revolcón americana, al contrario que la revolución Francesa, no experimentó un conflicto dramático entre soberanía popular y representación y ha producido sin duda el primer esfuerzo para disociar la democracia de los modernos de la de los antiguos, es decir la democracia “representativa” de la “democracia pura”. Con el fin de marcar  la diferencia y evitar cualquier confusión,. Los líderes americanos prefirieron emplear la palabra “republicano” para caracterizar su gobierno popular, En todo caso, el término “ democracia representativa” se utilizaba de manera más sistemática a principios de los años 1790 por Paine, Condorcet y Sièyes. En sus “Bases del Orden Social” ( 1794) Sièyes opera una distinción interesante entre dos  interpretaciones del gobierno representativo de las que una sola es democrática aunque las dos se fundamente  en el principio de elecciones.  Las dos interpretaciones se aplican a territorios extensos y densamente poblados, pero la primera consiste en  facilitar “encuentros parciales en diversas localidades” mientras que la segunda consiste únicamente en “nombrar diputados para una asamblea central”. Así, según Sièyes, la primera no es resultado de una volunt6ad  general única dado que presta voz a ciudadanos que viven en localidades, pareciéndose en esto al modelo de Condorcet. Lo que nos interesa es que Sièyes comprende bien la diferencia entre ambas formas de gobierno representativo.

H.L. : ¿Podría decirse, Sr. Bernard Manin, que la diferencia  consiste en el hecho de que la democracia representativa es auténticamente democrática mientras el gobierno representativo es , en el fondo, aristocrático.
Bernard  Manin : No, no es eso lo que yo sostengo. La representación comporta muchos elementos democráticos, en particular la posibilidad para todos los ciudadanos de pedir cuentas a los representantes al final de su mandato y de despedirles si su labor en el poder no se juzga satisfactoria. Estos aspectos democráticos son reales e importantes. Mi tesis es que la representación no comporta únicamente elementos democráticos. La representación es también el gobierno de elites que no están estrictamente obligadas a realizar los deseos de sus mandatarios. Así, el gobierno representativo combina elementos democráticos y no democráticos.  Es por ello por lo que yo la caracterizo como una forma de gobierno “mixta” inspirándome en la idea de la constitución  mixta de los antiguos que remonta a Aristóteles y Polibio. Describir las democracias representativas modernas uni9cammnete como sistemas en los que el pueblo es “soberano” o se autogobierna   e manera “indirecta”, es oscurece r la naturaleza mixta de estos sistemas.

H.L. : ¿Quiere decir que los antiguos no conocían  ninguna forma de representación?
B. Manin : Si, diría eso. No creo que pueda contemplarse el consejo ateniense, la Boule como un cuerpo representativo, las fuentes identifican la asamblea como • el pueblo de Atenas”, pero no identifican Boule y demos. Debe destacarse  que el Consejo no era apercibido como el representante  del pueblo,. La Boule era simplemente una magistratura colegial.
N. Urbinati : Estoy de acuerdo. El lugar de la representación política es aquel donde se hacen las leyes. En este sentido , los eruditos y líderes políticos del siglo XVIII reconocen que los modernos habían introducido algo que los antiguos no conocían, Quizá la revolución co0nsrtitucional inglesa del XVII  ha sido una etapa importante en la construcción  del gobierno representativo, El tránsito de la selección a la elección, o de la institución de una competición abierta para ocupar  los puestos legislativos ha supuesto un vuelco especial en la creación  de la constitución  de la representación política. El gobierno representativo exige estar vinculado a la institución de las elecciones y tratarse poder legislativo[E1] .  Ambos elementos combinados nos llevarían a concluir que el gobierno representativo es el gobierno de los modernos.

H.L. : ¿Cuando surge el concepto de representación?
N. Urbinati : Es u na larga historia. Los historiadores no0s dicen que comienza en la Edad Media en el seno de la Iglesia. También en este caso la cuestión era la de resolver el problema entre centro yu periferia. La Iglesia buscaba representar ña comunidad de toda la cristi9andad y la representación se utilizaba como una manera de unificar al pueblo o de ligar al vasto pueblo de los creyentes. En la edad Media  se inició la figura del contrato en la ley pública. Las comunidades religiosas y laicas aceptaron ambas la decisión referida a que el nombramiento en el poder fuese reglado por una ley pública y, como escribe Otto Gierke, este nombrami9ento implicaba qué todo poder de naturaleza política debía de “representar” a la comunidad entera. Sin embargo Scipione Maffei escribe en un estudio comparativo e histórico sobre las formas republicanas de gobierno  fechado  1736 que los romanos ya ‘practicaban la repre4smnetacioopnm con el fin de dar voz a las numerosas naciones que componían el imperio y hace referencia a Tacito, que en su germanía, describe las formas de representación  y de instituciones parlamentarias utilizadas por las tribus germánicas para presentar sus reivindicaciones ante el Senado romano.

Las comunidades religiosas  y laicas aceptaron ambas que  la decisión que versaba sobre los nombrami8entos al poder fuesen regulados por una ley publica y, como es cribe Otto Gierke,  este nombramiento implicaba que el poder de tipo  político debía “representar”  a la comunidad  entera. Sin embargo Scipione Maffei, escribe en un estudio  datado en  1736 comparativo e histórico sobre las formas republicanas de gobierno   que los romanos practicaban ya la representación  con el fin de dar voz a las diferentes naciones del imperio y hace referencia a Tácito, quien en su Germania, describe formas de representación  e instituciones utilizadas por las tribus germánicas con el fin de expresar sus reivindicaciones ente el Senado romano. La representación era en ese caso una forma de ligar las diferentes partes de un vástago territorio de la república con una necesidad de sistema federal.

B.Manin: Sin duda alguna  los orígenes de la representación hay que buscarlas en la edad media, en el marco de la iglesia y en el de las ciudades en sus relaciones con el rey o el emperador. La idea era la de enviar delegados que estaban ligados a los que les enviaban, Ahí se encuentra el origen del sistema representativo. Una comunidad determinada delegaba  en miembros  que tenían el poder de ligar a los que representaban. Es el corazón mismo de la noción de representación. Después la técnica fue transferida a otros contextos y utilizada con otros fines

N. Urbinati : También se daban en la práctica de ciertas instituciones privadas como entre abogados y juristas.

H. L.: ¿Cuál es el papel de Hobbes en esta historia?

N. Urbinati : Hobbes ha utilizado la estrategia de la representación  de un  manera novedosa e impo9rtantge con el fin de crear el estado soberano. La representación es para él un medio de legitimar al soberano absoluto retirando el poder al pueblo que es el sujeto del mismo. Es un manera interesante de legitimar la autoridad política qui9tando el pode al pueblo. La representación es un a noción que crea el soberano absoluto.

B. Manin : Hobbes articula quizás  con un rigor particular la idea de una autoridad soberana que obra y opera en sustitución de los súbditos. No obstante el hecho de que la teoría de Hobbes es particularmente  notable para nosotros no es la prueba de que haya tenido tal impacto en el desarrollo histórico real. Como Nadia y yo acabamos de señalar, las instituciones y practicas representativas son anterio0res a Hobbes. Señalamos asimismo que Hobbes no menciona en absoluto las elecciones como método de designación de la autoridad soberana. Por lo que respecta a la representación, es cierto que Sieyes había leído a Hobbes y que lo utiliza para justificar alginas de sus ideas sobre gobierno.  Pero no creo que se pueda tal apelación a Hobbes en el discurso de los Padres Fundadores americanos. Buscar ideas hobbesianas en los revolucionarios americanos y en los fundadores de la Cosmntitucio0nm americana parece un empeño cuanto menos complicado.

N. Urbinati : Skiner insiste en el papel de Hobbes en la creación del sistema representativo como función anti-republicana. Sin embargo Hobbes no utiliza la reprfe4setntacion  como una institución política o como una manera de crear un gobierno que esté ligado a la opinión del pueblo uy que este, en este sentido, imitado o restringido. Debemos separa la representación política de esa tradición que era una manera de otorgar al soberano un poder absoluto, y  no  de un gobierno basado en el consentimiento del pueblo. El siglo0 XVIII interesa porque pueden observarse las diferentes vías emprendidas por esa idea de democracia representativa. Pienso que el caso americano es de gran interés. Los fundadores americanos organizaron la rfepr4esmetacion en la práctica más que en la teoría.

2.-Principios de la democracia representativa:

H. L.: Vds. describen  los diferentes principios que caracterizan respectivamente al gobierno representativo y a la democracia representativa. ¿Cuáles son esos principios?  ¿En qué y porque son diferentes?

B. Manin : Mi libro trata esencialmente sobre la cuestión de los consensos institucionales concretos. Llamo arreglos institucionales principios porque  ha probado ser estables en el  transcurso del tiempo, Pero no entiendo los  principios  como  proposiciones abstractas y menos aún como ideales o valores. Mi enfoque es de naturaleza analítica y positiva.   Admito que esta esta perspectiva tiene sus límites, la adopto por el interés que tiene su utilización.
Yo identifico cuatro consensos institucionales que continúan sin cambiar desde la implantación de los sistemas representativos.
1/ Los que gobiernan son elegidos en elecciones que tienen lugar en intervalos regulares. No es simplemente el hecho de que los gobernantes sean electos lo que caracteriza el gobierno representativo sino el hecho de que las elecciones se repiten a intervalos regulares. En su célebre definición de    democracia  Schumpeter olvida mencionar el carácter recurrente de las competiciones electorales (1).  Sin embargo el hecho de que las elecciones se repitan tiene consecuencias capitales. Mientras están en el poder, los gobernantes están incitados a anticipar el juicio retrospectivo que los electores van a hacer sobre su gestión al final del mandato. De esta manera las elecciones seleccionan no solamente a los que gobiernan, afectan también a lo que hacen  mientras están en el poder. Al termiono0 de sui  mandato, los representantes públicos deben de rendir cuentas a  ciudadanos ordinarios. Es notable que en su definición, Schumpeter no haga ninguna mención a la obligación de rendir cuentas (acccountability). Se pude observar de  una manera particularmente clara la combinación de elementos democráticos y no democráticos.
2).- Los que están en el poder disponen de un cierto grado de independencia en la toma de decisiones políticas mientras dura su mandato. Ni los deseos de sus mandatarios ni los programas que les propusieron les obligan de manera estricta. Señalemos que este consenso permite  que los deseos de los electores tengan una cierta influencia sobre  la actividad de los representantes electos pero no obliga a una correspondencia rigurosa obligada entre ambas.
3.- El tercer  principio es lo que yo llamo la “libertad de opinión”. Aunque los representantes tengan  una cierta libertad de, maniobra en su actividad, el pueblo o una parte de él  conserva por su parte el derecho a expresar sus opinión es y quejas  y de hacer valer en cualquier momento sus reivindicaciones ante el representante en funciones. Incluso Burke, uno de los oponentes más fervientes del principio del mandato imperativo, insiste, en su tercera carta  sobre una paz regicida ( 1796-1797), en la idea de que le pueblo conserva en todo momento el derecho a expresar sus puntos de vista y deseos “ sin autoridad absoluta pero si con cierto peso”  ( withour absolue authority but with weight ) . La misma idea se encuentra  en la última cláusula de la primera enmienda de la Constitución americana. Esta cláusula consagra el “derecho de los ciudadanos a reunirse pacíficamente y dirigir peticiones al gobierno para  atender a sus demandas”. El gobierno representativo nunca ha sido un sistema en el que los ciudadanos elijen a sus representantes a intervalos regulares y después se mantienen al margen durante el intervalo. Es un punto que Schumpeter y sus seguidores no vieron (2)
4).- El ultimo principio es que las decisiones públicas se someten a la “prueba de la discusión”. Decir que las decisiones públicas se someten a la prueba de la discusión  no equivale,  insisto en ello, a caracterizar al gobierno representativo como el gobierno de la discusión. La discusión no es un procedimiento de decisión. Es un método para poner a ‘prueba, examinar, valorar las decisiones públicas.
Esos son los cuatro principios del gobierno representativo.

N. Urbinati: A esos cuatro principios expuestos por Manin, que acepto,  yo añadiría otros. Pienso que la democracia (o mejor dicho, la transformación democrática por el sufragio universal  de Las instituciones representativas)  introduce algo interesante. Por democracia quiero decir aquí el sufragio universal, incluyendo los adultos, hombres y mujeres, y también la especialización y pluralismo de la sociedad civil, - todo lo que hoy dia llamamos la sociedad democrática- La democracia introduce en ese amplio sentido dos elementos esenciales. Uno es la ocasión de la  alegación (advocacy), que tiene que ver co0mn el tercer y cuatro puntos de Manin.  El otro es el de la representatividad. En lo que concierne la oportunidad de la alegación, la representación necesita estar en correlación con la sociedad civil a través d las formas asociativas de la política como los partidos o las asociaciones políticas, es decir con formas agregativas capaces de expresar sus reivindicaciones y de sondear la dimensión institucional manteniéndose en contacto con el público. Se entiende que la alegación es una forma política informal, una política hecha de influencias y de juicios público más que una voluntad oficial. Pero es un aspecto muy importante que señala el hecho de que  la representación no es simplemente una simple  especie de voto de los  ciudadanos por candidatos individuales. Es también una forma de dar voz a los electores. Los partidos y asociaciones hacen posible esta alegación.
 El otro elemento es la representatividad de la representación. La representación no es una sustitución sino una manera de identificarse, Cuando voto,  estoy haciendo dos cosas en realidad: selecciona a alguien para enviarle a la asamblea (para formar una mayoría) pero  también expreso una preferencia por alguien cuyos valores o ideas  o propuestas son  próximas a las mías. No elijo  a un burócrata competente o un experto, porque el oficio de legislador no es como el de un burócrata competente o un experto, Porque el oficio de legislador no es como el de un magistrado. Es un oficio que  no es imparcial ni neutral, aunque hacer leyes implique plantearse criterios de interés general como premisa de partida). 
Elijo a alguien próximo a mis ideas propias porque  tengo ideas sobre la manera  en que pueden mejorarse  o cambiarse las leyes o sobre la pirita que debe seguirse. Esta representatividad, la llamo vecindad de ideas o de ideología. La representatividad también es importante  por lo que hace en el interior de una  asamblea donde  los legisladores deben de obrar en tanto que miembros de un espacio deliberativo aun cuando estén en contacto con el exterior del parlamento. Sin esa diferencia de ideas entre representantes,  pluralismo ideológico, la Asamblea reflejaría únicamente puntos de vista personales  de los legisladores sin relación con la sociedad civil. Lo representantes no se representarían más que a ellos mismos. Tal asamblea sería un imitación de la democracia directa (con la diferencia crucial  que es este caso, la formarían un pequeño número de electos).
 
Pero la representación no es la democracia directa. La existencia  de los partidos y de las asociaciones es importante, yo diría incluso esencial, para el gobierno representativo. La asamblea no es una lista de delegados individuales sino un cuerpo colectivo de representantes, es decir, de individuos sujetos a separaciones/alianzas ideológicas que participan en la toma de decisiones  publicas. Por esta razón la representación política es una violación completa que contiene  el concepto de  representación privada. El representante no es elegido por mi como una persona privada, sino que lo es por mi como parte igual del demos,. Es decir, como ciudadano.  La representación política es en realidad una violación de la representación porque excluye el mandato imperativo: no puedo despedir al representante como yo quisiera aunque  diga o haga cosas que yo desapruebe personalmente. Pero los partidos y el interés general están ligados en  la asamblea legislativa de una manera particular y pueden ejercer cierto control (informal)  con el fin  de hacer posible el mandato político.  Llegados aquí seria necesario un análisis de los partidos políticos. Digamos solamente que un partido no es lo mismo que una facción, para utilizar la expresión que  Maquiavelo fue el primero en formular cuidadosamente. Los partidos son la forma de conectar el interés particular con el interés general, mientras que las facciones no buscan más que apropiarse del interés general para satisfacer intereses privados y reemplazar aquellos por estos.

HL. ¿Diría Vd. , entonces,  que la representación no es  una alternativa inferior ( second best ) a la democracia directa.?

B.Manin: Exactamente. Sobre este punto Nadia y yo estamos completamente de acuerdo. La democracia representativa no es la democracia directa en menos bien. Es un sistema diferente,. Según veo, la democracia, directa, es una forma de gobierno simple mientras que la democracia representativa es una forma mixta que implica una pluralidad de elementos.

3,.Es elitista la democracia representativa ?

H.L.: Sr. Manin, Vd.  muestra en su libro un proceso de democratización del gobierno representativo. Se pasa  de esta manera y según Vd., de la democracia parlamentaria del XVIII a la democracia de partidos del siglo XIX y a  principios del XX a la democracia del público actual. Pero  a fin de cuentas el gobierno representativo., incluso democratizado, es siempre un régimen parcialmente elitista. Es un régimen mixto. Para Vd., Nadia Urbinati, el modelo representativo de la democracia  no implica ese elemento elitista. En ese sentido  la democracia representativa puede oponerse al modelo democracia “electoral”,  que tiene, según Vd. una dimensión elitista. ¿ Es así?

N. Urbinati (riéndose ) : Bernard es más elitista que yo.

B. Manin : Para mí,  las elites juegan un papel importante en el gobierno representativo. Esto es así porque las elecciones seleccionan necesariamente a individuos dotados de unas características poco comunes que son  valoradas positivamente por los electores. Un candidato que no se distinguiese por ciertos rasgos juzgados favorablemente no podría ganar una competición electoral. Dicho esto, el método electivo no determina el contenido particular de las características distintivas o juzgadas positivamente que hacen que los candidatos resulten electos. . Tales características son determinadas pro las preferencias de los electores, es decir, por lo  ciudadanos ordinarios, Los electores eligen las cualidades distintivas que quieren hallar en sus representantes. Estas cualidades pueden consistir en una cantidad de cosas diferentes, incluyendo una capacidad excepcional para expresar y difundir una opinión política determinada. En ese caso nos encontramos con elites, en el sentido de personas que son excepcionalmente capaces de defender opiniones y que poseen un talento que no  tiene  la mayoría de la gente que comparte esa opinión. Eso significa para mí el término “elite”.
Sin embargo,  no creo que los argumentos que acabo de exponer equivalgan a una postura elitista. El elitismo en tanto que postura normativa afirma que es deseable que la gente que sea objetivamente superior a otros los que ocupen los cargos superiores. Mi teoría no implica tal posicionamiento.  En primer lugar, yo no defiendo la idea de que las elecciones selecciones a los candidatos objetivamente superiores a sus electores. El argumento que propongo es que las elecciones seleccionan a candidatos dotados de características subjetivamente valoradas, con razón o sin ella, por sus electores. En segundo lugar, no presento argumentos sobre la cuestión de saber si es deseable o no que los puestos de poder las desempeñen personas que apoyasen esos rasgos distintivos valorados por los electores. Yo planteo  principalmente que tal resultado es un rasgo que se da necesariamente  en los sistemas representativos. Es cierto que sostengo la idea de que dichos sistemas son coherentes con el principio  normativo según el cual el poder político debe provenir del consentimiento libre de aquellos sobre los que se ejerce. Esto  mientras  los  electores tengan la posibilidad efectiva de elegir los rasgos distintivos de sus electos. Peor no voy más allá de ese argumento limitado. Una  perspectiva normativa más ambic[E2] iosa hubiera requerido un argumento más extenso y completo dado la mescla de dimensiones igualitarias y no-igualitarias de la representación. Ese argumentario estaría  más allá de los límites de mis capacidades y de mi proyecto.  En resumen, mi argumento sobre las elites es positivo no normativo. Se puede perfectamente reconocer la importancia de hecho de las elites sin pretender tomar partido por el elitismo como valor.

H. L. : Suponiendo que B.Manin tenga razón sobre el hecho de que el gobierno representativo desde un punto de vista descriptivo y objetivo, es siempre parcialmente elitista, incluso hoy, y  suponiendo que Nadia Urbinati tiene razón sobre el hecho de que desde un punto de vista normativo, no debería ser así, ¿ Hemos experimentado lo que es la verdadera democracia representativa?

N. Urbinati : No exactamente. Cuando se lee el último capítulo del libro de B.Manin, dice que no se puede hablar de una crisis de representación porque la representación ha sido instituida con el fin de retener más que para realizar la democracia. ¿ Cómo podríamos exigir de nuestros gobernantes que obren de una manera determinada ( democrática)  si no han sido concebidos para ese fin?. En este sentido es ocioso hablar de una “crisis de representación”. Sin embargo hay momentos en los que sentimos una desconexión entre nosotros y los representantes, ¿es acaso que la tensión forma parte del significado del gobierno representativo? Es un hecho que hay momentos en que pensamos, sentimos o escribirnos  que esta desconexión existe. ¿Porque? Incluso si no puede ser medida o cuantificada, ese sentimiento de desconexión, o de violación., o de falta de representatividad, es muy real. Lo que me interesa es la democracidad  ( sic) de la representación. Si es verdad que la democracia representativa tiene algo que ver con la opinión del pueblo más que con la voluntad del pueblo, entonces con el fin de tener un gobierno más democrático necesitamos tener algo más que simples sistemas electorales y de partidos. Lo que es seguro es que se tiene necesidad de estar atentos a la calidad de los sistemas de información (porque la opinión es lo que caracteriza la presencia del pueblo en el gobierno indirecto o representativo). La información es muy importante en un sistema en el que el aspecto indirecto y mediado es tan crucial, en el que recibimos los datos bajo la forma de informaciones pre-digeridas y  donde nada es de primera mano ni cara a cara. No tenemos medios para prescindir  de un  criterio competente independientemente de los media. Por lo tanto es bien cierto que los problemas del dinero privado en  las campañas electorales, de la  independencia de los media, del pluralismo,…son problemas muy reales porque pueden llevar a una violación de la igualdad de participación en el sistema y hay muchas reformas que aplicar sobre este asunto si queremos ser partidarios del sistema representativo.
La democracia representativa no es menos democrática que la democracia directa. Paine tenía razón al decir que la democracia representativa sobrepasa a la democracia directa. En democracia directa, cada ciudadano esta ahí solamente por sí mismo y es difícil de crear un lazo  entre individuos e instituciones. Pero en un gobierno representativo, el Parlamento las institución es están siempre conectadas al pueblo de manera mediada. . La segunda cosa que la representación hace posible es la estabilidad de la democracia. Paine decía que la democracia representativa es superior a la democracia directa también por este aspecto.  En una democracia directa las asambleas son el lugar de confrontación  directa entre ciudadanos individuales. Esto da lugar rápidamente a conflictos o situaciones donde la mayoría dirige sin condiciones, o bien a situaciones en las cuales las facciones y los fuertes dominan. La mediación es un buen remedio, pero exige estar bien regulada.
Me gustaría añadir  una última cosa sobre el carácter democrático de la representación. La representación denota a la vez un poder positivo y actualizador y un poder negativo, de control. Asegura que  todos ls ciudadanos pueden contar sobre un punto de apoyo a la vez para hacer avanzar sus reivindicaciones y para  resistir  a las tendencias del poder constituido. En tanto que institucuo0n que lleva  cabo una función legislativa (que hace las leyes que deben obedecerse),la representación en democracia moderna esta intrínsecamente enlazada con la voz ( voice) como medio para ejercer el poder y controlarlo ( la voz d e los ciudadanos y de sus representantes electos),
A la inversa, en democracia representativa, la exclusión política para un individuo se traduce simplemente en el hecho de no ser escuchado porque su voz no está contabilizada de manera proporcional o  porque  el individuo no es suficientemente fuerte para ser escuchado. Es por esto par lo que en una democracia representativa la inclusión  en el demos no es una garantía suficiente para que los incluidos en él tengan igual influencia policita. La razón de esto es  que en democracia la participación., directa o indirecta, es estructuralmente  voluntaria. Esto da cuenta del hecho de que los  representantes son deliberadores políticos que, al contrario de los jueces,  no son imparciales  ni están obligados a escuchar a las partes. En efecto,  pueden  atender  o ignorar  la voz de otros en la asamblea  aunque esto suponga una desaprobación moral.

Demostenes pensaba que era cierto que los ciudadanos democráticos en general, y se quejaba, de que uno de los principales problemas de la deliberación política estaba en que los atenienses  porque “no escuchan a los otros en la asamblea”. Y Stuart Mill reconocía de forma explícita en sus discursos parlamentarios el foso existente entre la vox política (el sufragio) y la influencia política ( la capacidad de e ser escuchado) de manera que, en su defensa del sufragio político para las clases obreras, reconocía que  no les ayudaría demasiado tener abogados de su causa en las asambleas si esos abogados eran en número reducido. Por esta razón, veía necesario para las clases obreras  que tuviesen, además del sufragio, una voz influyente y  muchas voces,  y si fuese posible, no dispersas ni aisladas. 


Helene Landemore, antigua alumna de la Escuela Normal Superior  (Ulm) y de Ciencias Políticas (Paris). Es diplomada en  Ciencias Políticas de la Universidad. Ha publicado en francés:  Hume : Probabilista et Choix Raisonnable, Paris, PUF, 2004)  y dos artículos en ingles  ( sobre la teoría de la elección racional y el derecho de los animales) . Es ayudante de investigación  de John Elster en el Colege de France desde septiembre del 2007 Postdoctorado en Universidad de Brown en septiembre de 2008
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REPUBLICANISMO Y PROPIEDAD

María Julia Bertomeu


Si hay algo llamativo en la filosofía política académica de los últimos diez años, es el paulatino renacer del republicanismo en sus variopintas versiones, no siempre conscientes de que se trata de una tradición antiquísima, con raíces en el mundo antiguo, y muy particularmente, en Grecia. Tímidamente, al principio, el republicanismo tuvo que abrirse paso entre “liberales” y “comunitarios”, o entre sedicentes universalistas y supuestos particularistas. Y tan dominantes fueron estos debates académicos de los ochenta, particularmente en el mundo anglosajón, que, tal vez cansados tras un sinnúmero de polémicas las más veces estériles, ambas posiciones han acabado reclamando para sí una porción de la herencia de ese republicanismo renaciente.  Muchos “liberales” (en el sentido anglosajón –y académico— de la palabra) porque el lenguaje republicano parecía dar nueva fuerza a los conceptos de libertad y de derechos; algunos “comunitaristas” de izquierda, porque el republicanismo volvió a poner en escena el tema de la virtud ciudadana y de la comunidad. No sin tensiones, sin embargo. Porque la veterana tradición republicana ha solido trabajar, además de con una consciencia histórica muy superior, con esquemas conceptuales y supuestos de comportamiento e institucionales muy distintos de los usaderos en la filosofía política académica corriente en el último medio siglo. El republicanismo como tradición histórica


El republicanismo es una tradición milenaria, bien arraigada en el mediterráneo antiguo clásico, y común y justamente asociada a los nombres de de Ephialtes, Pericles, Protágoras o Demócrito (en su versión democrático-plebeya) y a los de Aristóteles o Cicerón (en su versión antidemocrática). En el mundo moderno, reaparece también en sus dos variantes: la democrática, que aspira a la universalización de la libertad republicana y a la consiguiente inclusión ciudadana de la mayoría pobre, y aun al gobierno de esa mayoría de pobres—; y la antidemocrática, que aspira a la exclusión de la vida civil y política de quienes viven por sus manos, y al monopolio del poder político por parte de los ricos propietarios. Nombres asociados a ese renacimiento moderno del republicanismo: Marsiglio de Padua, Maquiavelo, cierto Montesquieu, Locke, Rousseau, Kant, Adam Smith, Jefferson, Madison, Robespierre y Marx.

 Cualesquiera que sean sus diferencias en otros respectos, todos ellos comparten al menos dos convicciones. Una: que ser libre es estar exento de pedir permiso a otro para vivir o sobrevivir, para existir socialmente; quien depende de otro particular para vivir, es arbitrariamente interferible por él, y por lo mismo, no es libre. Quien no tiene asegurado el “derecho a la existencia” por carecer de propiedad, no es sujeto de derecho propio –sui iuris—, vive a merced de otros, y no es capaz de cultivar ni menos de ejercitar la virtud ciudadana, precisamente porque las relaciones de dependencia y subalternidad le hacen un sujeto de derecho ajeno, un alieni iuris, un “alienado”. Y la otra: que sean muchos (democracia plebeya) o pocos (oligarquía plutocrática) aquellos a quienes alcance la libertad republicana, ésta, que siempre se funda en la propiedad y en la independencia material que de ella deriva, no podría mantenerse si la propiedad estuviera tan desigual y polarizadamente distribuida, que unos pocos particulares estuvieran en condiciones de desafiar a la república, disputando con éxito al común de la ciudadanía el derecho a determinar el bien público. Como famosamente observó Maquiavelo, cuando el grueso de la propiedad está distribuido entre un puñado de gentilhuomi (de magnates), no hay espacio para instituir república alguna, y la vida política sólo puede hallar algún esperanza en la discreción de un príncipe absolutista. La tradición histórica republicana y el revival académico republicano .

Desde el punto de vista metodológico, y a diferencia del grueso del liberalismo académico actual, el republicanismo nunca se ha propuesto construir teorías ideales, que, abstraídas del problema de la motivación de los individuos para observar y cumplir las normas sociales, den por supuesta una “moralidad mínima” o un “sentido de justicia” de los individuos. Muy por el contrario, siempre se ha preocupado por proponer diseños institucionales histórica e institucionalmente indexados, que resulten compatibles y hagan posible el ejercicio de la virtud ciudadana. Y a diferencia del nuevo comunitarismo anglosajón, el republicanismo histórico ha trazado una férrea ligazón entre la virtud ciudadana y las condiciones materiales de una existencial social y políticamente garantizada, o, lo que es lo mismo, entre la virtud, la libertad y la organización institucional de la propiedad. Por último, y a diferencia del modo de hacer de buena parte de la filosofía política normativa contemporánea, el republicanismo democrático no considera que el centro de atención deba estar focalizado exclusivamente en las cuestiones de justicia distributiva, sino en la mayor extensión posible de la libertad republicana, y en el diseño de las instituciones sociales básicas que permiten esa extensión. El valioso y filosóficamente competente libro de P.Pettit, Republicanismo(1), que, dicho sea de paso, es el que más hondo ha calado en este renacer republicano, incluso en el mundo hispánico, contrapone un concepto “liberal” de libertad a un concepto de libertad “republicana”, entendida esta última como ausencia de dominación o de interferencia arbitraria y que, siguiendo la dicotomía de Isaiah Berlin entre “libertad positiva” y “libertad negativa”, se inscribe parcialmente en las filas de ésta última, tratando de evitar los peligros de un ideal de libertad “demasiado exigente”. Pettit perfila la libertad republicana como una especie de libertad negativa, pero mucho más refinada que la de Berlin, que se reduce al ideal de minimizar las interferencias ajenas. Pettit define su libertad republicana negativa como la capacidad de X para no ser interferido arbitrariamente por nadie; la interferencia no-arbitraria en X estaría permitida. Ya se ve que esa caracterización es relativamente a-institucional. Y por lo pronto, plantea un problema, que tiene que ver con la determinación del ámbito en el que X es pertinentemente interferible.(2)

En la tradición histórica republicana, el ámbito pertinente de interferencia está caracterizado institucionalmente y no sólo psicológicamente, y tiene que ver con las bases materiales y morales en que se asientan tanto la existencia social autónoma de X, como con las bases materiales y morales en que se asientan sus posibles dominadores: una interferencia arbitraria de Z sobre el conjunto de oportunidades de X, que no toque en nada a las bases de su existencia social autónoma, puede ser estéticamente lamentable, o moralmente reprobable, pero es políticamente irrelevante. Z puede interferir arbitrariamente en la vida de X mintiéndole por compasión, por ejemplo. Pero esa interferencia arbitraria es políticamente irrelevante. No es irrelevante políticamente, en cambio, que Z pueda disponer a su antojo, ya sea por unas horas al día, de X, porque X está institucionalmente obligado a prestarse a eso para poder subsistir, porque X, esto es, carece de medios propios de existencia que le aseguren una vida social separada y autónoma, no crucialmente dependiente de otros particulares. En la tradición histórica republicana, en cambio, el problema de la libertad se plantea así: X es libre republicanamente (dentro de la vida social) si: a) no depende de otro particular para vivir, es decir, si tiene una existencia social autónoma garantizada, si tiene algún tipo de propiedad que le permite subsistir bien, sin tener que pedir cotidianamente permiso a otros; b)  nadie puede interferir arbitrariamente (es decir, ilícitamente o ilegalmente) en el ámbito de la existencia social autónoma de X (en su propiedad); c) la república puede interferir lícitamente en el ámbito de existencia social autónoma de X, siempre que X esté en relación política de parigualdad con todos los demás ciudadanos libres de la república, con igual capacidad que ellos para gobernar y ser gobernado; d) cualquier interferencia (de un particular o del conjunto de la república) en el ámbito de existencia social privada de X que dañe ese ámbito hasta hacerle perder a X su autonomía social, poniéndolo a merced de terceros, es ilícita; e)          la república está obligada a interferir en el ámbito de existencia social privada de X, si ese ámbito privado capacita a X para disputar con posibilidades de éxito a la república el derecho de ésta a definir el bien público. f)      X está afianzado en su libertad cívico-política por un núcleo duro –más o menos grande— de derechos constitutivos (no puramente instrumentales) que nadie puede arrebatarle, ni puede él mismo alienar (vender o donar) a voluntad, sin perder su condición de ciudadano libre. El conjunto de oportunidades de X, queda caracterizado por la tradición republicana de modo histórico-institucional: el conjunto de oportunidades de X no es cualquier conjunto de oportunidades, sino el particular conjunto de oportunidades, institucionalmente configurado, compuesto por aquellos títulos de propiedad que habilitan a X una existencia social autónoma, no civilmente subalterna como la del pelathes griego o la del cliens romano, ni menos esclava. Para garantizar el derecho de X a no ser interferido en su existencia social autónoma (lo que podríamos llamar, tratando de seguir a Berlin, la “libertad negativa” o los “derechos negativos” de X a no ser interferido), un Estado republicano está no sólo obligado a grandes injerencias en la posible conducta ilícita de terceros (en los conjuntos de oportunidades de éstos), siendo así, además, que esas injerencias “positivas” sobre terceros se hacen para “asistir” (“positivamente”) a X. Sino que está obligado también a potenciales grandes injerencias (“positivas”) en el conjunto de oportunidades del mismo X: la república no tolerará que X aliene su libertad (que se venda o se regale como esclavo), ni permitirá que aliene otros derechos constitutivos de su libertad (la ciudadanía, el sufragio, su misma vida), y consiguientemente, perseguirá de manera activísima (“positivísima”) por la vía publico-penal cosas como contratos privados, “libremente” consentidos por las partes, de esclavitud o de asesinato. Cuando se entiende que la base institucional de la libertad republicana clásica es la propiedad, entonces las oposiciones berlinianas entre libertad de (“negativa”) y para (“positiva”), que pueden tener un cierto sentido psicológico intuitivo, quedan reducidas a nada. Por un lado, es la libertad para (“positiva”) autogobernarse administrando las bases materiales de su existencia autónoma lo que ejercita a los individuos en la virtud, lo que les capacita en primera instancia para ser ciudadanos libres. Por otra parte, el Estado está tan obligado a ingerirse “positivamente” en el conjunto de oportunidad de la miríada de individuos que podrían tratar de destruir la libertad de no interferencia (“negativa”) de X en el autogobierno (“positivo”) de su propiedad, como a “asistir” (“positivamente”) a X en su libertad para (“positiva”) resistir lícitamente el asalto.(3) Propiedad, libertad republicana y democracia



Es propio de la tradición histórica republicana, considerar que la libertad política y el ejercicio de la ciudadanía son incompatibles con las relaciones de dominación mediante las cuales los propietarios y ricos ejercen dominium sobre aquellos que, por no ser completamente libres, están sujetos a todo tipo de interferencias; ya sea en el ámbito de la vida doméstica, o en las relaciones jurídicas propias de la vida civil, tales como los contratos de trabajo o de compra y venta de bienes materiales.(4) La ciudadanía plena no es posible sin independencia material o sin un “control” sobre el propio conjunto de oportunidades. Los republicanos democráticos entendieron esta consigna como uno de los principales objetivos de la política y diseñaron toda clase de mecanismos para garantizarla; los no democráticos la entendieron como un prerrequisito de la libertad política, y excluyeron a quienes no eran sui iuris de la vida política activa. Si la capacidad de votar es lo que cualifica al ciudadano, y si tal capacidad presupone la independencia de quien no quiere ser sólo parte, sino también miembro de la comunidad, porque actúa junto con los otros, pero por su propio arbitrio, entonces algunos republicanos no democráticos, por ejemplo Kant, creyeron necesario trazar una distinción entre ciudadanos pasivos y activos. Como creía el republicano de Königsberg, todos los que tienen que ser mandados, o puestos bajo la tutela de otros individuos, no poseen independencia civil. No la poseen los menores de edad, las mujeres, y los sirvientes, porque no pueden conservar por sí mismos su existencia en cuanto a sustento y protección; tampoco los jornaleros, ni todos aquellos que no pueden poner públicamente en venta el producto de su trabajo y dependen de contratos o arreglos meramente privados de esclavitud temporaria, que brotan de la voluntad unilateral del sui iuris.(5) Lo que hoy consideramos la definición liberal de propiedad, aquella que en el XVIII Sir Blackstone caracterizó como “ el dominio exclusivo y despótico que un hombre exige y ejerce sobre las cosas externas del mundo, con exclusión total de cualquier otro individuo en el universo”, que el derecho romano consideraba como el derecho absoluto –dominium- del propietario que no podía ser interferido por nadie, y que algunos teóricos iusnaturalistas supusieron un derecho natural, es, sin embargo, sólo una de las formas históricas que revisten las relaciones sociales en torno a objetos y que constituye la base de gran parte de los Códigos civiles actuales.(6) El otro, la propiedad entendida como “control” sobre el recurso poseído, control que confiere independencia o autonomía moral y política, es el concepto de propiedad que interesa al republicanismo. Y no es otro que aquel que permite el desarrollo de “la libre individualidad”, que florece cuando el trabajador es propietario privado y libre de las condiciones de trabajo manejadas por él mismo, cuando el campesino es dueño de la tierra que trabaja, o cuando el artesano es dueño del instrumento que maneja como virtuoso, y que sólo es compatible con unos límites estrechos de la producción y de la sociedad”.(7) 

En esta tradición, la independencia que confiere la propiedad no es un asunto de mero interés propio privado, sino de la mayor importancia política, tanto para el ejercicio de la libertad como para la realización del autogobierno republicano, pues tener una base material asegurada es indispensable para la propia independencia y competencia políticas.(8) Propiedad y libertad republicana en la era de la desposesión neocolonial El fenómeno que Marx denominó acumulación originaria –la destrucción, por parte de la gran empresa capitalista moderna, de la propiedad privada individual, artesanal o campesina, fundada en el propio trabajo personal-(9) ha cobrado en las últimas décadas un impulso extraordinario, en forma de desposesión neocolonial de las economías naturales y tradicionales del tercer mundo. Implica hoy, entre otras cosas, la mercantilización y privatización de la tierra y consecuentemente la expulsión de las poblaciones campesinas, la conversión de distintos tipos de derechos de propiedad –comunales, colectivos y estatales- en derechos exclusivos de propiedad privada grancapitalista, la privación del acceso a los bienes comunales y la supresión de formas alternativas consuetudinarias de producción y consumo. Este fenómeno afecta predominantemente a los países pobres, pero también a los muchos pobres que habitan en el suelo de los países ricos.

Es innegable que todos estos procesos se cumplen con mayor fuerza que nunca hoy día, acelerándose la dinámica de una acumulación capitalista por desposesión, como la ha denominado el geógrafo David Harvey. Pero ahora existe una novedosa y abundante res nullius, que está siendo sistemáticamente expropiada por las grandes compañías nacionales y multinacionales: el material biológico de seres humanos, animales y plantas, esto es, los genes, las secuencias de genes, el plásmido o vector contenido en la secuencia e incluso –y claramente en los casos de los vegetales- el organismo transformado por ese plásmido. Para nombrar algunos ejemplos: Monsanto tiene en la actualidad el monopolio del algodón y el trigo genéticamente modificados. Y Rice Tec ha patentado variedades y granos del arroz bastamati, cruzando el basmati indio con variedades semienanas para combinar sus rasgos, y reclamar una patente sobre el Basmati Rice Tec. Pretende así haber logrado una “novedad” –requisito indispensable para reclamar una patente-, cosa que le ha permitido apropiarse de las ancestrales innovaciones autóctonas generadas por la economía política popular de la India y desposeer a sus campesinos de una propiedad fundada en su propio trabajo y en sus pretéritas formas de conservación e intercambio de las semillas entre unos granjeros incapaces de asumir los costos de registro de sus propias variedades.(10) Uno de los retos de un republicanismo democrático verdaderamente consciente de su tradición histórica tiene que ser, hoy, denunciar de manera eficaz que estas novísimas formas de desposesión afectan a la libertad de la mayor parte de la población del planeta. Y proponer diseños institucionales a escala nacional e internacional, que, a la vez que defiendan y conserven ancestrales y ecológicamente bien adaptadas economías políticas populares, en que todavía se basa la vida –y la relativa independencia— de centenares de millones de personas, abran nuevas vías de universalización de la libertad republicana. Nuevas vías, también, de combate contra la economía política tiránica del capitalismo.

 Notas: 1 Pettit, P, Republicanismo, traducción A.Doménech, Barcelona, Paidós, 1999 2 Este punto está desarrollado en extenso en: Bertomeu, M.J., Doménech,A: “Algunas observaciones sobre método y substancia normativa en el debate republicano” en: Bertomeu, M.J., de Francisco,Andrés, Doménech, Antoni (edit): Republicanismo y Democracia, Buenos Aires, Pedro Miño, en prensa 3 Para una crítica devastadora de las diferencias berlinianas entre libertad negativa y positiva y entre derechos supuestamente negativos y derechos supuestamente positivos, cfr. S. Holmes y C. Sunstein, The Cost of Rights. Why Liberty depends on taxes, Nueva York, Londres, W.W.Norton & Company, 1999. 4 Para el tema de la propiedad en la tradición histórica republicana, desde Aristóteles hasta nuestros días, véase: Doménech, A: El eclipse de la fraternidad, Barcelona, Crítica, 2004 5 Kant, I, Metafísica de las costumbres, traducción Adela Cortina y Jesús Conill, Madrid, Tecnos, 1989. 144-145 6 Desde el punto de vista jurídico, el concepto liberal de propiedad ha sido desarrollado por el Código Napoleónico; en el artículo 544 define la propiedad como “el derecho de gozar y disponer de las cosas de la manera más absoluta” Esto significa que encierra los siguientes derechos fundamentales: el de gozar, que implica usar una cosa (jus utendi) y percibir sus frutos (jus fruendi) y el de disponer (jus abutendi) de la cosa, es decir, transferir el dominio a un tercero. Para un tratamiento extenso del tema, véase, Trazegnis, Fernando, “La transformación del derecho de propiedad”, Derecho, Pontificia Universidad Católica del Perú, Nº 33, Lima, 1978. 7 Marx, Karl: “Tendencia Histórica de la acumulación capitalista”, El Capital, Tomo I, traducción de Wenceslao Roces, México, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1946, Cap. XXIV 8 Sobre este punto: Michelman, Frank: Possession vs Distribution in the Constitucional Idea of Property. Iowa Law Review, July 1987, Vol 72, N 5, 1319-1350 9 K.Marx, El capital, libro I, T 3,.; David Harvey, El nuevo imperialismo, Madrid, Akal, 2004, pp.115 y ss. 10 Para el tema de la biopiratería véase el libro de Vandana Shiva, La cosecha robada, op.cit. y María Julia Bertomeu y Susana Sommer: “Patents on Genetic Material: a new originary accumulation” en Tong, R, Donchin, A, Dodds, S: Linking Visions, op.cit. para el tema de patentamiento de material genético: Bergel, Salvador: “Apropiación de la información genética humana” en Bergel y Minyersky (comp.) Genoma humano, op.cit, y para el patentamiento de materiales vegetales: Correa, Carlos M “Patentabilidad de materiales vegetales y el convenio de la UPOV 1991”, en Carlos Banchero (coord.) La difusión de los cultivos transgénicos en Argentina, Buenos Aires, Facultad de Agronomía, 2003 El Viejo Topo, 207, mayo 2005 Compartir
               
 Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=10     
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REPUBLICANISMO ACTUAL

 Por Kepa Bilbao
Actualidad del republicanismo (*)


                Generalmente el tema de la república, al igual que pasa con irritante frecuencia con otros muchos temas, es concebido y abordado de una forma simplista y reduccionista, limitándolo a una mera cuestión de la forma que ha de tener el Estado.
                Coincidiendo con el cambio de milenio, el republicanismo como corriente de pensamiento ha entrado a formar parte de los debates más importantes de la filosofía política y moral, centrados en las últimas tres décadas en torno a la teoría sobre la justicia de John Rawls y en las querellas entre liberales y comunitaristas. Reflexiones y discusiones que han enriquecido y revolucionado los planteamientos y los términos de los debates académicos sobre la fundamentación y la legitimación de las instituciones políticas, económicas y sociales.
                Con raíces en el pensamiento griego y romano (Homero, Sófocles, Eurípides, Tucídides, Herodoto, Plutarco, Cato, Ovidio, Juvenal, Séneca, Cicerón), tuvo su plena expresión en las repúblicas del renacimiento italiano (Florencia, Venecia...) y, en particular, en los escritos de Maquiavelo. En el siglo XVII volvería a ser formulado en Inglaterra por James Harrington, John Milton y otros republicanos. Posteriormente viajó al Nuevo Mundo en la obra de los neoharringtonianos, y estudios recientes han mostrado que desempeñó un papel muy importante en la Revolución norteamericana.
                Tras ser desplazado por el liberalismo, y después de un largo período de letargo, el republicanismo comenzó a aflorar a finales de los años sesenta del siglo XX, a partir de un grupo de historiadores fundamentalmente norteamericanos. Quentin Skinner y John Pocock, dos de sus figuras más destacadas, rastrearon los orígenes teóricos de la tradición política-institucional angloamericana en fuentes hasta entonces no consideradas, cuestionando la creencia dominante según la cual ese origen se encontraba vinculado a un pensamiento liberal e individualista.
                Esta revalorización del republicanismo no quedó encerrada en este grupo de historiadores, sino que pronto se extendió a estudiosos de otras disciplinas académicas y continentes que en los últimos años han empezado –algunos ya lo venían haciendo– a establecer conexiones republicanas, y a veces, a trabajar activamente de acuerdo con ideas republicanas. En lengua castellana, se pueden encontrar trabajos de autores como Félix Ovejero, Salvador Giner, Victoria Camps, Àntoni Doménech, Andrès de Francisco, Daniel Raventós y J. I. Lacasta, entre otros.
                Vinculado tanto con el comunitarismo como con el liberalismo, el republicanismo ha encontrado un eco, aunque minoritario, creciente entre marxianos, socialistas, comunitaristas y liberales de izquierdas, un tanto incómodos en sus respectivas tradiciones.
                Autores liberales igualitarios han visto con simpatía este renacimiento del republicanismo y han apelado a un republicanismo liberal para reforzar sus críticas frente al liberalismo conservador. De todas formas, ha sido el pensamiento filosófico comunitarista el que primero, y de forma más entusiasta, se ha adherido a dicha corriente, sobre todo a partir de preocupaciones comunes como las relacionadas con determinados valores cívicos, o ideales como el del autogobierno. Pese a tales parentescos no parece que pueda negarse al republicanismo un estatusteórico propio, si bien, como ocurre con otros tantos conceptos o corrientes de pensamiento –liberalismo, socialismo, democracia, nacionalismo…–, no está exento de cierta vaguedad y de una gran diversidad en su interior que va desde la variante conservadora y progresista hasta la radical socialista, pasando por la liberal o comunitarista. En cualquier caso, sin negar su singularidad, hoy nos encontramos con que el mejor liberalismo y comunitarismo está impregnado del mejor republicanismo, y viceversa, produciéndose una mixtura difícilmente clasificable en una u otra corriente de pensamiento.

La democracia republicana


                El republicanismo moderno se inspira, como he dicho anteriormente, en los modelos democráticos de la Grecia clásica y la Roma republicana, las repúblicas italianas (Venecia y Florencia) del Renacimiento y en los aspectos más radicalmente igualitarios y fraternos de las revoluciones francesa y norteamericana.
                Los demócratas republicanos de nuestro tiempo más conocidos a nivel internacional (Hannah Arendt, John Dewey, Charles Taylor, Jürgen Habermas, Carole Pateman...) recuperan la tradición del pensamiento político republicano de Maquiavelo, Harrington, Rousseau, Jefferson y Tocqueville.
                Frente a la perspectiva empirista y descriptiva que predomina en el modelo democrático liberal, en la tradición republicana, la teoría democrática tiene, ante todo, una orientación crítica y normativa.
                Es una condición básica de la democracia republicana la participación política de los ciudadanos no sólo a través del voto sino también de otras formas más directas. Da prioridad a los debates plurales y públicos. Se considera, así mismo, indispensable la virtud cívica de la mayoría de los ciudadanos y no sólo las virtudes sistémicas. El ciudadano no es considerado como un mero elector, o votante de los partidos atrapalotodo. Su participación continua y responsable no sólo es un derecho de todo ciudadano, sino también un deber fundamental. La libertad política o libertad positiva es la que garantiza la libertad individual y privada o la libertad negativa. En la perspectiva republicana la representación política es un sustituto necesario de la participación directa de los ciudadanos. Se considera clave la cuestión del control y vigilancia de los representantes por parte de los representados, a través no sólo de las elecciones sino por medio de otras formas de participación y expresión políticas (asambleas, referendos, consultas populares...). En Suiza, por ejemplo, bastan 50.000 firmas para impugnar cualquier nueva ley del Parlamento confederal.
                La Constitución española de 1978 determina que el referéndum consultivo es competencia exclusiva del Estado, y su convocatoria depende del Presidente del Gobierno y el Congreso de los Diputados. En consecuencia, durante casi 30 años sólo se ha convocado uno, el de triste recuerdo de la OTAN, convocado por un partido con mayoría absoluta entonces, el cual empleó todos sus recursos para condicionar el resultado. Esta misma Constitución contempla en su artículo 87.3 una iniciativa popular, si bien hace depender su ejercicio de una ley orgánica que en más de tres décadas ni se ha elaborado. Pero ese fraude a su propio mandato no queda ahí; incluso en caso de aprobarse, la Constitución determina: 1) que serán necesarias 500.000 firmas acreditadas (notarialmente), cuando en países como Suiza, con un tercio de nuestra población, hacen falta diez veces menos y no es necesario el trámite notarial; 2) que no procederá en materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional ni en lo relativo a la prerrogativa de gracia, esto es, que no procederá en gran parte de su campo natural.
                En el modelo tipo ideal democrático republicano (no así, por ejemplo, en el francés, profundamente asimilacionista), en oposición al liberal, además de reconocerse ciertos derechos individuales generales comunes al liberalismo (derecho a la vida, a la integridad de la persona, de tránsito, de religión, de expresión, de asociación, de orientación sexual, etc.), se reconocen derechos especiales a diferentes grupos de personas, comunidades étnicas o nacionales, dentro de un Estado. Para el neorrepublicano Pettit, «en el límite, el ideal de la no-dominación puede exigir en los casos pertinentes que se permita al grupo la secesión respecto del Estado, fijando un territorio separado o, cuando menos, una jurisdicción separada; esa posibilidad no puede en ningún caso desaparecer del horizonte» (Republicanismo, Paidós, 1999, p. 259).
                Por otro lado, frente a la comunidad de los comunitaristas, la cual tiene una identidad que viene dada por la historia y la tradición, la ciudad de los republicanos es una entidad política construida por la decisión compartida de los ciudadanos. Ambos expresan dos tipos de patriotismo: uno, el comunitarista-nacionalista, ligado a la visión de un pueblo en tanto que entidad étnica y cultural; y el otro, el republicano, un patriotismo vinculado al amor a la libertad común y a las instituciones de la república que lo sustentan, abierto a un abanico de lealtades nacionales múltiples.
                Lo dicho hasta aquí no quiere decir que es oro todo lo que reluce en los distintos republicanismos realmente existentes. Hoy, si hiciéramos un balance, podríamos concluir diciendo que ni la construcción del Estado sobre la primacía de los derechos individuales (liberalismo), ni la constitución de una voluntad colectiva soberana a partir de las virtudes políticas de una ciudadanía comprometida con lo público (republicanismo), ni la emancipación del trabajo como meta del socialismo, otorgaron un reconocimiento explícito a las múltiples identidades existentes en la constitución de una comunidad política. La posibilidad de conciliar en un marco político democrático la pluralidad de identidades, valores y adscripciones culturales a las que las sociedades complejas están abocadas sigue abierta. En la actualidad sigue siendo un tema y una de las fuentes de tensión y conflicto más viva y a la vez más necesitada de soluciones políticas y moralmente defendibles.
                A estas alturas de la historia es bien sabido, por probado, que todas las perspectivas doctrinales (socialismo, liberalismo, nacionalismo...) tienen su forma específica de degeneración y corrupción. El modelo republicano tampoco está exento de tales riesgos. Entre otros, un gran riesgo, por citar uno que nos toca más de cerca, es, precisamente, que la identidad cultural de cada comunidad relevante asfixie y reprima la libertad y la autonomía de las personas en la comunidad. Se trata de un riesgo, pero con igual o mayor intensidad que la represión de identidades y autonomías comunitarias o grupales en aras de una identidad nacional. La tradición liberal ha señalado este riesgo, sobre todo más propio de la variante del republicanismo más afín a cierto tipo de comunitarismo, sin reparar que también el liberalismo adolece de este problema a una escala mayor.
                Estos riesgos graves de cada una de estas tradiciones pueden ser compensados en una casi siempre difícil, aunque no imposible, síntesis equilibrada: los derechos individuales del liberalismo protegen contra la homogenización en el interior de la comunidad, mientras que los derechos especiales de la tradición republicana protegerían contra la homogenización cultural de las comunidades. De esta manera podría promoverse tanto un pluralismo intracomunitario como un pluralismo intercomunitario.

La libertad republicana

                Teniendo en cuenta que el republicanismo, pasado y presente, no es monolítico ni unívoco, sino plural y variado, no son pocos los republicanos que tratan de dar con un denominador común o núcleo compartido. De los distintos conceptos centrales de la tradición republicana como el de patriotismo, la ciudadanía, el de la virtud o los valores cívicos, es el ideal de la libertad, definido por oposición al de tiranía, el que mayor consenso ha alcanzado a la hora de buscar ese denominador común.
                Uno de los defensores más destacados del republicanismo, el profesor irlandés Philip Pettit, el cual goza de un gran predicamento entre la actual izquierda europea, en su libro Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el Gobierno (Paidós, 1999), en la búsqueda, también, de ese núcleo común, destaca la concepción antitiránica –contraria a toda dominación– de la tradición republicana, y en particular la creencia en la libertad como no dominación, como un tema unificador que vincula a pensadores de períodos muy distintos y con transfondos filosóficos muy diversos. Pettit trata de conseguir un objetivo tan ambicioso como es el de presentar de una forma global una alternativa a las teorías liberales y comunitarias que han dominado la filosofía política en los últimos años.
                A partir del célebre ensayo de Benjamin Constant, De la libertad de los antiguos comparada con la libertad de los modernos, se ha admitido que la libertad de los modernos consiste en el goce pacífico de la independencia privada y que eso implica la renuncia a la libertad de los antiguos, o sea, a la participación activa en el poder colectivo, porque conlleva una subordinación del individuo respecto de la comunidad.
                La libertad moderna de Constant es la libertad negativa, la libertad como no interferencia que popularizaría I. Berlin en su Dos conceptos de libertad (1958), y la libertad antigua del francés –la libertad de pertenecer a una comunidad democráticamente autogobernada– es la variedad más significativa de la libertad positiva de Berlin. El ideal moderno sería propiamente liberal; el antiguo, propiamente populista.
                La libertad negativa sería la capacidad de hacer lo que se desea sin interferencias de otros, especialmente de la autoridad. Es una noción más individual que social que trata sobre todo de limitar la autoridad, mientras que, por el contrario, la positiva quiere adueñarse de ella, ejercerla. La positiva es más social que individual, ya que se funda en la justa idea de que la posibilidad que tiene cada individuo de decidir su destino está supeditada en buena medida a causas sociales, ajenas a su voluntad. De nada le sirve al analfabeto la libertad de prensa, ni al que vive en la pobreza la libertad de viajar.
                Todas las ideologías y creencias finalistas, monistas, convencidas de que existe una meta última y única –una nación, una clase– comparten el concepto positivo de libertad. De éste se han derivado multitud de beneficios para la humanidad. Las nociones de solidaridad, de responsabilidad social y la idea de justicia se han enriquecido y expandido. Gracias al concepto positivo de libertad se ha conseguido también en algunas partes del planeta frenar o abolir la esclavitud, el racismo, la discriminación, etc., pero, a su vez, en su nombre, se han librado guerras y exterminado a millones de personas, impuesto sistemas despóticos y eliminado toda forma de disidencia y crítica. Otro tanto se puede decir de la libertad negativa, vinculada a los males del laissez-faire, a la sangrienta historia del individualismo económico y de la competencia capitalista sin restricciones.
                Pettit critica la taxonomía berliniana de libertad positiva y negativa, ya que considera que estas contraposiciones filosóficas e históricas están mal concebidas y crean confusión. Y, en particular, porque impiden ver con claridad la validez filosófica y la realidad histórica de una tercera manera de entender la libertad y las exigencias de ésta, que es la que se puede desprender de la tradición republicana que reivindica.
                En el marco ofrecido por Constant y Berlin, el modo habitual de interpretar la tradición republicana es verla como una tradición que valora la libertad positiva por encima de todo, y en particular la participación democrática.
                Recientemente, Q. Skinner (1983) (“La idea de libertad negativa”, en La filosofía en la historia, Paidós, 1990) ha rechazado esta tesis y ha tratado de probar que en la tradición cívica republicana, y en concreto en la obra de Maquiavelo, considerado el principal arquitecto del pensamiento republicano en el mundo incipientemente moderno, se puede encontrar una concepción de libertad que, aunque incluye los ideales de participación política y virtud cívica, es específicamente negativa y, en consecuencia, moderna. Esta misma idea negativa estaba ya en la concepción romana originaria de la libertad. Dice Maquiavelo que la avidez de libertad del pueblo no viene de un deseo de dominar, sino de no ser dominado: «Una pequeña parte de ellos desea ser libre para mandar; pero todos los demás, que son incontables, desean la libertad para vivir en seguridad. Pues en todas las repúblicas, cualquiera que sea su forma de organizarse, no pueden alcanzar las posiciones de autoridad sino a lo sumo cuarenta o cincuenta ciudadanos».
                La formulación de Berlin, según la cual la libertad debe interpretarse como ausencia de interferencia, sigue siendo para Skinner la ortodoxia en el pensamiento político anglófono, lo que le resulta paradójico si tenemos en cuenta el caso norteamericano, ya que Estados Unidos nació de la teoría rival según la cual la libertad negativa consiste en la ausencia de dependencia. Cuando en julio de 1776 el Congreso adoptó la Declaración de Thomas Jefferson, dice Skinner, decidieron llamarla Declaración de Independencia, esto es, independencia de seguir viviendo dependiendo del poder arbitrario de la Corona británica.
                Pettit, tirando de este hilo, sostiene la tesis de que la libertad negativa o la libertad como no interferencia de los republicanos no sólo es una manera distinta de entender la libertad también negativa del liberalismo, como señala Skinner, sino que se basa en el supuesto de entender la libertad como no dominación. Para ello da dos razones. La primera es que en la tradición republicana, a diferencia del punto de vista moderno, la libertad se presenta siempre en términos de oposición entre liber y servus, entre ciudadano y esclavo. Si hasta el esclavo de un amo amable –el esclavo que no padece interferencia– es no libre, entonces la libertad exige por fuerza ausencia de dominación, no sólo ausencia de interferencia.
                James Harrington, el principal discípulo de Maquiavelo en la Inglaterra del siglo XVII, resaltará el principio republicano de independencia económica, esto es, de la necesidad de que, para ser libre, una persona ha de disponer de recursos materiales: «El hombre que no puede vivir por sí mismo tiene que ser un siervo; pero quien puede vivir por sí mismo, puede ser un hombre libre». Para Harrington, la determinación última de la no libertad es tener que vivir a merced del arbitrio de otro, a la manera del esclavo; la esencia de la libertad es no tener que soportar esa dependencia y esa vulnerabilidad.
                La segunda razón que da Pettit es que en la tradición republicana no sólo puede perderse la libertad, sin que medie interferencia alguna, sino que también puede haber interferencia, sin que el pueblo pierda libertad. El sujeto de la interferencia no dominadora que tenían en mente los republicanos era el derecho y el Gobierno que se dan en una república bien ordenada.
                Aun representando el derecho propiamente constituido –el derecho que atiende sistemáticamente a los intereses y a las ideas generales del pueblo– una forma de interferencia, no por ello compromete la libertad del pueblo; es una interferencia no dominante. Los republicanos no dicen, a la manera moderna, que aunque el derecho coacciona a los individuos, reduciendo así su libertad, compensa este daño previniendo un grado mayor de interferencia.
                Los republicanos, insiste Pettit, sostienen que el derecho propiamente constituido es constitutivo de la libertad. Las leyes de una república crean la libertad de que disfrutan los ciudadanos, no mitigan esa libertad. En resumen, la libertad como no dominación es negativa porque concibe la libertad como ausencia de impedimentos para la realización de nuestros fines elegidos. Es positiva porque también afirma que esa libertad individual únicamente se puede garantizar a ciudadanos de un Estado libre, de una comunidad cuyos miembros participan activamente en el Gobierno.

Epílogo

                El republicanismo, con sus lagunas e insuficiencias, ofrece algunas ideas fértiles a explorar. Una idea robusta de libertad, distinta a la de los nuevos liberales (neoliberales), y un programa que convoca a la ciudadanía a tomar parte activa en la res pública en el marco de una democracia deliberativa, como mejor medio para preservar y maximizar nuestros derechos y libertades, tanto individuales como específicos, desde el convencimiento de que la reclusión a la vida privada o al mero ocuparse cada cual de sus negocios nos deja en manos de mediocres gobernantes y poderes sin escrúpulos que jibarizan, bloquean o vacían nuestra libertad.
                Son muchos los que con una mentalidad acomodaticia e influidos por la inercia de una ideología conservadora dominante –no hay que olvidar al republicano Marx– prefieren la libertad de los modernos (ocuparse de sus propios afanes) y no ven el peligro de desprotección –apuntado por el republicanismo– ante los malos administradores de la cosa pública, sintiéndose más o menos satisfechos con el actual estado de cosas.
                En este tiempo de propuestas que vivimos en Euskadi, las izquierdas, tanto políticas como sociales y culturales, pueden encontrar, entre otras, en la corriente republicana algunos componentes teóricos de interés tanto a la hora de repensar un nuevo programa de cambio social, un nuevo horizonte ideológico, como a la hora de elaborar una propuesta de democracia de más fuste. Una propuesta de democracia social republicana que, partiendo del profundo pluralismo (político-ideológico, lingüístico-cultural, de sentimiento nacional), trate de lograr un compromiso gradual y progresivo lo más aceptable posible para el conjunto de los sectores que se mueven bajo un paradigma más comunitarista y nacionalista (en sus distintas variantes) de los que lo hacen en otro de carácter más asociacionista, o más sincrético y mestizo, con distintas visiones de lo que es el bien común, distintas jerarquías de valores y fines, para así tratar de construir un futuro hábitat algo más cohesionado y políticamente más satisfactorio que el actual.
                Pero a la vista del estancamiento en el que nos encontramos, ante el autismo de las partes, tal vez habría que empezar por algo tan básico como la aplicación del santo y seña del republicanismo: audi alteram partem (escucha a la otra parte).

)(*) Fuente: Pensdamiento critico :
http://www.pensamientocritico.org/kepbil0507.htm


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REPUBLICANISMO , ORIGENES HISTORIOGRAFICOS 

Y RELEVANCIA POLÍTICA DE UN DEBATE 

Ana Marta González (*)

El término “republicanismo” tiene en Europa connotaciones históricas diversas que en América. Durante siglos, el republicanismo se ha reconocido por su oposición al Imperio y a la monarquía como forma de gobierno. En el actual debate sobre el republicanismo, sin embargo, son otros los temas que se hallan sobre la mesa, y el interlocutor explícito o implícito del republicanismo no es el imperio o la monarquía, sino el liberalismo. Desde su aparición, el liberalismo tiene la virtualidad de definir posiciones políticas, y de hacerlo en unos términos que afectan radicalmente a la concepción que el pensamiento republicano tiene de sí mismo. Se habla, en efecto, de un republicanismo antiguo y de un republicanismo moderno, donde lo moderno de este último republicanismo, es básicamente una aportación liberal. Elementos clave en este debate son las concepciones de la libertad y la ciudadanía. Pero, en lo que sigue, me ha interesado sobre todo explorar los orígenes y las filiaciones filosóficas de un debate que es, sin duda alguna, uno de los más vivos del pensamiento político del momento.
  
1. La controversia historiográfica 
El debate acerca del republicanismo debe su origen en gran parte a la publicación en 1973, por Pocock, de la obra titulada The Machiavellian moment, en la que terminaban de tomar una forma política neta las aportaciones historiográficas sobre el período colonial hechas a lo largo de los años anteriores por parte de varios historiadores, entre los que se han de destacar de manera especial a  Bernard Bailyn  con su obra The ideological origins of the american revolution, a  J. R. Pole, con su exhaustiva y prolija obra sobre la representación política o a Gordon S. Wood con su libro The Creation of the American Republic1. 

Aunque en gran medida se trata de una característica común al análisis histórico practicado por todos ellos, particularmente en la obra de Bailyn llama poderosamente la atención el recurso al análisis del lenguaje ordinario como medio para hacerse cargo de las ideas que más influyeron en el período prerrevolucionario americano. Para ello Bailyn acudió principalmente a documentos tradicionalmente considerados de secundaria, concretamente panfletos, en lugar de privilegiar la lectura de obras consagradas de filosofía política. Lo que resulta de ese modo de proceder es una visión bastante novedosa de la revolución americana, en la que parece no haber una ruptura significativa entre la era prerrevolucionaria y los movimientos políticos de las décadas de 1760 y 1770. Aunque el propio Bailyn matizaba bastante esta conclusión señalando que la referencia a autores clásicos en aquellos panfletos era más “ilustrativa” que constitutiva de la mentalidad revolucionaria, no cabe duda de que su libro ha constituido un fuerte apoyo para la tesis de Pocock según la cual el pensamiento político de la América prerrevolucionaria es fuertemente deudor de la tradición republicana continental.  
Como es sabido, para Pocock, los rasgos definitorios de esta tradición, que arrancaría en Aristóteles, encuentran una reflexión paradigmática en el pensamiento de Maquiavelo, quien, en medio de un mundo político amenazado, cual era la República florentina del Renacimiento, habría acertado a destacar como elementos esenciales de la conciencia republicana los conceptos de balance de poderes en el gobierno y de virtud cívica, que a su vez encontraría una expresión característica en su preocupación por la milicia ciudadana y el peligro de la corrupción por el lujo. A juicio de Pocock, este legado republicano, desvinculado de las connotaciones “apocalípticas” que lo acompañaban en el renacimiento italiano, habría influenciado el desarrollo de la Guerra Civil Inglesa, especialmente a través del pensamiento de James Harrington, cuya  Oceana representaría una síntesis peculiar de humanismo cívico florentino y conciencia social y política típicamente inglesa. Pero, a través de Harrington, este legado republicano habría animado también la conciencia política de las colonias británicas en América, donde reaparecería bajo una nueva forma el conflicto ya presente en el Maquiavelo de los Discursos, es decir, la antítesis entre virtud política republicana y la corrupción asociada a la riqueza y el comercio.  
Señalando esta conexión con la tradición republicana, Pocock refuerza la tesis de Bailyn según la cual no habría una ruptura radical entre el pensamiento político de la era colonial y el pensamiento político revolucionario: en gran medida, la revolución habría sido fruto de aquellas ideas republicanas. Con ello, se invierte en gran parte la lectura tradicional de la historia de América, que había visto en la Independencia americana el primer fruto político del pensamiento político liberal apadrinado por John Locke2; asunto distinto sería el período que media entre la Declaración Independencia y la Constitución de los Estados Unidos, pues aunque en los últimos años no han faltado autores que han buscado prolongar la influencia del republicanismo clásico más allá de la Declaración de Independencia e incluso más allá de la Constitución de los Estados Unidos, Pole y Wood todavía estaban dispuestos a reconocer que en el período que media entre la Declaración de Independencia y la Constitución ya habría comenzado a hacerse presente aquella tensión entre virtud e interés que define el conflicto entre el republicanismo clásico y el liberalismo moderno, y que encuentra su mejor reflejo en las controversias que, antes de la proclamación de la Constitución americana, rodearon al concepto de “representación política”. Pero en la medida en que el periodo previo a la Independencia estaba marcado por la vitalidad del pensamiento republicano, la Independencia americana habría sido una obra eminentemente republicana. En esta línea, lo que Gordon S. Wood planteaba en su libro no era la cuestión de si había una tradición republicana previa a la Declaración de Independencia, sino, más bien, la cuestión de cuándo se produjo el giro del republicanismo clásico al nuevo (moderno) republicanismo. 
Desde entonces esta interpretación ha sido cuestionada de distintas maneras. Según Pangle, por ejemplo, este giro en la interpretación de la historia americana no tiene su origen en puras controversias de escuela, sino más bien en la variada experiencia política del siglo XX. De acuerdo con ello, el mismo énfasis de Bailyn en documentos de importancia política secundaria, puede verse como un signo de una corriente más general que, en torno a los años sesenta, comenzaba a privilegiar la historia social y cultural sobre la historia política. Más reciente, en todo caso, e igualmente crítica con la interpretación afín a Pocock, es la monumental obra, en tres volúmenes, de Paul A. Rahe, Republics. Ancient and Modern3. En ella Rahe comienza llamando la atención sobre ciertos rasgos del republicanismo antiguo que contrastan llamativamente con el moderno: rasgos definidores del republicanismo antiguo serían, ciertamente, honor, gloria, virtud, magnanimidad por un lado, pero también infravaloración de la casa a la polis, sometimiento de las mujeres, aceptación de la esclavitud, propensión a la guerra, vulnerabilidad a las luchas civiles, necesidad de exhortar a la virtud y la solidaridad, piedad, sospecha del comercio, y esfuerzos por marginar la filosofía de la vida pública. En segundo lugar –en el segundo volumen-, Rahe destaca el surgimiento del republicanismo renacentista, en polémica con la autoridad eclesiástica, y presto a privilegiar no tanto la idea del hombre como animal político, como la idea de hombre hacedor de instrumentos, también políticos. En este contexto, Rahe subraya la tendencia de los pensadores políticos modernos a dar mayor protagonismo a las instituciones sobre la virtud, con el fin de evitar las debilidades de las antiguas repúblicas. Finalmente, en el caso concreto de la república americana, simplemente prescinde de etiquetarla como liberal o republicana, y la considera una fórmula de compromiso entre el despotismo ilustrado de un Hobbes y el republicanismo clásico defendido por Pericles o Demóstenes.  
Sin embargo, lo que aquí nos interesa no es tanto la polémica historiográfica cuanto la trascendencia política de estas lecturas y relecturas de la historia colonial americana. En efecto, tal y como ha observado Bruce Ackermann en su libro We the People (1991), en la lectura que hace Pocock, la apelación a la práctica política de las comunidades americanas –centrada en conceptos tales como virtud y constitución mixta- prevalece sobre la insistencia típicamente liberal en la libertad del individuo, con la que durante mucho tiempo se ha identificado América a sí misma. Esto explica que la discusión acerca de lo que, entre tanto, se ha venido a llamar el “New Republicanism”, se haya convertido desde entonces en un debate acerca de la propia identidad americana, con innegables repercusiones en la teoría constitucional –de la que el mencionado libro de Ackerman es un claro ejemplo- y en la misma práctica política. Y es que, a fin de cuentas, la sucesión de narrativas acerca de lo que sea verdaderamente la identidad americana no es sino una manera de disputarse el trofeo del patriotismo en un país que hace de la fidelidad a sus instituciones un motivo permanente de orgullo. Si en un contexto como éste, seguimos la observación de Tocqueville cuando afirma que la diferencia sobre puntos que afectan por igual a todo un  país -como por ejemplo, los principios generales de gobierno- es razón suficiente para hablar de partidos políticos, no tardaremos en reconocer que esto es, prácticamente al pie de la letra, lo que encontramos en los actuales partidos americanos, que se distinguen precisamente por ofrecer concepciones alternativas de lo que es –de lo que ha de ser- América, cada una de las cuales se presenta ligada a un diverso modo de referir la propia historia: un modo liberal, y un modo republicano.  
Así, la historia que los americanos habrían contado de sí mismos hasta Bailyn, Wood y Pocock habría sido una historia, en la mayor parte, liberal. De esa historia se hace eco Joyce Appleby en su libro Liberalism and Republicanism in the historial imagination (1992), donde la describe como la historia de grandes personalidades individuales. Sin embargo, como ella misma refiere, al haber descubierto la continuidad existente entre las ideas políticas de los habitantes de las colonias británicas en América y el republicanismo clásico (e. d. pre-lockeano) presente en la Inglaterra de los años 16504, Bailyn y demás habrían preparado el terreno para otra historia en la que el protagonismo pasa en mayor medida de las personalidades individuales a las comunidades, y en la que, en lugar del énfasis en la libertad individual, se pone el acento en la fragilidad de la vida civil.  

2. Hannah Arendt sobre la revolución americana 
Sin embargo, aunque como ya viera Hannah Arendt, resulte difícil discutir el carácter republicano de las colonias británicas en América, es prácticamente imposible decidir el carácter liberal o republicano de la Revolución americana, sin profundizar en la naturaleza misma de la revolución. Esto es lo que trató de hacer la propia Arendt en su libro Sobre la Revolución, publicado por vez primera en 19635. En esa obra Arendt –ella misma una pensadora republicana- llamaba la atención sobre la modernidad del fenómeno revolucionario, basándose para ello en el análisis de la palabra “revolución”, cuya aparición en contextos políticos resulta inconfundiblemente moderna. Maquiavelo, en efecto, había hablado, tal vez, de revuelta o de rebelión, pero en su caso, tales palabras no habían significado “liberación”, en el sentido que reconocemos –nosotros ya con toda naturalidad- en el término “revolución”:  
 “Liberación, en el sentido revolucionario, vino a significar que todos aquellos que, no sólo en el presente, sino a lo largo de la historia, no sólo como individuos sino como miembros de la inmensa mayoría de la humanidad, los humildes y los pobres, todos los que habían vivido siempre en la oscuridad y sometidos a un poder, cualquiera que fuese, debían rebelarse y convertirse en los soberanos supremos del país” (Arendt, 41). Era, en suma, la transformación radical de los súbditos en gobernantes.  
Ahora bien: siempre atenta a diferenciar los aspectos psicológicos y los aspectos propiamente políticos, al mismo tiempo que desgranaba el novedoso sentido político de esta palabra, Hannah Arendt advertía al lector de la perplejidad característica de la conciencia revolucionaria. Le advertía, concretamente, de que la conciencia de los hombres que protagonizaron la revolución estaba lejos de ser “revolucionaria”, pues ellos mismos no eran partidarios de novedades, sino de restaurar las libertades perdidas. En este sentido, Arendt reconocía en la conciencia de los actores una deuda espiritual con Maquiavelo, quien se había distinguido, precisamente, por su “esfuerzo constante y apasionado por revivir el espíritu de las instituciones de la antigüedad romana” (Arendt, 38). Con todo, la pensadora alemana reconocía también una distancia con aquél: y es que, al volver sus ojos a la antigüedad, los revolucionarios –a diferencia de Maquiavelo- no se proponían revivir la antigüedad sin más –y antigüedad tiene aquí el sabor de la “felicidad pública”, la libertad de los antiguos de Constant-: su aspiración era más radical, más revolucionaria: hacer extensibles a todos por igual la libertad de los antiguos. Precisamente por ello, argumenta Arendt, no se puede considerar completa la revolución hasta que la libertad ha sido instaurada, es decir, hasta que la constitución –que defiende las libertades- ha sido proclamada (Arendt, 144). Ciertamente, no hay poca diferencia entre la constitución impuesta por un gobierno a su pueblo y la constitución mediante la cual un pueblo constituye su propio gobierno. A juicio de Arendt, la constitución americana es de este último tipo, y es esto lo que hace de la revolución americana un fenómeno moderno, que se debía tanto a la acción persistente de la doctrina whig como a la influencia de Montesquieu con sus tesis del balance de poderes: el poder se contrarresta con otro poder, no con la impotencia. De este modo reaparecía en la edad moderna la doctrina antigua de la constitución mixta. 
Sin negar la influencia del pensamiento de Locke –al fin y al  cabo, y como ha recordado Zuckert, el proponente de la doctrina whig más elaborada del momento- sobre los revolucionarios americanos, Hannah Arendt se siente inclinada a considerar más probable el fenómeno inverso, a saber: que Locke mismo habría sido profundamente influido por la experiencia republicana de las colonias americanas. Con todo, hay elementos señaladamente lockeanos que no pueden dejarse al margen en cualquier historia de la revolución americana. En particular, la referencia a los derechos naturales, que con tanta virulencia iban a ser esgrimidos por Tom Paine pocos años después de la Revolución. Esa referencia a derechos naturales, no referidos a la tradición, es inconfundiblemente lockeana, y uno de los motivos –según Bobbio- definidores del liberalismo. Ahora bien, a partir de aquí lo razonable es reconocer con Huyler que en la Revolución americana tuvieron parte tanto ideales republicanos clásicos como ideales liberales modernos. Si, no obstante, tenemos en cuenta que el propio Locke no dudaba en considerarse a sí mismo republicano, lo más razonable es asimismo reconocer que, al tratar de la revolución americana, ya no estamos hablando simplemente del par liberalismo-republicanismo, sino de una tríada conformada por el liberalismo y dos tipos de republicanismo: el antiguo, y el moderno.  

3. Liberalismos y republicanismos 

Asumiendo que Harrington es, en efecto, continuador de una tradición que comienza en Aristóteles y pasa por Maquiavelo, el republicanismo de Locke es, sin duda, de una naturaleza diversa, pues a diferencia de aquellos autores, que interpretaban el gobierno republicano en términos de auto-gobierno de la comunidad, a la hora de explicar la naturaleza del gobierno republicano, Locke no podía dejar de lado –aunque fuera para contradecirlo- el planteamiento político de Hobbes, en el que la constitución del Leviathan corría a cargo de individuos aislados, lo cual exigía plantear de otro modo la cuestión de la legitimidad del gobierno. Así, para Locke será el consentimiento libre de estos individuos, previamente en estado de naturaleza, lo que dará lugar al Estado legítimo. Para ello, los individuos debían ceder su poder al gobierno, a cambio de recibir protección en su vida, propiedad y libertad. Sin embargo, tanto este lúcido comienzo de la sociedad política, como un pacto entre individuos, como esta cesión del poder a cambio de seguridades privadas, lo que estaba por completo ausente en la tradición republicana anterior, que se distinguía, en cambio, por su ideal de participación política, y la anulación de la diferencia entre gobernantes y gobernados (la isonomía a la que se refiere Arendt al comienzo de  su libro Sobre la Revolución). Con Locke, por tanto, aparece un nuevo republicanismo que cabe calificar en toda regla de liberal, al que será preciso oponer un liberalismo de distinto cuño, que, como ha observado Bobbio, a estas alturas todavía no había hecho su aparición, y que, no sin ironía, estará asociado al nombre de un crítico de Locke como David Hume.  
En todo caso, entre los rasgos definitorios de este republicanismo liberal, lockeano, se cuentan dos fundamentales, ya suficientemente destacados por muchos autores: por una parte, el recurso a la representación, en lugar de la participación directa, y por otra la ya mencionada apelación a unos derechos naturales inalienables, en lugar de la tradicional apelación republicana a la virtud cívica. Más en general, Rahe apunta como rasgos que distinguen el republicanismo de Locke del republicanismo clásico la doctrina lockeana sobre la resistencia y revolución, por cuanto dicha doctrina presupone, en Locke, algo que los antiguos juzgaban imposible: que seres humanos ordinarios podían ser ilustrados (Rahe, vol. II, 283). Que estos aspectos pudieron convivir confundidos en la joven república americana, lo sugiere el hecho de que todavía en el año 1835, Alexis de Tocqueville se pronunciara a propósito de los derechos en los Estados Unidos en los siguientes términos:  
“Después de la noción general de la virtud, no sé de ninguna tan bella como la de los derechos; mejor dicho, estas dos nociones se confunden. La noción de los derechos no es más que la noción de la virtud introducida e el mundo político. A través de la noción de los derechos han definido los hombres lo que eran el libertinaje y tiranía. Iluminados por ella, todos pudieron mostrarse independientes sin arrogancia, y sometidos sin bajeza. El hombre que obedece a la violencia se doblega y se rebaja: pero cuando se somete al derecho de mando que reconoce en su semejante, se eleva en cierto modo por encima del mismo que le manda. No hay grandes hombres sin virtud, ni grandes pueblos sin respeto a los derechos; sin respeto a los derechos no ha sociedad, pues ¿es ésta, acaso, una reunión de seres racionales e inteligentes únicamente unidos por la fuerza?”6. 
Seguramente, en ese texto Tocqueville es más liberal que republicano. ¿Cabe acaso reducir la virtud republicana al ejercicio de los derechos, que –como ha señalado Isaiah Berlin- modernamente tienden a interpretarse en términos principalmente negativos? Aristóteles estaría lejos de afirmar tal  cosa. Sin embargo, el propio Tocqueville, plenamente moderno en este punto, parece entender la virtud en términos de independencia y obediencia. Que hable de virtud, sin embargo, es también significativo. Corrobora en parte la tesis de Joyce Appleby, quien –no podría ser de otro modo- reconoce en América la presencia de las dos tradiciones de pensamiento republicano. Sin embargo, señalar  ña diferencia entre ambas y, sobre todo, señalarla en términos políticos, no siempre es fácil. Pues lo que marca la diferencia entre ambos planteamientos, a fin de cuentas, no es tanto una tesis política como antropológica, y aun metafísica que, presente en el planteamiento de Locke, no encuentra en él sin embargo su último origen. Me refiero, por supuesto, al ya mencionado individualismo, presupuesto en la teoría de Hobbes, y que en él, precisamente, se descubre claramente como una tesis nominalista.  
Como es sabido, de acuerdo con el planteamiento nominalista, sólo los individuos son reales, y nuestros conceptos no serían más que generalizaciones de propiedades que descubrimos en los individuos: nunca expresión de propiedades o naturalezas universales realmente presentes en  aquellos individuos. Ahora bien, sobre esta base es lógico pensar que la sociedad se presente como un artificio, nunca como algo natural, ya que lo natural no es, ahora, más que otra palabra para “lo espontáneo” u “original”: en ningún caso expresión de un principio teleológico, tal y como ocurría en Aristóteles, pues, dentro del planteamiento gnoseológico nominalista, el concepto de telos o fin no es sino una palabra vacía, sin clara referencia en la realidad. 
Una metafísica nominalista, por tanto, explica en gran medida el tránsito de una filosofía política como la aristotélica, en la que la sociedad se consideraba algo natural (en sentido principalmente teleológico), a una teoría política como la de Locke, en la que la sociedad es, fundamentalmente, y en línea con Hobbes, un artificio: es decir, una construcción ideada por individuos autónomos, para defender unos derechos naturales preexistentes al pacto. Como ha sido repetidamente señalado, la noción de derechos naturales –como distinta  la de derecho natural- es una marca típica del pensamiento político de Locke. 
En la medida en que este planteamiento de la sociedad contrasta llamativamente con la experiencia de la espontánea sociabilidad humana, no es extraño que el planteamiento contractualista de Locke fuera criticado por Hume, que en su época representaba más bien una postura políticamente conservadora, en la que aspectos tales como el sentido natural de comunidad, las costumbres y las tradiciones heredadas, se consideraban de mayor importancia para la constitución del Estado que la referencia a un hipotético pacto de individuos libres.  
Sin embargo, la postura política de Hume, aun haciéndose eco de la fuerza normativa de la costumbre y subrayando el valor de las tradiciones comunitarias frente a la insistencia liberal en el individuo, no puede en ningún caso equipararse a la de Aristóteles. El de Hume no era, ciertamente, un planteamiento político contractualista, pero tampoco era aristotélico, pues rechazaba expresamente cualquier referencia a la teleología, ciñéndose en sus análisis a lo que podía ser contrastado empíricamente. Lejos del contractualismo de Locke, su visión de la justicia no remitía a la existencia de unos derechos naturales previos al pacto, pero tampoco a un derecho natural en términos aristotélicos. Aunque a través de su maestro Hutcheson había recibido indudables influencias aristotélicas y en general clásicas, el planteamiento político de Hume, tal y como ha mostrado Knud Haakonsen en sendas monografías dedicadas al tema, estaba particularmente influido por las versiones protestantes de la ley natural, que, a través de varias traducciones de la obra de Pufendorf, se habían extendido por Escocia7.  
Con todo, un rasgo peculiar del planteamiento ético de Hume era su insistencia en el carácter artificial de la virtud de la justicia: justo era obedecer la ley natural, pero, para Hume, la misma ley natural era –curiosamente- una convención basada en consideraciones de utilidad social. Así que, en último término, Hume explicaba la justicia en términos de conveniencia o utilidad social. Es decir: en términos de interés. A diferencia de lo que ocurría con casi todas las demás virtudes, a las que otorgaba una base natural, la base de la virtud de la justicia era convencional, y, en último término la utilidad. Hume, en otras palabras, tendía a interpretar la esfera de lo público en clave de intereses. Con ello no sólo recogía una idea presente en  Hobbes, sino que adelantaba futuras posiciones utilitaristas.  
Sin embargo, más allá de precedentes o deudas históricas, lo que Hume hacía era introducir una fractura en el pensamiento sobre la sociedad civil que en torno a la Unification Act de 1707, había florecido en Escocia con ocasión de la pérdida de su Parlamento, pérdida que había hecho de esa tierra “un país sin Estado”, a country without a State. En aquel momento histórico –un verdadero momento maquiavélico, en el sentido de Pocock-, los pensadores escoceses tenían un importante reto ante sí; un reto, que, en buena parte, reproducía en una nueva forma, el eterno problema republicano: conciliar las exigencias de la nueva sociedad comercial con la virtud cívica. A ese reto trataron de responder muchos de ellos interpretando la vida social como un ámbito de solidaridad, en la que la virtud cívica tenía la palabra (por mucho que el modo de entender la virtud no fuera precisamente clásico), si bien en el contexto de una consideración histórica que presentaba el advenimiento de la sociedad comercial como algo poco menos que inevitable: es el caso de Adam Ferguson en su Ensayo sobre la historia de la sociedad civil. Que estas ideas tuvieron su eco en los protagonistas de la Revolución americana, es algo que Garry Wills trató de poner de relieve en su controvertido libro Inventing America, en el que mostraba la influencia de distintos pensadores escoceses en el pensamiento de Jefferson. Lo controvertido del libro residía, precisamente, en que, destacando la importancia de los escoceses, la figura de Locke pasaba a un lugar secundario. Esto era controvertido no sólo porque –como la tesis de Pocock- retaba la interpretación corriente de la historia americana, sino porque, además, hay constancia de que, durante la época revolucionaria, los escoceses tenían entonces, entre los americanos, fama de leales a la corona de Inglaterra.  
Partidario de la unión con Inglaterra, era, desde luego, el propio Hume, que, buen ilustrado, veía en la unificación de Escocia una oportunidad para el progreso – improvement-. Sin embargo, Hume representaba sólo una de las posiciones existentes en Escocia. A pesar de ser él mismo un humanista, mejor conocido en vida por su Historia de Inglaterra que por su filosofía moral, no es un ejemplo del humanismo cívico de Pocock, sino todo lo contrario. Como he señalado más arriba, a él se debió, precisamente, la introducción de una importante fractura en el pensamiento escocés sobre la sociedad civil, pues para Hume no era la solidaridad o la benevolencia, sino la justicia, entendida como obediencia estricta a la ley, la virtud que debía dominar en el ámbito público. Misión de la ley era poner coto al interés que guiaba a los individuos en el espacio público, pues en este campo la apelación a la sola benevolencia –que Hume restringía a la vida privada- resultaba insuficiente. Hume tenía clara conciencia del avance de la sociedad comercial, y asumía que el motor específico de ésta era el interés8.  
Ahora bien, si el espacio público era invadido por la economía, con su racionalidad instrumental e interesada, la ruptura con la tradición del republicanismo clásico y su apelación a la virtud cívica estaba servida. En estas condiciones, en efecto, podía tal vez apelarse –como lo había sugerido anteriormente Mandeville, o como lo haría Smith poco después, en un movimiento típicamente ilustrado- a una mano invisible, encargada de armonizar los intereses y preservar la armonía social, pero lo verdaderamente clave era poner límites, mediante leyes inflexibles, al interés privado. En otras palabras: la ley, más que la virtud o los derechos naturales, sería una clave para esta nueva sociedad moderna. Bajo esta clave se podría seguir hablando de virtudes y de derechos naturales, pero aceptando su lugar secundario en el esquema general. Si algo quedaba del liberalismo de Locke, no era otra cosa que el individualismo, es decir: no quedaba tanto Locke como Hobbes. Frente al republicanismo, clásico o liberal, en el que el protagonismo corría a cargo de los individuos-ciudadanos, se alzaba, nuevamente, el Leviatán.  
Desde este punto de vista, Hume puede ser visto, tal y como apunta Seligman en su libro The idea of civil society (1992), como el precursor del pensamiento liberal tardío, que encontrará un aliado en el utilitarismo de Bentham. Pero es éste un liberalismo que no se ha de confundir con el liberalismo contractualista de Locke, con el que entrará en pugna reiteradamente. Ciertamente, en común con el de Locke, este liberalismo tardío tiene al menos una cosa: el recurso a la representación política; pero, a diferencia de aquél, no interpreta la justicia en función de derechos naturales inalienables, sino simple y llanamente en función de la ley, una ley, cuya única razón de bondad es el servir a la preservación del interés de todos los individuos. 
4. El criterio de Arendt: la “felicidad pública” 
Este segundo liberalismo, fuertemente individualista y crecientemente afín al utilitarismo,  no se introdujo de modo inmediato en América. Lejos de esto, la postura inglesa –que era la postura del interés comercial- era calificada en las colonias de corrupta, empleando un lenguaje netamente republicano que, ciertamente, es significativo de la mentalidad que animó la revolución. Desde luego, tal y como ha observado Hannah Arendt, los hombres de la revolución no se dejaron guiar simplemente por el interés para llevarla a cabo. De hecho, uno de los aspectos más notables en sus manifestaciones públicas –uno sobre el que Arendt llama la atención insistentemente- es la apelación de Jefferson a la “felicidad pública”, que contrasta con la apelación de los revolucionarios franceses a la “libertad pública”. A propósito de esta sutil diferencia, escribe Arendt: 
“Lo que importa es que los americanos sabían que la libertad pública consiste en una participación en los asuntos públicos y que cualquier actividad impuesta por estos asuntos  constituía en modo alguno una carga, sino que confería a quienes la desempeñaban en público un sentimiento de felicidad inaccesible por cualquier otro medio. Sabían muy bien –y John Adams fue lo bastante osado ara formular este conocimiento repetidas veces- que el pueblo iba a las asambleas municipales –como lo harían más tarde sus representantes a las famosas Convenciones- no sólo por cumplir con un deber ni, menos aún, para servir a sus propios intereses, sino, sobre todo, debido a que gustaban de las discusiones, la deliberaciones y las resoluciones. Lo que les sedujo fue ‘el mundo y el interés público de la libertad’ (Harrington) y lo que les movió fue ‘la pasión por la distinción’ que, según Adams, era la ‘más esencial y notable’ de todas las facultades humanas” (Arendt, 119).  
Esta “felicidad pública” no era otra cosa que “el derecho que tiene el ciudadano a acceder a la esfera pública, a participar del poder público –a ser ‘partícipe en el gobierno de los asuntos’, según la notable frase de Jefferson-, como un derecho distinto de los que normalmente se reconocían a los súbditos a ser protegidos por el gobierno en la búsqueda de la felicidad privada” (Arendt, 127).  
Era la imposibilidad de la  felicidad pública, pero no el impedimento de la felicidad privada, lo que desde siempre había caracterizado a los regímenes tiránicos. “La tiranía, según terminaron por entenderla las revoluciones, era una forma de gobierno en la que el gobernante, incluso aunque gobernase de acuerdo a las leyes del reino, había monopolizado para sí mismo el derecho a la acción, había relegado a los ciudadanos de la esfera pública a la intimidad de sus hogares, y había exigido que se ocupasen de sus asuntos privados. En otras palabras, la tiranía despojaba de la felicidad pública, aunque no necesariamente del bienestar privado, en tanto que una república garantizaba a todo ciudadano el derecho a convertirse en ‘partícipe en el gobierno de los asuntos’, el derecho a mostrarse públicamente en la acción” (Arendt, 130).  
Ciertamente, como la propia Arendt ha advertido, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, no está exenta de una cierta ambigüedad respecto al sentido en que ha de interpretarse la felicidad. En esa ocasión Jefferson no habló de “felicidad pública”, sino simplemente de felicidad, empañando la notable distinción entre “derechos privados y felicidad pública”, en la que se anuncia la frontera entre liberalismo sin más y republicanismo –sea éste antiguo o moderno. 
En efecto: haciendo uso de la conocida caracterización de Isaiah Berlin, recientemente recordada por Pettit, el rasgo que mejor define al liberalismo es su insistencia en la libertad individual, entendida como no-interferencia. Por el contrario, el republicanismo contiene siempre una referencia a la oportunidad de acción, incluso aunque no defina positivamente su contenido. Acaso nadie mejor que Hannah Arendt, ha explicado el sentido republicano de libertad, cómo no, haciendo referencia a la vida de la polis, esto es, la vida propiamente política: 
“Lo que distinguía la convivencia humana en la polis de otras formas de convivencia humana que los griegos conocían muy bien era la libertad. Pero esto no significa que lo político o la política se entendiera como un medio para posibilitar la libertad humana, una vida libre. Ser libre y vivir en una polis eran en cierto sentido uno y lo mismo. Pero sólo en cierto sentido; pues para poder vivir en una polis, el hombre ya debía ser libre en otro aspecto: como esclavo, no podía estar sometido a la coacción de ningún otro ni, como laborante, a la necesidad de ganar el pan diario. Para ser libre, el hombre debía ser liberado o liberarse él mismo y este estar libre de las obligaciones necesarias para vivir era el sentido propio del griego schole o del romano otium, el ocio, como decimos hoy. Esta liberación, a diferencia de la libertad, era un fin que podía y debía conseguirse a través de determinados medios (…). Esta liberación se conseguía por medio de la coacción y la violencia, y se basaba en la dominación absoluta que cada amo ejercía en su casa. Pero esta dominación no era ella misma política, aun cuando representaba una condición indispensable para todo lo político (…). En la polis, el sentido de lo político, pero no su fin, era que los hombres trataran entre ellos en libertad, más allá de la violencia, la coacción y el dominio, iguales con iguales, que mandaran y obedecieran sólo en momentos necesarios –en la guerra-, y, si no, que regularan todos sus asuntos hablando y persuadiéndose entre sí. Lo político en este sentido griego se centra, por lo tanto, en la libertad, comprendida negativamente como no ser dominado y no dominar, y positivamente como un espacio que sólo se puede establecer por muchos, en que cada cual se mueva entre iguales. Sin tales otros , que son mis iguales, no hay libertad”9. 
En el texto anterior se mencionan dos sentidos de libertad: uno negativo y uno positivo. De ellos, el liberalismo retendría principalmente el negativo. Así, mientras que el clásico republicano reconoce como libre al que, liberado de atender a las necesidades de la vida, puede dirigir su atención hacia la vida buena, el moderno liberal pone su ideal de libertad en la independencia de que goza el burgués que se ocupa en sus asuntos, liberado, en este caso, del cuidado del bien común.  El liberal más consecuente sería, en este sentido, H. D. Thoreau, quien no sin profundidad, un cuatro de julio, mientras sus compatriotas celebraban en la calle el día de la Independencia, optaba por permanecer en su casa, celebrando de este modo su propia independencia. No por casualidad autor de un tratado titulado, Civil Disobedience, Thoreau representa las consecuencias más radicales del pensamiento liberal. En él queda claro que si el liberalismo es una forma de gobierno, lo es muy a su pesar. El gobierno es siempre un mal necesario para asegurar el máximo de independencia a los individuos. En estos términos parecidos se había pronunciado Thomas Paine en su popular escrito Common Sense: “La sociedad es una bendición en todo estado, pero el gobierno, en el mejor estado, es un mal necesario; en el peor estado es un mal intolerable”10. 
No hace falta insistir en que muy otra era la perspectiva republicana: para el republicanismo –clásico o moderno-, que a estos efectos arranca no ya en Cicerón sino en Aristóteles (quien, sin embargo, frente a Platón pasaría más bien por liberal que por republicano), la participación de los ciudadanos en el gobierno no era un mal necesario, sino el modo preciso que los ciudadanos tenían de participan en la dirección de sus vidas. Pues de eso trata finalmente la política: del gobierno de las personas, y no (como significativamente escribiría Saint-Simon), de la administración de las cosas.  

5. ¿Un destino liberal? 
Ahora bien: si consideramos que la política moderna se ha transformado notablemente en una actividad de este último tipo –administración de las cosas-, posiblemente el contraste entre la libertad antigua y la moderna se mitigue un poco: después de todo, la “cosa pública” de la que el burgués moderno quiere liberarse ya tiene poco que ver con la cosa pública de la que el griego o el romano se ocupaban gustosos. Es conocido el texto de Constant: 
“Nosotros no podemos gozar de la libertad de los antiguos, la cual se componía de la participación activa y constante del poder colectivo. Nuestra libertad debe componerse del goce pacífico y de la independencia privada. La parte que en la antigüedad tomaba cada uno en la soberanía nacional no era, como entre nosotros, una suposición abstracta: la voluntad de cada uno tenía una influencia real; y el ejercicio de esta misma voluntad era un placer vivo y repetido: por consecuencia, los antiguos estaban dispuestos a hacer  muchos sacrificios por la conservación de sus derechos políticos, y de la parte que tenían en la administración del Estado; pues, conociendo cada uno con orgullo cuánto valía su sufragio, encontraba en este mismo conocimiento de su importancia personal un amplísimo resarcimiento. Pero este resarcimiento no existe hoy para nosotros: perdido en la multitud el individuo, casi no advierte la influencia que ejerce; jamás se conoce el influjo que tiene su voluntad sobre el todo, y nada hay que acredite a sus propios ojos su cooperación. El ejercicio de los derechos políticos no nos ofrece, pues, sino una parte de los goces que los antiguos encontraban: y al mismo tiempo los progresos de la civilización, la tendencia comercial de la época, la comunicación de los pueblos entre sí han multiplicado y variado al infinito los medios de la felicidad particular. De aquí se sigue que nosotros debemos ser más adictos que los antiguos a nuestra independencia individual; porque las naciones, cuando sacrificaban ésta a los derechos políticos, daban menos por obtener más, mientras que nosotros, haciendo el mismo sacrificio, nos desprenderíamos de más por lograr menos”11.  
El texto de Constant transmite la impresión de un cierto determinismo histórico, común a los autores de ese período, común también a Tocqueville. Como si de un río imparable se tratara, la historia se impone definiendo el escenario de la libertad humana. El mundo antiguo ha terminado, y los hombres se ven enfrentados a un nuevo estado de cosas. La transformación del espacio público –básicamente su transformación en un gran mercado- lleva consigo su irrelevancia como escenario privilegiado de la libertad. Nada, excepto su tamaño, distingue el espacio público del espacio familiar aristotélico. En consecuencia, el moderno se ha acostumbrado a buscar la libertad en otra parte: no en lo público, sino en lo privado. En este sentido, tal y como ha destacado Inciarte12, liberalismo sería, ante todo, liberación de lo político, lo que en principio parece favorecer tanto el desarrollo de la economía como de la cultura, pero que en determinadas continuaciones ha supuesto la rendición de la cultura frente al dinero. Ciertamente, que esto sea suficiente en términos humanos es algo más que dudoso: de ahí precisamente las reticencias humanistas frente al liberalismo. Pues si por una parte parece claro que las condiciones específicas de la vida moderna –no sólo el tamaño de los Estados, sino principalmente el pluralismo de valores imperante- arrojan serias dudas sobre la posibilidad práctica de realizar el ideal 76-77. 12 delrepublicanismo clásico, tampoco está claro que un liberalismo técnico y procedimental pueda ofrecer una respuesta satisfactoria a los problemas de convivencia que afectan a las sociedades democráticas occidentales. Encomendar la diferencia o la diversidad al ámbito de la vida privada no es una situación duradera: pues de modo natural las convicciones que abrigamos en el ámbito privado tienden a abrirse paso en el espacio público. Desde esta perspectiva, aunque haya razones para confiar en unas instituciones políticas que –en el caso de los Estados Unidos, al menos- han demostrado su eficacia a lo largo de dos siglos, no está tan claro que tales instituciones, por sí solas, puedan soportar tanta diversidad de individuos y culturas como se pretende actualmente.    
De ello supo darse cuenta Tocqueville. Como es sabido, en su estudio de la democracia americana Tocqueville no ahorra elogios para con las instituciones de aquel país. Con todo, llegado un momento no deja de observar con toda sensatez que “en la constitución de cualquier pueblo, sea cual sea su naturaleza, hay un punto en que el legislador está obligado a recurrir al buen sentido y a la virtud de sus ciudadanos. Este punto queda más cercano y visible en las repúblicas, y más alejado y oculto en las monarquías; pero siempre se encuentra en alguna parte. No hay país donde la ley pueda preverlo todo y donde las instituciones se basten para sustituir a la razón y a las costumbres” (Tocqueville, 113).  
En contra del título de un conocido libro de Michael Kammen, la constitución –aún la Constitución de los USA- no es una máquina que funcione por sí misma: se necesita de una práctica vital. En un sentido parecido –no obstante, sin referencia alguna a la virtud- se pronunciaba Hannah Arendt. A su juicio, lo que a lo largo de su corta historia ha mantenido unidos a los ciudadanos de los Estados Unidos, ha sido un tipo particular de experiencia: la experiencia de que la acción, “aunque puede ser iniciada en el aislamiento y decidida por individuos concretos por diferentes motivos, sólo puede ser realizada por algún tipo de esfuerzo colectivo en el que los motivos de los individuos aislados... no cuentan, de tal forma que el principio del Estado nacional (un pasado y un origen comunes) no tiene aquí importancia. El esfuerzo colectivo nivela eficazmente todas las diferencias de origen y calidad” (Arendt, 179). 
La participación política era, también para Tocqueville, el elemento de la democracia americana que podía prevenir mejor las tendencias socialmente disgregadoras anejas al liberalismo. En una línea parecida, el mérito principal de la lectura inaugurada por Pocock consiste en rescatar el sentido humanista de la política, sepultado durante años bajo el lenguaje presuntamente técnico y científico (y por eso mismo profundamente ideológico) de un cierto tipo de liberalismo. Desde un punto de vista político, en efecto, el mérito principal de Pocock no estribaría tanto en haber revolucionado la historiografía americana como en haber contribuido poderosamente a enriquecer el vocabulario político contemporáneo, introduciendo un suplemento de humanismo en un discurso político excesivamente técnico y, por eso mismo, peligrosamente elitista. En efecto: haciendo esto, el propio Pocock ha puesto ante nuestros ojos que un sistema político liberal no es necesariamente incompatible con un vocabulario humanista o, dicho de otra forma: que el liberalismo no tiene por qué agotarse en discursos tecnocráticos.  
  
En efecto: si en la actualidad el discurso liberal es, en su mayor parte, un discurso político formal y tecnocrático, esto ha de verse como una fractura del difícil equilibrio entre ética y técnica que los sistemas políticos liberales están llamados a lograr si quieren esquivar el riesgo de convertirse en aristocracias electivas encubiertas. Advertir la posibilidad de un deslizamiento semejante motivó la temprana crítica de Rousseau al liberalismo, y ha inspirado desde entonces la crítica procedente del marxismo. Sin embargo, la experiencia histórica y la reflexión política nos han dado suficientes indicios de que la tendencia hacia la tecnocracia implícita en el liberalismo no se conjura tampoco invocando categorías colectivistas, pues al fin y al cabo, tanto el pensamiento colectivista como el liberal beben de la misma fuente metafísica, que no es otra que el nominalismo. En particular, las raíces nominalistas del liberalismo se reconocen en su tendencia a una consideración puramente externa de la acción humana, en la que va implícita su asimilación a la producción técnica y de la que deriva a su vez una consideración mecanicista de la convivencia. Ahora bien, la asimilación de la política a un cierto tipo de producción técnica conduce a olvidar que es la misma actividad política y no la mera consecución de ciertos resultados, no importa por qué medios, lo que constituye a la política en una actividad específicamente humana, por la que el hombre mismo se perfecciona y ennoblece. 
En este contexto, y más allá de las controversias historiográficas que ha generado, el discurso de Pocock nos trae a la memoria ideas y perspectivas olvidadas, que ofrecen al pensamiento liberal un interlocutor político mucho más interesante que el viejo comunismo. La discusión en torno al republicanismo, en efecto, presenta la ventaja de situar en unas coordenadas más directamente políticas buena parte de las críticas que, en unos términos más sociológicos y antropológicos, el pensamiento comunitarista ha venido dirigiendo al pensamiento liberal a lo largo de los últimos años. En ello podemos ver un indicio más de lo que Pierre Manent ha designado como “el retorno de la Filosofía política”.  
Todo lo anterior explica que el debate entre liberales y republicanos –más o menos liberales, más o menos republicanos- tenga un interés algo más que coyuntural, y, sobre todo, que no sea simplemente un debate americano (en cuyo caso poco interés tendría para nosotros). En la actualidad se puede decir que ya hemos experimentado suficientemente que el puro liberalismo –es decir, un liberalismo no atemperado por la vitalidad moral de la sociedad civil- comporta un grave riesgo de la fragmentación social. Ciertamente, si el riesgo de la fragmentación social es el precio que hemos de pagar por la libertad, tal vez sea un precio bien pagado. Lo que es causa de preocupación, sin embargo, es que en nuestro mundo la fragmentación social no es ya únicamente un riesgo sino, la mayor parte de las veces, una dolorosa realidad, como ha puesto de manifiesto el conocido libro de Robert Bellah titulado Habits of the Herat (1986). 
Llegados a este punto, sin embargo, la teoría política guarda un discreto silencio. Pues lo que al fin hemos de reconocer es que ningún sistema político puede garantizar el buen uso de la libertad. Aquí, la fragilidad de los sistemas políticos no es sino un recordatorio de la necesidad de la ética. Las máquinas no funcionan solas. Sobre todo no funcionan bien solas.   


  1 Baylin, B., The ideological origins of the American Revolution, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1973 (1ª ed. 1962); Pole, J. R., Political Representation in England and the Origins of the American Republic, MacMillan, London-Melbourne-Toronto-New York, 1966; Wood, G. S., The Creation of the American Republic, The University of North Carolina Press, 1969. A estos se les podría añadir Quentin Skinner. Cf. The foundations of modern political thought, vol I: The Renaissance; vol. II: The age of Reformation, Cambridge University Press, Cambridge, 1978. Cf. Liberty before liberalism, Cambridge University Press, Cambridge, 1998.     2 Esta lectura persiste todavía en la obra de Thomas  Pangle, The Spirit of Modern Republicanism. The moral vision of the American Founders and the Philosophy of Locke, The University of Chicago Press, 1987. Cf. también Zuckert, M. P., Natural Rights and the New Republicanism, Princeton University Press, Princeton, 1994; Y Huyler, J., Locke in America. The Moral Philosophy of the Founding Era, University Press of Kansas, 1995.  3 Rahe, P. A., Republics: Ancient and Modern, The University of North Carolina Press, 1994.  4 Cf. Peltonen, M., Classical Humanism and Republicanism in English political thought, 1570-1640, Cambridge University Press, 1995. 5 Arendt, H., Sobre la revolución, Alianza, Madrid, 1988.  6 Tocqueville, A., La democracia en América, Alianza, Madrid, 1998, p. 224. 7 Haakonsen, K., Grotius, Pufendorf, and Modern Natural Law, Ashgate, Dartmouth, 1999. Haakonsen, K., Natural Law and Moral Philosophy. From Grotius to the Scottish Enlightenment, Cambridge University Press, 1996. 8.-Cf. Hunt, Istuan & Ignatieff, (eds.), Wealth and Virtue: the shaping of political economy in the Scottish Enlightenment, 1983.   9 Arendt, H., ¿Qué es la política?, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 69-70. 10 Paine, T., “Common Sense”, en Foot & Kramnick (eds.), The Thomas Paine Reader, Penguin, 1987, p. 66.    11 Constant, B., De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, Tecnos, Madrid, 1988, pp.12 Cf. Inciarte, F., Liberalismo y republicanismo. Ensayos de filosofía política, Eunsa, Pamplona, 2001.

Fuente: [Publicado en Revista de Occidente, nº 247, Diciembre 2001, pp. 121-

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¿ QUÉ ES EL RFEPUBLICANISMO?

Retrato conceptual y actualidad  del republicanismo           
                                    Por JavierGallardo(*)
Introducción
¿Qué puede aportar el republicanismo a la teoría y la práctica de la democracia? O mejor dicho, ¿qué tan democráticas son las nuevas lecturas académicas del pensamiento republicano? El objeto de este artículo es dar una respuesta sumaria a estas preguntas, poniendo especial énfasis en la actualidad de las ideas republicanas en el contexto de las democracias pluralistas contemporáneas. Dicho objetivo implica, por un lado, distinguir lo que diferencia al republicanismo de otras familias de ideas políticas, y por otro, realizar algún aterrizaje político de las ideas republicanas en el mundo actual. Lo primero supone evitar algunos cortes o solapamientos conceptuales que dificulten una clara comprensión del republicanismo, y lo segundo exige un pacífico rescate de lo aún vigente o fecundo en el viejo ideario de las repúblicas. En consecuencia, para dar cuenta de ambos aspectos, en la primera sección de este artículo presentamos una breve caracterización del pensamiento republicano, y en el segundo tramo abordamos, en términos expeditivos, la cuestión de su eventual influencia en una agenda de profundización o de renovación de las democracias contemporáneas. Cabe precisar, in limine, que nuestra discusión conceptual del republicanismo y la consideración de su eventual vigencia en los contextos democráticos contemporáneos, no supone ingresar en el plano de la validez de sus fundamentos filosóficos o de sus prescripciones normativas. No es nuestra intención motivar una aceptabilidad racional de las bondades del republicanismo, a la luz de un contraste sistemático con otras perspectivas rivales. Antes bien, nuestro propósito es trazar un inventario descriptivo de algunos rasgos centrales del republicanismo, con vistas a extraer, de su especial compromiso con la vida política y ciudadana, algunos lineamientos actuales del pensamiento republicano, internos, por así decirlo, a sus premisas conceptuales y a sus orientaciones prácticas fundamentales. Ciertamente, el republicanismo contiene un sustrato normativo, intrínseco a cualquier caracterización conceptual del mismo, del cual se desprenden un conjunto de prescripciones políticas, algunas de ellas constitutivas de una genuina política republicana y otras de carácter más contingente o circunstancial. De hecho, en base a nuestra breve descripción del ideario republicano, a lo largo del texto nos permitimos formular algunas conjeturas sobre su adaptación al contexto pluralista de los sistemas políticos modernos y sobre sus posibles evoluciones futuras. No obstante, dejamos de lado la justificación de su deseabilidad o de su eventual superioridad frente a otras teorías políticas contemporáneas, cuestión que nos llevaría a transitar por un terreno de contrastes y juicios normativos que escapan al propósito de este trabajo.

1. Breve bosquejo de la tradición republicana

Dada la variedad de notas distintivas que se han venido incorporando al viejo ideario republicano, en función, no pocas veces, de preocupaciones políticas inmediatas o de variados apremios ideológicos, algunas de sus reconstrucciones conceptuales y narrativas parecen situarse en el mundo enigmático de las ficciones teóricas. Algo que no debería sorprendernos, ya que el pasaje por el republicanismo se ha constituido, en los últimos tiempos, en una suerte de imperativo teórico para pensadores e investigadores de las más diversas geografías políticas y académicas, algunos de ellos disconformes con las actuales realidades democráticas, otros desencantados con las corrientes centrales del pensamiento político contemporáneo y otros preocupados, en fin, ante el hegemonismo liberal en los principales centros de reflexión política.1 En todo caso, cualquier caracterización del republicanismo debe partir del hecho de su pluralidad constitutiva, pues, al igual que el liberalismo, no constituye una doctrina política unificada, sino, más bien, una familia de principios e ideas generales, de la que han ido surgiendo, en distintas épocas y circunstancias, diversas recreaciones históricas y variadas trayectorias institucionales. Basta dar una rápida ojeada a la tradición de las repúblicas para comprobar las diferencias existentes entre el republicanismo antiguo, clásico y moderno (Audier, 2004), entre una idea de república identificada con la armonía y la concordia cívica, a la manera de Cicerón o Harrington,  y otra centrada en la fecundidad política de
un conflicto sometido a la ley común, al modo de Maquiavelo. Incluso, si nos situamos en el horizonte político de la modernidad, saltan a la vista las diferencias entre los modelos del republicanismo norteamericano y el francés (Arendt, 1965). Y tomados en conjunto, los relatos tradicionales del republicanismo invocan desde sensibilidades conservadoras o aristocráticas, hasta liberales y democráticas, pasando por un ancestral clivaje, transversal al conjunto del pensamiento político, entre un republicanismo educacional o perfeccionista y otro más político o institucionalista, por no mencionar otras diferencias no menos relevantes, como las existentes entre un constitucionalismo republicano “monista”, sujeto al principio de soberanía popular, y otro pluralista o de división del poder. Con todo, dejando de lado la variedad de perfiles conceptuales e históricos de la añeja tradición republicana, de ella es posible extraer un núcleo de ideas y lenguajes comunes, originariamente dirigido contra los regímenes monárquicos y a la vez consustanciado con una politeia robusta, con una libertas dependiente del imperio de la ley, con la virtù cívica y l’esprit publique. Precisamente, la recuperación del compromiso de la tradición republicana con la cosa común o de todos, con la esfera pública y el activismo ciudadano, ha motivado un “giro republicano” en la teoría política y una singular renovación de la filosofía política, en el marco de la crisis del marxismo y de un arborescente debate en torno al liberalismo de inspiración rawlsiana. Y bien, a la hora de establecer un denominador común entre las diversas perspectivas republicanas, cabe mencionar, en primer lugar, su fuerte vocación pro-política, esto es, su insistente reivindicación –superior, sin duda, a la de sus demás congéneres− de la vida común y la integridad de la política para intervenir en los más diversos dominios sociales, con independencia de un fundamento filosófico último, epistémico o moral. Dejando de lado, en efecto, el polémico ideal aristotélico de una vida buena basada en la existencia política de un ser verdaderamente humano, el republicanismo no acude a un fundamento último de un bien o saber supremos, sino a la idea de un bien común a las partes diferenciadas de la sociedad. Se trata de un bien político, informado por una libertad exenta de servidumbres o dependencias arbitrarias, cuyo ejercicio exige un espacio cívico abierto a todos, en el que puedan determinarse públicamente los cursos de acción común.
De ahí que el republicanismo identifique el bien común con el régimen de la ley y con una distribución justa o equilibrada de los recursos de autoridad política, reivindicando el involucramiento ciudadano con los asuntos gubernativos, de modo que estos últimos no se vean expuestos a la corrupción de un manejo entre pocos o en manos privadas. Y de ahí también que el republicanismo insista en la importancia de ciertas cualidades o virtudes ciudadanas, deliberativas y de juicio, junto a las condiciones sociales de equidad o de justicia garantes de la integridad procedimental y sustantiva de las actuaciones políticas. En suma, sin la intervención ciudadana en los asuntos gubernativos en el marco de una legalidad común, sin un ethos cívico o una disposición actitudinal de los individuos hacia el bien público, y sin las condiciones socio-económicas que aseguren una auténtica y paritaria intervención de los ciudadanos en la dirección de los asuntos comunes, las repúblicas no serían tales o caerían en un grave déficit de legitimidad. Sobre esta base, el republicanismo reivindica la autoridad de la política para intervenir en los más diversos ámbitos de la vida social. De hecho, la tradición de las repúblicas contiene una amplia gama de esfuerzos políticos e institucionales tendientes a fortalecer la autoridad común de los ciudadanos, con vistas a preservar las sociedades humanas de la cruda fuerza y la arbitrariedad. Gran parte, incluso, de los principales referentes republicanos vinieron a anteponer las prácticas de decidir en conjunto, entre muchos o entre todos, a las tutelas tradicionales o jerárquicas, a los saberes expertos, a las racionalidades burocráticas o a los intercambios “naturales” o espontáneos de la economía y la sociedad civil. Es natural, entonces, que el ciudadano ocupe un lugar central en el imaginario político republicano, a quien se le reconoce, junto a su capacidad de iniciativa para actuar entre y con otros, sus facultades para darse la ley a sí mismo y decidir las normas rectoras de la sociedad. Incluso, a la hora de conjugar una íntegra relación entre la libertad individual y el autogobierno colectivo, el pensamiento republicano pondrá especial énfasis en la autonomía de los ciudadanos para decidir en conjunto e interferirse mutuamente, sobre la base de genuinas prácticas deliberativas, esto es, conforme a una formación pública, discursiva o argumental, de las voluntades políticas. Ante la pregunta, más propia del mundo moderno que del antiguo, de inspiración contractualista, también podría decirse, sobre cómo cuidarnos de los abusos del poder gubernativo, de la corrupción de los gobernantes o del uso de recursos estatales en beneficio propio y no del interés público, la respuesta republicana iría por el lado del imperio de la ley y de un contacto fluido de los individuos con la cosa pública, resaltando la importancia de los incentivos públicos a sus disposiciones cívicas para intervenir en los asuntos comunes. En consecuencia, a la hora de combatir la tiranía del poder político o de las mayorías, desde el punto de vista republicano, no sería necesario construir barreras tradicionales, religiosas o jerárquicas, ni apelar tampoco a un muro infranqueable de derechos independientes del proceso político, colocados al margen de la deliberación común, superiores o intangibles a las decisiones colectivas. Dicho de otra manera, la obligación política, en sentido republicano, contiene un fundamento asociativo y participativo más que delegativo o jurídico-contractual, aunque este último no deje de tener su lugar en la tradición rousseauniana de las repúblicas, pero como acto fundante de la sociedad, constitutivo de la vida civil o de las libertades fundamentales. En definitiva, a las repúblicas no las uniría ni un vínculo de origen, étnico o cultural, ni un contrato, hipotético o real, entre individuos independientes o pre-existentes a la sociedad, sino la ley o el pacto ciudadano, junto a los relatos de una legítima autoridad vinculante y a las promesas, siempre renovables, de un futuro común. Llegados a este punto, es posible avanzar tres conclusiones básicas. La primera es que el poder político y la ley no significan, para la tradición republicana, instrumentos opresivos o invasores de la libertad individual, sino instancias de ejercicio de la libertad y la autoridad comunes, constitutivas de las libertades fundamentales de los individuos y de sus prácticas de autogobierno.
 La segunda conclusión es que la política republicana no se justifica por su valor instrumental o por sus resultados externos al proceso de decisión en conjunto, sean estos medidos en base a criterios bienestaristas o en razón de algún otro patrón de corrección epistémica o moral. Antes bien, la política republicana constituye un bien intrínsecamente valioso, no sólo porque, dirán algunos, la actividad ciudadana está estrechamente ligada a los intereses fundamentales de los individuos, sino porque, dirán otros, contiene un valor realizativo o identitario, inherente al pleno disfrute de una felicidad común. Y la tercera conclusión es que, tal como lo evidencian algunos de los principales referentes de la tradición republicana, como Aristóteles, Maquiavelo o Rousseau, el problema de la política no consiste en su amenaza a las libertades privadas, sino en cómo expandir una saludable politización de la vida social, en cómo asegurar una genuina interferencia de la ley y de los poderes públicos en situaciones de dominio o de dependencias arbitrarias, latentes o manifiestas, en los más diversos ámbitos de relacionamiento social. En otros términos, las leyes republicanas no constituyen ni una amenaza para los individuos, ni una disrupción arbitraria en la legalidad ética de las tradiciones, sino la condición de posibilidad de las libertades individuales, del disfrute de los acervos tradicionales y las acumulaciones históricas, de la práctica de autodeterminación de los ciudadanos y de su seguridad frente a la coacción o la influencia arbitraria. Ahora bien, dejando de lado la lectura maquiaveliana del ramal romano de la tradición, sensible al valor público del conflicto y a la fecundidad política del disenso, el republicanismo contiene, especialmente en su versión moderna o ilustrada, desde Harrington a la variante girondina de Condorcet, pasando por Rousseau y Kant, una mirada uniformizante de la ciudadanía, esto es, una tendencia a asimilar la subjetividad del ciudadano a la de un sujeto cívico comprometido con los asuntos públicos o colectivos, económicamente independiente, desligado de los mundos concretos o particulares de la vida doméstica o civil. Sea invocando la idea de una identidad política distante o escindida de los compromisos y valores fundamentales de los individuos, sea instaurando un corte radical entre lo público y lo privado, de suyo desdeñoso de las actividades y los emprendimientos extra- políticos de los individuos, sea acudiendo, en fin, a una fórmula educacionista o perfeccionista de los ciudadanos, el caso es que el republicanismo contiene un concepto homogéneo y abstracto de la ciudadanía, llamado a instituir una frontera discriminante o excluyente entre la virtud ciudadana y una “otredad” devaluada en su condición cívico-moral. Gran parte del republicanismo moderno reivindicará, de este modo, una ciudadanía en ruptura o a distancia con los valores tradicionales o las prácticas de la sociedad civil, en nombre de una idea unificadora de la comunidad política o de una razón emancipatoria, sectaria o uniformizante, de la que no estará exento, por cierto, el liberalismo, la otra gran perspectiva ciudadana, junto a la democrática, de la modernidad. Así, más allá de las abstracciones políticas del iluminismo y del linaje ilustrado de la “política de la razón”, en el republicanismo habita una amplia gama de herederos del combate rousseauniano contra las “sociedades parciales”, dirigido a neutralizar los particularismos o a abolir las corporaciones, en nombre de la voluntad común de los ciudadanos o del interés general (Audier, 2004).  Sin embargo, la sensibilidad politizadora del republicanismo, su confianza en la autoridad de la política para resolver los asuntos fundamentales de la sociedad y su afinidad con el activismo legislativo, lo predisponen a intervenir en múltiples situaciones de dominación social, ante variadas amenazas o violaciones a la libertad e igualdad de los ciudadanos, habilitándolo a asumir una perspectiva pluralista de la vida gubernativa y ciudadana, alentándolo a favorecer una íntegra relación entre lo público y lo privado. Habida cuenta de su vocacional potencial  expansión de la res pública, de la cosa común o de todos a múltiples esferas de la vida social, el republicanismo podría activar su lado aperturista o pluralista, sensible a la diversidad social, dando acogida política, en un plano isonómico o de igual habla pública, a diversos intereses y valores públicos, a diferentes reclamos de justicia y reconocimiento mutuo. Si esto es así, el republicanismo estaría en condiciones de abandonar sus perfiles más uniformizantes o neutralizantes de la diversidad política, renovando sus credenciales democráticas y pluralistas, multiplicando sus aportes cívico-morales a la democracia del número o de negociación. Sea como fuere, la idea republicana de la centralidad de la política remite a otros cuatro aspectos que diferencian al republicanismo de las restantes familias de ideas políticas. El primero es su fuerte adhesión al principio del autogobierno colectivo, entendido como el control público y ciudadano, normativo y experimental, del destino común de los miembros de la comunidad política. El autogobierno republicano sin duda puede llegar bastante más lejos de lo que admitiría un principio de trato imparcial a las creencias o preferencias de los individuos, pues sus prioridades ciudadanas apuntan al cotejo público de las mismas y a la reglamentación de aquellas que afecten las condiciones de vida individual y colectiva, trascendiendo cualquier conformidad complaciente con los resultados contingentes de los diversos regímenes de coordinación social. Dicho de otra manera, el ideal de autogobierno supone privilegiar, por encima de la independencia electiva de los individuos y de los resultados agregados o aleatorios de sus preferencias socialmente dadas, la autonomía de los ciudadanos para deliberar, para endogeneizar, por así decirlo, las preferencias externas al proceso político, e interferir los intercambios sociales que afecten la justicia, la vida común y el significado inclusivo de los bienes y prácticas de mayor aprecio social. Por consiguiente, si las repúblicas constituyen una fuente de individuación moral, esto se debe, en última instancia, a la autoridad de los ciudadanos y de sus agentes para consagrar, mediante la Constitución y Ley, sus independencias e interdependencias legítimas. El segundo aspecto distintivo del republicanismo remite a su reivindicación del pleno ejercicio de las libertades de participación, de asociación y comunicación política. En contraposición a las libertades negativas liberales, basadas en la no interferencia coercitiva en el dominio de las elecciones autónomas de los individuos, el republicanismo privilegia las libertades positivas, de acción común y de autodeterminación colectiva, reconociendo las facultades de interferencia mutua entre los ciudadanos en múltiples planos de la vida social y de la autonomía individual. De hecho, la tradición de las repúblicas, fiel a sus principios normativos, llevó la ley y las actuaciones ciudadanas bastante más lejos de lo que aconsejaría un liberalismo contractualista o neutral ante la pluralidad de valores y preferencias de los individuos. En tercer lugar, el republicanismo pone especial énfasis en los requisitos legitimadores o autoritativos de la deliberación pública, entendida como una instancia de reflexión crítica, de cotejo y revisión común de las preferencias y opiniones ciudadanas. Recordemos que  toda deliberación colectiva implica el intercambio de argumentos orientados a la resolución de conflictos o diferencias de opinión, que las partes puedan contrastar, aceptar o rechazar, conforme a una reflexión común, en un marco de respeto recíproco y de razones mutuamente referidas. Los intercambios deliberativos, a diferencia de las motivaciones estratégicas del habla disputativa o negociadora, requieren una disposición de las partes a revisar las posiciones propias, a prescindir de razones autoafirmativas o maximizadoras del interés propio, debiendo defender razones comprensivas o atentas a todas las circunstancias relevantes del caso. De ahí que la deliberación política opere, en las versiones antiguas y modernas del republicanismo, como la fuente de legitimidad del ejercicio del poder común, acaso más importante aún que el conteo igualitario de las preferencias individuales o que el predominio del mayor agregado de opiniones. Adviértase que el modelo republicano de deliberación no implica un ideal deliberativo etéreo o desencarnado, librado a problemáticas generalizaciones sobre las estructuras comunicativas o de racionalidad moral de los individuos. Esto es así, porque, en primer lugar, la deliberación republicana no exige erogaciones justificativas demasiado onerosas, tendientes a alcanzar acuerdos o unanimidades racionalmente motivadas, sino que apunta, más bien, a formar mayorías que cuenten con suficientes bases públicas de legitimación electiva. Y en segundo lugar, porque el debate republicano tampoco demanda recortes excesivos al ejercicio de la “razón pública”, de los temas y razones que puedan incluirse en la deliberación política, al menos si nos atenemos a la sensibilidad del aristotelismo hacia la composición plural del “demos” y a su defensa de la retórica como medio legítimo de persuasión política. Lo que el deliberacionismo republicano reclama, en todo caso, es que las asambleas políticas y los foros cívicos sigan reglas comunes de un debate justificativo y argumental, cuyos temas abarquen los más variados asuntos públicos, contemplando no sólo el lenguaje de los derechos y de una justicia no discriminatoria, sino también las valoraciones discordantes sobre la naturaleza y los significados de los bienes y prácticas de aprecio común. Por último, el cultivo de las virtudes cívicas conforma otro de los rasgos más salientes de la tradición de las repúblicas, la cual se caracteriza por la importancia que le asigna a la calidad moral de las motivaciones humanas, con independencia del valor práctico de los principios o reglas universales de conducta y del papel controlador o sancionador de las instituciones públicas. Así, a la hora de contrarrestar o neutralizar las inclinaciones egocéntricas de los individuos, el pensamiento republicano pone especial énfasis en el carácter de las personas, en su disposición a considerar la perspectiva de los otros y a cooperar en base a su íntegra identidad moral. Incluso, la ética de la virtud republicana −desde Aristóteles a Hannah Arendt− destaca el valor de la independencia y la capacidad de juicio de los individuos ante las circunstancias cambiantes de la vida política y social. Y si bien algunas versiones republicanas tienden a hacer la economía de la virtud, confiando en la obtención de resultados valiosos mediante arreglos institucionales compatibles con las motivaciones autorreferidas de los individuos, como en el caso del republicanismo madisoniano, en líneas generales, los republicanos insisten en la imposibilidad de desarrollar la vida gubernativa y ciudadana sin contar con cierta clase de gente o, como diría, Maquiavelo, sin aunar las buenas leyes y las buenas costumbres. En suma, para el republicanismo, la integridad de la vida política no puede confiarse a principios morales universales, ni depender tampoco de la inteligencia de las instituciones controladoras o sancionadoras, pues requiere de la disposición moral o de los ciudadanos o de sus agentes para hacer frente a las injusticias y desmanes de la vida corriente. De ahí que la tradición de las repúblicas le asigne tanta importancia a la educación y a los hábitos ciudadanos, adjudicándole singular relevancia a las conductas de servicio público y de ejemplaridad cívica, por encima del interés propio o de una moralidad abstracta, como fuentes motivadoras del ejercicio de las funciones públicas y de la cooperación social.  


2. Republicanismo y democracia

Cabe precisar, en primer lugar, que el ideal de república no siempre se llevó bien con la democracia, entendida como la maximización de la participación igualitaria de los ciudadanos y el predominio de una regla mayoritaria. En rigor, la igual autoridad política de todos los miembros adultos de la sociedad y la primacía de las opiniones mayoritarias medidas en votos, fue negada “más de tres veces” desde las más diversas tiendas filosóficas y políticas. Dejando de lado algunos casos ejemplares, habrá que esperar hasta el último tercio del siglo XX para que la democracia sea tratada, ante sucesivos fracasos de un pensamiento fundacional de ordenamientos transparentes y armoniosos, de inspiración historicista, cientificista o moral, como un bien valioso en sí mismo o como una regla de juego prudencial, cuyo respeto sería menos oneroso que cualquier intento por suprimirla. En segundo lugar, en términos clásicos y modernos, democracia significa un régimen de gobierno basado en el poder del demos o en una soberana voluntad popular. Sin embargo, bajo el paradigma dominante en la Ciencia Política contemporánea, la democracia ha pasado a ser vista como un régimen de competencia política, regido por un igual trato a las preferencias individuales, sean estas exógenas o endógenas al proceso político, y por el predominio de los agregados mayoritarios de preferencias, medidas en votos. Puestas las cosas así, la bondad y la deseabilidad de la democracia dependen de sus libertades adversativas y del juego contingente de alternancias entre gobernantes y opositores, más que del ejercicio de un autogobierno deliberativo, del escrutinio público y abierto de las mejores alternativas sometidas a la decisión colectiva. Por cierto que los principios y la práctica de la democracia competitiva o agregativa no sólo han despertado críticas u objeciones entre las corrientes participacionistas o tendientes a complementar la democracia política con una democracia social, pues los cuestionamientos han surgido también de la escuela de la elección social. Encabezado por Kenneth Arrow, dicho enfoque vino a llamar la atención, a mediados del siglo XX, acerca de la imposibilidad de alcanzar, en contextos de pluralidad de alternativas y en condiciones de transitividad de las preferencias individuales, un registro consistente y racional de las preferencias agregadas de los ciudadanos, objetando también la posibilidad de que dichos agregados reflejen alguna función de bienestar social. Este emplazamiento a la racionalidad de las mayorías democráticas, acaso excesivamente teórico o contrafáctico, vino a alentar diversas reacciones, algunas de ellas francamente enemistadas con el “populismo” de las democracias mayoritarias. Así, del lado liberal, se puso énfasis, simplificando un poco las cosas, en los resguardos constitucionales de la democracia o en los derechos fundamentales de los individuos, sea para inscribirlos en un contrato constitucional, sea para librarlos a un garantismo judicial, priorizándose, en todo caso, las libertades básicas de los individuos frente a las decisiones mayoritarias o a la maximización del bienestar general. En cambio, el reciente revival republicano, pese a sustentarse en encuadres constitucionalistas de la democracia, vino a jerarquizar la deliberación pública y la política de la virtud como pilares fundamentales del pleno ejercicio de las libertades democráticas y de la autoridad común de los ciudadanos.2 Recordemos que entre los institutos clásicos del republicanismo, tendientes a combatir la enajenación política de la ciudadanía, contrarios a la política entre pocos, a la profesionalización de los roles políticos y de la gestión estatal, figuran el voto obligatorio, las elecciones frecuentes, la rotación en los cargos públicos, las asambleas deliberantes, los plebiscitos, los jurados populares, las milicias ciudadanas o la guardia nacional. Incluso, en la exégesis arendtiana de la tradición republicana, la división de poderes y la revisión judicial de las leyes forman parte de un repertorio institucional republicano tendiente a fortalecer, más que a refrenar, el poder de la política y la democracia, activando prácticas discursivas o deliberativas cuya bondad residiría en los vínculos cívicos y en los relatos favorecedores de juicios ciudadanos, más que en la protección de derechos o en la satisfacción de demandas bienestaristas. Y de acuerdo a un republicanismo de impronta “monista” o rousseauniana, atento a los controles internos, más que externos, de la formación legítima de las voluntades políticas mayoritarias, las agencias estatales de control o de regulación de ciertas prácticas económicas o sociales no deberían independizarse del juego democrático de las opiniones públicas o de los cambios de opinión del demos.

2 En este texto no nos detendremos en la consideración de otros dos tópicos típicamente republicanos. Uno de ellos relacionado con la influencia de los poderes económicos o corporativos en las prácticas democráticas, en las campañas electorales y en la democracia representativa; y el otro vinculado a la asimetría de influencia política derivada de las diferentes competencias cognitivas de los ciudadanos, del rol decisivo de los expertos en decisiones políticas fundamentales. Ambos problemas acaso podrían inscribirse en la ancestral categoría republicana de “corrupción de la política”.
En cualquier caso, el fortalecimiento del lado deliberativo de la democracia constituye un aspecto central de una agenda republicana para las actuales democracias, siempre y cuando se trate de una deliberación política abierta a todas las voces y a las más diversas temáticas públicas, tendiente a exigir argumentos comprensivos o generalizables, orientada a suministrar firmes bases públicas de legitimación a los disensos públicos y a las decisiones mayoritarias, sin costosas escisiones entre las identidades cívicas y sociales de los ciudadanos, sin cortes radicales entre la razón pública y privada de los individuos. La deliberación política sería, en suma, la instancia crítica de la república ante los deseos y demandas de la democracia competitiva, agregativa o confiada a la ley del número. Para cumplir estos preceptos, los arreglos institucionales de una república democrática deberían optimizar los intercambios discursivos o argumentales, incentivando en los interlocutores políticos la disposición a explicarse, a escucharse y a seguir reglas comunes de razonamiento público (de información, conocimiento e inferencias legítimas), promoviendo un “careo adecuado” de todas las voces públicas, incentivando la racionalidad argumental más que disputativa (la primera tendiente a esclarecer, a justificar o resolver diferencias de opinión, la segunda, centrada en razones auto-afirmativas o pendiente de los resultados estratégicos de la discusión). Por consiguiente, el fortalecimiento y la difusión de las deliberaciones públicas en sedes parlamentarias, partidarias y mediáticas, junto a la consolidación de las actuaciones −vinculantes o no− de las audiencias públicas, de las experiencias de jurados ciudadanos y de los debates informales en la sociedad civil deberían formar parte de una empresa republicana de enriquecimiento deliberativo de la democracia. Otra de las preocupaciones centrales del republicanismo, inscripta en la lógica de sus compromisos normativos, remite a la cuestión de la educación cívica. Ya los republicanos del siglo XVIII y XIX, como Rousseau, Jefferson y Condorcet, insistieron en la importancia de acompañar el establecimiento del sufragio universal con una educación orientada a forjar ciudadanos activos, capaces de ejercer plenamente sus derechos políticos y juzgar los asuntos públicos sin prejuicios ni egoísmos particularistas. De hecho, la instrucción pública será vista como un pilar de la construcción de las repúblicas decimonónicas, invocando, en parte, un principio de laicidad, de separación de la iglesia del Estado, y en parte también, la necesidad de cimentar, mediante una educación pública común, una unión ciudadana, superior a otros vínculos sociales o tradicionales (Audier, 2004). Lo cierto es que el republicanismo no puede desentenderse del impulso a una educación destinada a transmitirles a los ciudadanos los fundamentos del ordenamiento institucional y los conocimientos necesarios para ejercer sus competencias cívicas o sus derechos democráticos. Que las instituciones democráticas, como tales, contribuyan o no a la formación política de los ciudadanos, es un problema empírico que requiere específicas verificaciones fácticas. Y que el buen diseño de las instituciones políticas alcance para obtener conductas virtuosas de los ciudadanos, con independencia de sus motivaciones internas, constituye un razonamiento liberal, no exento, por cierto, de controversias en el propio seno del liberalismo. De ahí que el republicanismo insista en la necesidad de forjar hábitos y conocimientos que fortalezcan el compromiso ciudadano con las cosas políticas y su capacidad de juicio público. De hecho, no son pocos los teóricos republicanos coincidentes con sus pares democráticos en el diagnóstico del alto costo motivacional, de información y conocimiento, que representa la política para el ciudadano común. Algo difícil de revertir mediante la militancia de los partidos o de otros colectivos políticos. Partiendo de esta constatación, desde diversas corrientes republicanas se han venido impulsando, en nombre de la integridad de la política y del bien común, variados instrumentos educativos, tendientes a suministrar a los ciudadanos conocimientos necesarios para abordar las cuestiones políticas y desarrollar sus capacidades como usuarios activos de las instituciones políticas, dotándolos de disposiciones que les permitan ejercer sus derechos y cumplir con sus obligaciones cívicas. Desde luego, tales conocimientos y capacidades vendrían inevitablemente acompañados de una transmisión –crítica y reflexiva− de valores demo-políticos (igualdad, libertad, civilidad), junto a otros estímulos a las motivaciones apropiadas para desempeñarse, con autonomía y responsabilidad, en la vida ciudadana.

Difícilmente tales enseñanzas puedan desligarse del fomento de actitudes y disposiciones de una conducta cívica robusta, requerida para el desempeño activo de libertades adversativas y deliberativas, a salvo de corrupciones “privatistas” o “decisionistas”. Algo que iría bastante más allá de la búsqueda de un procedimiento neutral ante las valoraciones y preferencias inscriptas en el territorio de las libertades “negativas” de los individuos, y más lejos también de una mera conformidad legalista de los ciudadanos con las reglas de juego vigentes. El tercer reto político del actual revival republicano se relaciona con la actualidad, teórica o filosófica, de la justicia. Aunque el republicanismo clásico parece más interesado en la justicia política que en la justicia social, siendo más ambiguas sus proposiciones de igualación socio-económica de los ciudadanos que sus definiciones respecto a la igualdad y libertad políticas, la agenda republicana para las actuales democracias no podría prescindir del lenguaje de la justicia. Contrariamente a las doctrinas liberales del laissez faire, sujetas a la justicia del mérito o a un principio de responsabilidad individual ante las opciones propias, la idea republicana invoca la solidaridad o fraternidad como complemento a la libertad individual y a la igualdad ciudadana, al tiempo que advierte sobre la corrupción política causada por la excesiva riqueza o el lujo de unos, y la indigencia o pobreza de otros. Puestas las cosas así, los deberes de la república no serían tanto “negativos” u orientados a preservar la libertad de los individuos ante las injerencias compulsivas o arbitrarias de los cuerpos ciudadanos, cuanto “positivos”, vale decir, tendientes a promover la intervención correctiva de los poderes públicos en beneficio de la igualación de recursos u oportunidades para que los ciudadanos desarrollen sus vidas, sin vulnerabilidades, opresiones o dependencias arbitrarias. En todo caso, se trataría de asegurar las condiciones materiales e intersubjetivas de una igual consideración y respeto a todos los ciudadanos, como miembros plenos de la comunidad política o como usuarios de recursos acumulados por el conjunto del colectivo social. Si el mérito y la eficiencia de la iniciativa privada deben tener un lugar en una república sensible a una pluralidad de motivaciones humanas y a mercados guiados por decisiones descentralizadas, la reparación de desigualdades y la solidaridad también deben ocupar un lugar destacado en la acción de las instituciones republicanas, con vistas a neutralizar las interdependencias arbitrarias o asimétricas, de modo de fortalecer las capacidades necesarias para convertir las oportunidades y recursos sociales en efectivos desempeños realizativos de los individuos, atendiendo las necesidades de los más vulnerables o dependientes, reglamentando, en fin, los más opacos dominios arbitrarios de la vida privada. Ahora bien, dejando de lado la tradición de las repúblicas agrarias, el republicanismo no se basa en la identificación pre-política o privilegiada de sujetos sociales portadores de progresos civilizatorios, de suyo acreedores a los deberes morales de justicia. Bien pueden ser los individuos, indiferenciados o abstractos, la unidad de medida de la distribución de cargas y beneficios sociales, o bien pueden ser determinados grupos o categorías sociales los beneficiarios de legítimas acciones afirmativas. Pero en cualquier caso, la agenda republicana para las actuales democracias vendría a proyectar el lenguaje abstracto del bien común y la fraternidad en un universo de justicia, en el que cabrían múltiples correcciones republicanas a las desigualdades o asimetrías arbitrarias entre los ciudadanos. Incluso, el ideal ciudadano de independencia económica, inscripto en la añeja tradición de las repúblicas de propietarios, conllevaría, hoy por hoy, a una distribución equitativa de los recursos productivos y monetarios, tendientes a asegurar iguales oportunidades de emprendimiento económico y de bienestar básico. Algo que iría bastante más allá de las batallas impositivas, socialdemócratas o del liberalismo igualitario, en territorios redistributivos.

Conclusión
La reactivación del republicanismo refleja preocupaciones valorativas y políticas, de ayer y de hoy, distintas a las de otras familias de ideas políticas. Se trata de temas y problemas relacionados con el rescate de la vida política de manos privadas o despóticas, de reductos corporativos o de poder, de donde emanan diversas aspiraciones consustanciadas con la integridad de la política, centradas en el fortalecimiento del interés común de las partes políticas, en el activismo deliberativo, en las virtudes ciudadanas y la justicia social. Por otra parte, la actual recuperación de la tradición republicana se relaciona con un lugar vacante dejado por dos de las principales teorías de la democracia: la teoría agregativa, centrada en la sumatoria de preferencias individuales y en los saldos positivos de bienestar general, y la idea de un pueblo dotado de una voluntad unívoca o transparente, fusionado en torno a un bien superior, u orientado a combatir un status quo dominado por minorías recalcitrantes. Entre estas teorías parciales de la democracia, hay lugar para una versión demo-pluralista de la república, fundada en la idea de diversos espacios de libertad común, abiertos a la acción de ciudadanos y sus agentes capaces de incidir en los cursos de la vida gubernativa y realizar sus fines, sin costosas escisiones entre sus identidades públicas y privadas.   Un pacto renovado entre el republicanismo y la democracia, en sociedades plurales, complejas y diferenciadas, cuando no fragmentadas o socialmente disgregadas, no parece concebible en términos de una ciudadanía uniforme o abstracta, escindida de sus intereses o de sus valores fundamentales, desconocida en sus diversas identidades, en sus necesidades, vulnerabilidades o desventajas específicas. De ahí que el compromiso democrático de los ciudadanos con la cosa pública o de todos exija una república abierta a la sociedad, sensible a una ciudadanía inclusiva y plural, compatible, en suma, con la democracia y el pluralismo. En tal caso, la integridad de la política, caro ideal republicano, vendría a nutrirse de un pluralismo robusto y equitativo, abonado por deliberaciones públicas abiertas a todos los temas y razonamientos públicos, donde se reflejen debidamente, junto a las más genuinas divisorias políticas, las disposiciones cívicas y el espíritu público de los ciudadanos.

1 La lista de trabajos comprometidos con la reactivación teórica del republicanismo es muy vasta. Entre ellos, puede consultarse: J. G. A. Pocock (1975), C. Nicolet (1982), F. Michelman (1986), C. Sunstein (1988), Q. Skinner (1990), A. Oldfield (1990),  J.F. Spitz (1995), K. Haakonsen (1995), R. Dagger (1997), Ch. Taylor (1997), R. Tercheck (1997), Ph. Pettit (1999), B. Brugger (1999), Viroli (1999) y Audier (2004). En español puede acudirse a H. Béjar (2000), F. Ovejero Lucas (2001), S. Giner (2002), J. Rubio-Carracedo (2002), A. De Francisco (2007), y Martí J.L.-Pettit Ph. (2010). A lo cual debe sumarse la edición de Res Publica Nº 9-10, del 2002, y la compilación de textos a cargo de F. Ovejero-J. L. Martí-R. Gargarella (2004).
BIBLIOGRAFÍA CITADA:
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(*)(*)avier GALLARDO.-Prof. Agregado.-Doctor.-Universidad de Uruguay (IUPERJ)


Fuente:: Araucaria: Revista Iberoamericana de filosofía, política y humanidades, ISSN-e 2340-2199, ISSN 1575-6823, Nº 28, 2012 , págs. 3-18

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EL SORTEO EN POLITICA.


EL SUFRAGIO UNIVERSAL NO ES SIEMPRE DEMOCRÁTICO

Por Jean Paul Jouary (*)


Puede parecer chocante hoy sostener tal afirmación dado que el derecho al voto ha sido difícil de conseguir y nos parece  tan evidente que los pueblos que carecen de él los consideramos como privados de democracia. De hecho no se da democracia sin que el pueblo ejerza su decisión por un sufragio universal.

Sin embargo, nos equivocaríamos si creyésemos por eso  que todo sufragio universal haya de ser democrático. Después de todo, en Francia, por ejemplo, no se elige a los jueces porque se entiende que en ese caso, para resultar electos harían campaña apelando a las pasiones populares del momento ignorando la legitimidad de las leyes. El ejemplo de Estado Unidos está ahí para probarlo a propósito de ciertas sentencias con   pena de muerte. De la misma manera, de nuevo en Francia por ejemplo,  parece normal que no se elija a los miembros de un jurado  sino que se haga por sorteo porque se piensa que elegirlos conduciría también en este caso a que la  aplicación de la justicia dependiera de la percepción apasionada de un determinado suceso  del momento. Cuando se trata de ejecutar una norma decidida por el pueblo y por nadie más, y sobre todo,  cuando no se trata de dar el poder de modificar las normas, el sorteo o el nombramiento administrativo parecen ser más adecuados a la democracia que la elección por sufragio. 

Esto se admite como principio  salvo con la notable excepción del nombramiento de los que gobiernan. ¿Porqué?

Un poco de historia:

Sin embargo hasta finales del XVII no fue  así. Por esa razón Rousseau señala que la democracia siempre se asimilaba al sorteo y no a la elección por sufragio. Considera, en un célebre pasaje, que es incompatible la soberanía popular y la delegación en representante: “No siendo la soberanía más que el ejercicio de la voluntad general, jamás puede enajenarse, y el Soberano, que no es más que un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo (...).¿Qué es, pues, el gobierno? Un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el Soberano para su mutua correspondencia (...) De suerte que en el instante en que el gobierno usurpa la soberanía, el pacto social queda roto, y todos los simples ciudadanos, vueltos de derecho a su libertad natural, son forzados, pero no obligados, a obedecer. (...)La soberanía no puede estar representada, por la misma razón por la que no puede ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y la voluntad no se representa; es la misma o es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes, no son más que sus mandatarios; no pueden concluir nada definitivamente. Toda ley no ratificada por el pueblo en persona es nula; no es una ley. El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; desde el momento en que éstos son elegidos, el pueblo ya es esclavo, no es nada.” (1)

  Al hacer esta reflexión  se identifica con Montesquieu. Este último, en efecto, escribe en su “Espíritu de las Leyes”: “La elección por sorteo es propio de la democracia, la elección por sufragio de la aristocracia. El sorteo es una forma de elegir que no perjudica a andie y proporciona a todo ciudadano la esperanza razonable de serbia a su patria. Pero como en  si mismo, presenta defectos,  los legisladores se han esforzado en regularlo y corregirlo. Solon estableció en Atenas que se nombrase por elección a todos los cargos militares y que los senadores y los jueces lo fuesen por sorteo. Quiso  que fuesen electas las magistraturas civiles que exigiesen  unos mayores gastos y que las restantes se sorteasen. Pero para corregir el sorteo, estableció que no se pudiese elegir que entre aquellos que se presentasen, que el elegido fuese examinado por jueces y qué cualquiera podía acusar al electo de no ser digno del cargo: es decir era al mismo tiempo elección y sorteo. Cuando su magistratura llegaba a término, era necesario llevar a cabo otro juicio acerca de la manera en que se había desempeñado”.(2)

En la antigüedad, donde fue inventada la democracia, Aristóteles decía lo mismo en su Politica: “Se considera que existe democracia  cuando los cargos públicos  se atribuyen  por sorteo y como oligarquía cuando son electivos”. (3)

¿Designar a los gobernantes par sorteo?  Luecosa puede parecer absurda si  la imaginamos en neustra sociedad donde se confunde “ gobernar” y “ dirigir” dado que lejos de obligar a los gobernantes a cumplir con el deber de aplicar lo decidido  por el pueblo, tenemos la costumbre de darles poder de modificar esto último.  Pero durante siglos  se consideró como evidente que únicamente los aristócratas podían preferir que se  procediese a la elección de los gobernantes y que los demócratas se ocupaban de sortearlos. La razón estriba en que el que es designado por sorteo no procede  de ninguna elección que le permita creer que el pueblo le elije por sus ideas y cualidades personales ni puede pretender que se la haya confiado poder alguno ni decidir en nombre del pueblo sino  para cumplir con los deseos de quien le mandata. Al ser elegido  por sorteo , por el contrario, no  puede entender que tenga que decidir en nombre del pueblo o incluso contra él apelando a cualidad alguna personal. Mientras que quien es  designado por elección se siente investido de una confianza que se transforma enseguida en la pretensión de decidir por su cuenta en nombre de otros, lo que es ponerse “en lugar de” el pueblo.

Por esta razón en Atenas, donde se creó la democracia, el sorteo fue practicado durante dos siglos para la designación de seiscientas de entre las setecientas magistraturas públicas, al entenderse que las decisiones esenciales pertenecían al voto directo de la asamblea de los ciudadanos (varios miles  a pesar de excluirse de la ciudadanía  a mujeres, esclavos y extranjeros). La democracia se entendía que consistía en que  el pueblo tomaba las decisiones y dictaba las leyes y no consistía en elegir a personas. Este sistema de sorteo, como bien señala Montesquieu, estaba encuadrado en un conjunto de procedimientos muy severos para las que no eran honrados o inco0mpetentes, pues no  podía salir por sorteo nadie durante más de dos años seguidos dado que se controlaba  el cumplimiento del ejercicio precedente. El sistema de sorteo limitaba en todo caso las consecuencias originadas en ese riesgo de incompetencia puesto que los magistrados no dirigían la Polis, siendo esa función  privilegio de la Asamblea del pueblo ( Ekklesia). A esto se añadía que el carácter democrático del sorteo estaba acompañado de una remuneración que permitiese a todos acceder al cargo.

Con esa misma preocupación de evitar el dar demasiado poder a individuos o grupos de intereses particulares entre los siglos XI y XII los primeros municipios italianos designaban también por sorteo a sus magistrados. En Florencia en los periodos republicanos del Renacimiento, entre los dos periodos de dominio de los Medicis, el sorteo se practicaba habitualmente combinándolo con una S selección de candidatos por votación, así como se establecía la rotación de cargos.

No es de extrañar que Rousseau haya prestado una atención especial al problema porque está intimamete ligado  al de la pretensión de algunos  de representar al pueblo, es decir, gobernar en su lugar. Esto es exactamente lo que, según él,  constituye un obstáculo a toda legitimidad política aunque generalmente y habitualmente   se  perciba como propio de una democracia legitima

Los argumentos  de los “demócratas” contra la democracia

 No faltan argumentos contra  esta teoría y  no son menospreciables.

El sorteo  supone que es el pueblo quien decide  prácticamente de todo lo que le concierne. Esto era concebible en Atenas donde  solamente unos miles  de personas constituían la ciudadanía y el tamaño de la Ciudad permitía reunirse periódicamente en el lugar mismo de la toma de decisiones (la famosa Agora al principio y posteriormente ,  un lugar  más abierto), y  donde la esclavitud dejaba el ocio a una buena parte de los ciudadanos para  ocuparse exclusivamente de su actividad cívica. No pue   uno imaginarse que un pueblo como Francia ( y menos de Chinas) que se reuniese en sui totalidad o en gran parte regularmente para debatir todas las cuestiones que les concierne. Desde el siglo XVIII este argumento se utiliza para descalificar la teoría de la democracia directa y el sistema de sorteo. ¿Pero la informática e internet no  haría que  hoy dia  pueda contemplarse algo parecido? El argumento entonces no es tan válido y merece que sea reflexionado  por la ciudadanía. Se dice también que para gobernar hay que tener unas competencias que no posee el común de los ciudadanos. Pero este argumento ¿no es el más antidemocrática que existe? En ese caso ¿no se da a esos mismos “incompetentes” el derecho de voto de manera exclusiva? De hecho, no es raro que gobiernos electos cuándo se encuentran en contradicción evidente con las aspiraciones de su pueblo, rehúsen organizar  ni siquiera un referéndum argumentando de manera explícita que en ese caso el pueblo podría responder negativamente o equivocarse. Lo que se discute por lo tanto no es el  sorteo o la democracia directa sino la de la democracia misma.  ¿Estamos dispuestos a admitir, el principio mismo  que fundamenta  la democracia con todas sus consecuencias o no? Esa, pues, otro tema que  proponer a la reflexión de la ciudadanía.

La democracia, comporta el riesgo de que el pueblo pueda estar influido por la demagogia de uno u otro orador con  carisma mistificador, como sabemos desde Platón.  La historia de las democracias nos muestra los peligros a los que está expuesta. Pero ese peligro  y aquel riesgo  ¿es  mayor que el que por sufragio universal se delegue el poder a unos pocos? En Atenas el cara a cara físico entre electores y oradores daba a la retórica uh poder muy particular. En las democracias que surgieron desde el XIX, es cierto que el sufragio está  más bien determinado por las ideas, los principios, las referencias del partido, que por la fuerza persuasiva del orador. Pero la televisión ha  multiplicado  esa fuerza y el orador, hoy,  entra en  nuestros hogares.

Basten estás simples notas para ayudar a darse cuenta que las ideas de Rousseau sobre el significado del sufragio  y la imposibilidad de una representación del pueblo  soberano pueden servir de estímulo para los ciudadanos actuales y para el futuro de la política. Sin embargo  el sorteo de diputados (incluso del presidente), se da por  superado demasiado deprisa de manera definitiva aunque en si no sea absurdo.

(*).-Jean Paul Jouary.-“ Rousseau citoyen du futur”.-Le libre de Poche.-2013
Jean-Paul Jouary (né en 1948) est un philosophe et essayiste français, longtemps proche du Parti communiste français.Il est actuellement professeur en classe préparatoire au Lycée Claude-Monet et à l'Ecole Nationale de Commerce à Paris. Jadis membre du PCF qu'il a quitté en 2000, il a été pendant dix ans rédacteur en chef de l'hebdomadaire Révolution. De 1981 à 1984, il est conseiller dans le cabinet du ministre Charles Fiterman.Il a été professeur au lycée de Saint-Denis, chargé de cours à l'Université de Picardie. Auteur de plusieurs essais se réclamant du marxisme avec le journaliste et philosophe Arnaud Spire, il a également fait paraître une anthologie de Diderot. Ses publications actuelles concernent la philosophie des sciences, la philosophie politique, l'art paléolithique et l'initiation aux démarches philosophiques, mais aussi l'art de la préhistoire et la gastronomie...
(¡).- J.J. Rousseau .”El contrato social.-Lib III, cap 15
(2).-Montesquieu.-“El espíritu de las leyes”.
(23.-Aristoteles.-Politica

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LA DEMOCRACIA COMO MOVIMIENTO: II

 Por Joaquin Miras



Amigos: Joan ha expuesto el título del tema sobre el que quiero hacer hoy algún comentario: La democracia como movimiento. Pero antes, conviene que nos detengamos un poco en el significado y en la historia de la palabra democracia. La palabra democracia, como la palabra república, la palabra ciudadanía, la palabra asamblea, la palabra soberanía, que nos podemos encontrar en nuestras lenguas con algún matiz secundario distinto, quizá, entre ellas, y que proceden de las lenguas y la cultura greco latina, todas estas palabras, como digo, pertenecen a un depósito, a un saber. Ciudadanía, soberanía, dictadura, proletariado, patricios y plebeyos constituyen una constelación de palabras que se interrelacionan, que se dan sentido las unas a las otras y pertenecen a un depósito cultural de saber político que en estos momentos estamos denominando, creo que correctamente, como republicanismo. Es una buena palabra también republicanismo, que hemos fraguado en los últimos 20 o 25 años para referirnos a este depósito.

¿Qué es este republicanismo, qué es este depósito? Como previa, para darle un valor a la palabra democracia, hay que situar que este depósito que llamamos republicanismo es una tradición praxeológica, por usar una palabra técnica; una tradición praxeológica de pensamiento político. ¿Porqué tradición praxeológica? Estas palabras, no han sido inventadas por sabios científicos. Así como, por ejemplo, que la hipotenusa es la raíz cuadrada de la suma de los catetos al cuadrado fue inventado por alguien, estas palabras no tienen inventor, no tienen teórico científico que las construyera, que las elaborara. Tradición praxeológica quiere decir que proceden como saber reflexionado de luchas sociales tremendas, colectivas, sociales, que se dieron en la historia, que han sido mantenidas en uso a través de las generaciones, y han cambiado incluso de sentido y se han enriquecido, como consecuencia y resultado de tremendas luchas sociales colectivas que han ido produciéndose tras la aparición de esa tradición de pensamiento, a lo largo de la historia. Esto es lo que quiere decir que son una tradición praxelógica. En todo caso estas palabras son el producto de un saber segundo, el resultado de la reflexión de individuos que se pusieron a pensar sobre lo que había pasado, sobre la experiencia de lucha, -y las experiencias de lucha han de ser colectivas, sociales-, e intentaron mediante esta reflexión sobre su acción, recoger su experiencia de vida en palabras, en expresiones.
En el origen, esas palabras y esa tradición que hoy denominamos con el término “republicanista” o “republicana”, son resultado de la praxis, de la actividad, del quehacer y son resultado de las luchas de clases de la antigüedad clásica en Grecia y también en Roma, de las luchas de clases de la clasicidad, porque hubo lucha de clases en la clasicidad, la clasicidad surge como luchas de clases. Como sabemos hay algunos historiadores que pretenden que la lucha de clases, en todo caso, surge en el siglo XVIII, y que antes no había lucha de clases. Para desmentir estas opiniones basta con leer a los mismos autores clásicos, griegos y latinos: basta leer a Tucídides, a Platón, a Aristóteles, a Tito Livio, y uno queda asombrado de que lo que allí se habla al escribir sobre política es de las luchas de clases.

Este pensamiento, todo este vocabulario surge como praxeología, como saber colectivo, deliberado, porque además aquellos sujetos colectivos deliberaban, eran deliberantes es lenguaje que surge de esa acción, de esa praxis.

¿Cuáles son las ideas matriciales de toda esta praxeología? Que el individuo es un ser social, que los seres humanos no podemos vivir, como tales, si no hay sociedad, relacionándonos los unos con los otros. Desde que nacemos, durante nuestro periodo como “crías”, necesitamos ser atendidos, hasta un grado y durante una cantidad de tiempo muy superiores a los de ningún otro animal. Luego, como adultos, necesitamos de saberes anteriores para poder ganarnos la vida, necesitamos de la sociedad permanentemente, somos, precisamente, individuos singulares gracias a que somos seres sociales. Lo que nos construye como individualidades, como singularidades, cosa que en los animales no existe, es precisamente la libertad potencial que nos otorga frente a la naturaleza la sociedad, somos su resultado, somos seres sociales.

La segunda idea es que, por lo tanto y en consecuencia, el orden social que organice la sociedad, la estructuración interna de la comunidad, la organización, la forma como esté constituida la sociedad, resulta fundamental. Según como la sociedad esté organizada, podremos ser libres o esclavos, podremos ser felices o infelices. Por lo tanto, el orden social tiene que ser objeto de deliberación fundamental para nosotros. Ese orden ha de ser tal, que los individuos podamos ser capaces de controlarlo. Si no controlamos el orden social del que depende nuestra vida, estaremos en manos ajenas. La actividad intelectual y práctica que reflexiona sobre el tipo de orden social existente y sus consecuencias y sobre las medidas y luchas a promover para cambiarlo, esa actividad, esa deliberación, es la política. La política es el medio que nos permite controlar –políticamente- ese orden para que podamos ser –si queremos ser - libres y felices.

Libertad y felicidad son las palabras fundamentales, como valores, para los individuos de esa tradición. ¿Cómo quiero ser? libre. Libre ¿Qué quiere decir ser libre? Libre quiere decir no ser dominado. Este es el concepto de libertad que ha atravesado 2500 años, fijaos que este concepto libre: no ser dominado, no tener amo, no tener patrón, no es un concepto como el del teorema de Pitágoras, pertenece al sentido común, es praxeología. Los conceptos de esta tradición praxeológica, que son magníficos, recogen la experiencia y apelan a la experiencia, son conceptos sencillos, no hay un ingeniero detrás con una ecuación que los enturbie, porque surgen como saberes de luchas, como saberes experienciales. Libertad: no tener amo. Si libertad es no tener amo, esto exige como condición que tenemos que poseer para ello los medios que nos permitan ganarnos el sustento. Si para ganarnos la vida la sociedad no nos permite disponer de los medios necesarios, tendremos que pedir prestado los medios o el sustento, dependeremos de voluntades ajenas, no seremos libres. El hombre libre es el hombre al que la sociedad le pone en condiciones de poder ganarse el sustento con sus propios medios (muy pocos de los aquí presentes somos libres). Desde esta tradición, el asalariado es esclavo y por lo tanto, no es ciudadano. La libertad es poder hacer el conducto, la conducción de tu propio opus, de tu propia obra. La posibilidad de dirigir tu mismo tu propia actividad es lo que garantiza al libre. Y el que tiene, para ganarse la vida, que ofrecerse a alguien para que le dé a cambio algo, el salario, es una persona que se somete a derecho ajeno es un allieni iuris, no es libre, tiene amo. El asalariado y el esclavo no son libres, la libertad es poder controlar eso, los medios que garantizan la vida para poder ser independientes.

La felicidad es que el individuo, además, tiene derecho a desarrollarse plenamente como individuo, a auto-elegirse y la propia sociedad tiene que arbitrar instrumentos y medios que permitan el desarrollo de la persona, su plenitud. ¿Cómo? Escuela barata, teatro, cosas que son aportadas desde fuera de la comunidad. La felicidad y la libertad son los dos derechos que constituyen al ciudadano y que esa sociedad tiene que aportar. Los individuos a los que la ley les otorga estos derechos, son los ciudadanos. Repito, en esta tradición de vocabulario, es ciudadano el que es libre. El que no es libre, no es ciudadano. Y en esta tradición de vocabulario, es libre el que no depende de voluntad ajena, el que no está sometido a arbitrio ajeno, a voluntad ajena, el que no se enajena, el que no tiene que vender su tiempo a otro. Quien vende su tiempo a otro, no es libre y no es ciudadano. Esto es una cosa que creo debemos enfatizar para salir al paso a las perversiones del lenguaje actual. Tú eres un asalariado, pero la ley dice que eres un ciudadano, pero tu eres es un “pringao”, no tienes piso pero te dicen que eres un ciudadano. Ninguna de las variantes de la tradición republicana -y podemos no estar de acuerdo con alguna de ellas-, se permite una perversión tal del lenguaje. La sinceridad es uno de los atributos que sale de este contexto lingüístico. Decirnos a nosotros que somos libres cuando hay plutócratas gigantescos como Botín, cuando tenemos que trabajar como asalariados, cuando tenemos un contrato con una entidad bancaria usurario que se llama hipoteca, etc., esto no cabe en este lenguaje. En la tradición republicana seriamos considerados esclavos.

He dicho que los individuos a los que la ley otorga los derechos a los que me he referido –libertad, felicidad, medios de vida, capacidad de control sobre su sociedad- son los ciudadanos; solo quien goza de estos derechos es ciudadano. Pero no estoy diciendo que el republicanismo, en todas sus versiones garantice universalmente a todos los individuos estos derechos. Hay distintas corrientes dentro del republicanismo. Ha habido repúblicas, en la tradición histórica, de 200.000 ciudadanos sobre una población de varios millones. En el siglo XVII en Holanda hubo una república, los ciudadanos de esa república tenían garantizados estos derechos, los ciudadanos de esa república tenían, de verdad, el poder soberano de legislar. Cuando los ciudadanos tomaban una decisión, y se hacia ley, esa decisión era inapelable y los instrumentos de gobierno eran lacayos a su servicio. Podemos hablar también de la ciudadanía ateniense, pero fuera de esa gente ciudadana, podían existir otras personas que no fueran ciudadanos y eso era así. La república de Venecia, los ciudadanos venecianos eran personas con absoluto poder real, político, jurídico, material, con auténticas libertades, con auténticas posibilidades de disponer, pero fuera de la ciudadanía había otros grupos sociales muy extensos de no ciudadanos.

Es aquí donde interviene y adquiere todo su sentido, el término “democracia”. Democracia, de entrada, es una palabra que pretende que esos derechos de la república deben extenderse a la totalidad de los individuos. Con un primer matiz, la democracia pretende que esos derechos se extiendan a la totalidad de los individuos pobres de la comunidad social. Cito dos textos, dice Platón: (esto es de La república) “nace pues la democracia creo yo, cuando habiendo vencido los pobres matan a algunos de sus contrarios, a otros los destierran y a los demás los hacen igualmente partícipes de su gobiernos y de los cargos que por lo regular suelen cubrirse en este sistema mediante el sorteo”. Dice Aristóteles en otro texto, (La política), “hay oligarquía cuando los que tienen riqueza son dueños y soberanos del régimen, y por el contrario hay democracia cuando son soberanos los que no poseen gran cantidad de bienes, sino que son pobres”. La palabra democracia hemos de empotrarla en un lenguaje y en unas luchas y la característica de la democracia es que los pobres asaltan el poder y se auto-constituyen en ciudadanos siendo políticamente soberanos. Si comparamos estos dos textos con el teorema de Pitágoras, veremos que nos hablan de experiencia, definen la democracia a partir de lo que está pasando. Los autores que escriben estos textos, aunque ellos no son demócratas, definen con honestidad lo que es la democracia. Como veis, democracia y lucha de clases van unidas. La democracia es la lucha de clases para imponer la ciudadanía de los pobres. Este lenguaje es reflexión, casi de sentido común, sobre experiencias. Vuelvo a recordar el teorema de Pitágoras: pues no, no es lenguaje de ese que ha sido elaborado por un científico, o por un técnico –un tejnites-; lo habrá dicho Platón, lo habrá dicho Aristóteles, pero recogen experiencias. Platón y Aristóteles habrán hecho otras elaboraciones que no corresponden a saber de sentido común, pero no es este. Este saber es saber grande, ese que hay que regalar en la plaza, es Filosofía, nada menos. Pero no es ciencia, no es algo de técnicos –de tejnites-, de especialistas en poiesis, como lo eran Arquímedes, etc o de sabios que reflexionan sobre la realidad material del cosmos.

La democracia como Movimiento

Vemos que en la definición de Platón habla de que “nace la democracia, creo yo, cuando habiendo vencido los pobres…”, pero, ¿de donde sale ese poder de los pobres? La experiencia que nosotros tenemos, es que los pobres, uno a uno, los pobres, nosotros…: ¿Dónde está ese poder? ¿Cómo llegan los pobres a tener ese poder? El poder de los pobres, lo adquieren mediante la organización. Habiendo vencido los pobres… y abajo: la democracia es el nombre que recibe este intento de organizar el poder de los pobres: El poder de los pobres solo se puede conseguir organizándose los pobres. La organización de los que no tienen el poder, de los que en el momento anterior solo son clases subalternas, que no tienen derechos y que quieren aflorar al mundo de la igualdad civil: la organización, como digo, de estos sujetos para el combate es lo que recibe el nombre de democracia. Porque es la organización político-civil de todos los excluidos lo que permite a los excluidos luchar y ponerse en condiciones de dar jaque al régimen existente anterior y darle la vuelta. La organización ¿Cómo? A todos los niveles, hay que empezar pensando en los niveles más capilares, la organización en una empresa, la organización en un barrio, la organización desde la cotidianeidad, desde el fondo de la sociedad. Si nosotros nos organizamos, hay organización. Si en una empresa nos organizamos, hay organización. El nombre técnico que le damos a esta organización es el de “relaciones sociales” y de ella depende la verdadera correlación de fuerzas, el verdadero nivel de poder que se produce en la realidad social. Si nos organizamos, aunque las leyes viejas sigan siendo las mismas, cambian las relaciones sociales, está cambiando el juego de interacciones. Quiero señalar que organizarse no quiere decir que un comité nos concite un día a una manifestación de un millón de personas,- que también-. Organizarse es que los pobres, los subalternos, allí donde nos encontremos, y en torno a los problemas que percibamos, seamos capaces de ponernos de acuerdo, comenzar a deliberar y a tomar pequeñas decisiones de acción sobre esos problemas; eso es el fundamento del movimiento. El movimiento podrá llegar a tener un millón de personas, en un momento determinado, pero el movimiento de la democracia ha de tener micro-fundamentos, ha de comenzar en el cara a cara y en los lugares en los que surgen los problemas concretos y juntando en el debate y en la deliberación a los que allí estemos. La organización es lo que genera la capacidad de poder, algunos hemos tenido experiencias hace muchísimos años de que había una asamblea en una empresa y cuando bajaba el director general se hacia lo que mandaba el comité, no lo que mandaba el director general. El director general podría tener los títulos de crédito detrás pero no valían, no funcionaba eso. Es la organización lo que genera el poder, es la organización lo que genera la experiencia de poder. No hay cosa tan frustrante como leer textos en los que te hablan de poder, y vivir en una experiencia en la que nunca se ha tenido esa sensación. Uno puede hacer el acto de fe de creerse que en algún momento, -en la revolución rusa, p.e.- fue la gente la que tuvo el poder, -o que hubo catorce meses en la revolución francesa en los que la plebe tuvo el poder- pero tenemos que hacer el acto de fe de creer que eso fue así porque nos falta la experiencia que nos evidencie empíricamente que eso puede ser así. Algunos de nosotros, los más viejos, hemos podido tener ciertas experiencias que nos permitan saber que eso va por ahí. Si no, uno, cuando le cuentan de estas cosas ha de ejercer una fe ciega y aceptar que eso que cuentan ciertos historiadores ha debido de ser verdad, y si no tiene la capacidad de leer a historiadores pues, se rechaza simplemnte esa idea como algo propio de la fantasía; se piensa: si, si, muy bonito, pero ¡eso no es verdad! Lo que genera en la gente que no lee libros de historia la posibilidad de plantearse ideas de alternativa de poder es precisamente la organización y esa nueva experiencia que de repente se descubre como emergente, porque los propios actos y las propias acciones se convierten en los elementos de los que surgen capacidades emergentes, y a partir de ahí surge la experiencia que puede permitir a la gente, en deliberación plantearse objetivos que van mas allá. Es la organización la que genera experiencia de poder, y es la organización de la gente la que construye el nuevo sujeto social llamado pueblo, el demos. El demos, no existe, la clase, no existe. Los sujetos si se organizan y se construyen, existen. El sujeto no existe, hay que construirlo, el sujeto social surge del movimiento.

Llegamos a otro punto: ¿Cuál es el programa que puede impulsar para adelante el movimiento de la democracia? Este es un mal planteamiento. Voy a citar un pequeño texto de otro de los más eminentes republicanos demócratas de la historia, de esta tradición. El texto es de Carlos Marx. Le preguntan: “te pidieron que hicieras un programa para el movimiento” (este texto pertenece a los debates de la primera AIT, de la primera internacional), y él contesta por carta a un amigo suyo: [lo que yo redacté deprisa son] “los puntos que hacen posible un acuerdo inmediato para la acción conjunta de los obreros y que pueden satisfacer directamente los intereses de la lucha de clases y fomentar la organización de los obreros como clase”. Le habían pedido que hiciera el programa, se supone que habían pedido a un ser conspicuo, todo saber, todo luz, que se escribiera “el libro gordo”…Pues Marx responde, que eso del libro gordo es una chorrada, y que lo que hay que hacer es poner a la gente delante de lo que tiene en estos momentos en su cabeza, como nervio-experiencia para que se pongan a hacer. Será el movimiento el que genere su propio programa. Ahí no dice otra cosa que lo que había dicho anteriormente en el Manifiesto Comunista, lo importante era la formación del proletariado como clase; “los comunistas no somos una fuerza al margen de…, los comunistas no tenemos un saber que…, los comunistas no aportamos unos conocimientos para…, somos la parte más consciente del movimiento” porque tenemos una visión global del proceso -¿dónde está aquí la ciencia, el saber esotérico y minoritario que según muchos es lo que distingue a los marxistas en su orientación de la política?-. Y qué somos los comunistas, según el propio Manifisto?: “la experiencia literaria del movimiento”. Esta es otra de las ideas que se puede concluir del Manifiesto Comunista: en el apartadito aquel que dice: Comunismo utópico, la primera frase reza: “no nos referimos a los sujetos que han redactado la experiencia literaria del movimiento”, Babeuf y compañía. Luego, aparece siempre una cita a pie de página que dice: “Babeuf, comunista utópico…” etc. Pero, sin embargo, Marx decía que Babeuf no era comunista utópico porque había sido uno de los que había registrado, había elaborado literariamente la experiencia del movimiento. Por lo tanto, no se trata de intentar construir, desde fuera, un programa que ilumine al movimiento sino que se trata de participar en pie de igualdad, allí donde podamos, en las luchas que se organicen, y en ayudar, en la medida de nuestras capacidades, a que las gentes nos juntemos para comenzar a actuar. Marx dice: me pidieron un programa, y ¿qué hice?: ¿Qué le podía preocupar a cualquier persona para juntarse con otra y empezar a luchar?, “los puntos que hacen posible un acuerdo inmediato, para la acción conjunta y que pueden satisfacer necesidades de lucha”; nada más. Fijaos que esto es lo contrario de lo que os ha ocurrido tantas veces, hemos decidido fundar la izquierda, nos hemos juntado y hemos comenzado a construir un programa. Y por un “quítame allá estas pajas”, -puede ser nacionalizar o no la banca- nos hemos roto, cuando en realidad, ni nacionalización, ni no nacionalización de la banca, mientras no estemos organizados no tenemos poder para nada. Una vez se genera la organización, la propia gente, el debate, la deliberación, la construcción de nueva experiencia y el movimiento, producen las ideas, generan los proyectos. De ahí salen programas, que de verdad, llevan a rupturas revolucionarias y eso es lo que teme el enemigo. El enemigo no nos teme a nosotros que, a veces, hacemos buenos libros, teme al movimiento que está detrás de Evo Morales, el enemigo no teme a Kausky, teme a cien millones de campesinos organizados en el 1917 haciendo saltar el poder de zarismo, con un programa tan mínimo como “paz ahora, tierra” y al que añadieron los obreros: “poder a los soviets”. ¿Por qué ese programa mínimo puede ser revolucionario? Porque es el programa mínimo de una organización de ciento veinte millones de personas, mientras un programa que solo sea letras, si no hay organización, se queda en letras.

La democracia es el poder de la gente organizada y el pensamiento de la democracia es potentísimo y llega a ser radicalísimo, no estoy jugando con la propuesta de que bajemos los niveles políticos. Sí quiero insistir en que el programa debe ser la elaboración que sale desde la experiencia de esos millones de personas que antes de experimentar el poder real y lo que pueden hacer eran totalmente pesimistas. La experiencia y la deliberación posterior, a partir de la experiencia, es lo que genera el programa, el auténtico programa del movimiento. Volviendo al principio, si es pensamiento praxeológico el republicanismo, ha de ser un pensamiento praxeológico también el proyecto, el programa que guíe y ha de surgir de la deliberación de los muchos pobres, de la chusma, de la plebe, de la plebe organizada y su experiencia y de su imaginación. De la imaginación que se despierta en cada individuo sobre las posibilidades de hacer y los objetivos a proponerse cuando ese individuo se vincula a otras personas y genera experiencias de poder, esa es la matriz de la revolución y esa es la matriz de la cual puede generarse un proyecto de liquidación del capitalismo y de un nuevo régimen socialista.

PD sobre ciencia y emancipación.

Durante la comida posterior al acto –un auténtico banquete republicano- un cortés amigo que había asistió al acto me preguntó cuál era mi opinión sobre la participación de la ciencia a la emancipación, pues él valoraba que la ciencia era considerada un elemento importante por nuestra tradición marxista. Creo que esta interesante pregunta merece que incluya aquí mi respuesta

La ciencia es un importantísimo instrumento para orientar las deliberaciones, las luchas y las alianzas de un sujeto social ya organizado, es decir, previamente existente. También es un instrumento imprescindible para indagar sobre las causas de las prácticas humanas que previamente hemos considerado injustas El saber científico introducido en las deliberaciones públicas sobre la orientación de la actividad del movimiento, otorga a los debates información, rigor y acierto. Pero la ciencia no puede sustituir la existencia real del movimiento, y no puede ser la fuente creadora del sujeto que actúa y cuya acción requiere de orientación objetiva. La ciencia tampoco puede crear los principios éticos en los que se basa el movimiento, pues de un enunciado factual no es posible deducir un enunciado prescriptivo, o dicho en plata, de la explicación científica sobre la realidad social, por escalofriante que esta sea, no se concluyen principios morales –la ciencia puede servir, también, para apuntalar la resignación, dado que “así son las cosas”; incluso para afirmar la creencia sobre la perversidad e irreformabilidad de la naturaleza humana, y hasta para explotar mejor a los ya reventados-. El uso emancipador de la ciencia requiere de personas que ya previamente hayan decidido tener la audacia de pensar –sapere aude-: sobre sí mismos y sobre la moralidad del orden social, y que crean, previamente también, que ese uso de la razón es útil porque el destino humano puede ser cambiado por los seres humanos. La racionalidad ética y la praxis política son condiciones previas al uso de la ciencia como instrumento de emancipación. A partir de su existencia la ciencia participa en el robustecimiento de la razón crítica –ético crítica- sobre la realidad existente, y en la fundamentación, mediante su incorporación a la deliberación pública política, de una praxis política acertada. Los principios éticos son anteriores al uso posible de la ciencia al servicio de los mismos. La práctica política en acto es previa a la posibilidad de usar la ciencia para orientar las deliberaciones sobre la mejor forma de luchar.

Por eso es tan importante la existencia de una cultura que afirme los principios éticos en los que se basa la lucha. Una vez declarada la prioridad de la razón ética sobre cualquier otro tipo de pensamiento a efectos de la emancipación, creo que es conveniente añadir que la propia práctica política organizada, con su apuesta por la acción solidaria y sus resultados autoevidentes sobre la posibilidad de cambiar las cosas si reina la fraternidad entre los explotados, es la mejor defensa de la verdad ética. Para resumir mi juicio: La praxis política organizada del movimiento democrático es la que genera la Reforma Moral e Intelectual que afianza la fe en los principios morales; es la que muestra la eficacia y utilidad de la acción política y la que produce la confianza en la posibilidad de un mundo mejor. A partir de esta premisa la ciencia adquiere toda su potencialidad explicativa para el proyecto revolucionario.



(*) Ponencia presentada en las jornadas sobre Democracia organizada por espaimarx en mayo de 2008
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LA DEMOCRACIA I

Gifs ANimados Flechas (121)
La democracia como movimiento.
Por: Joaquín Miras Albarrán (1)

 El republicanismo es una tradición praxeológica del pensamiento político. Surge históricamente de las luchas por someter a la deliberación y al poder públicos los asuntos –las cosas, las rei- de interés común para la sociedad.

Los textos de los clásicos muestran que la primera idea orientadora de la tradición republicana es el reconocimiento de la prioridad ontológica de la sociedad sobre el individuo. Según frase célebre de Aristóteles, el ser humano es animal cívico, político social1.El individuo humano es un ser de naturaleza plástica o indeterminada, cuyo proyecto biológico requiere ser asistido permanentemente en su desarrollo por la comunidad y ser completado mediante la interiorización de saberes y pautas culturales –hábitos, costumbres desarrollo de habilidades, técnicas, etc. elaborados por las generaciones anteriores-, para que a su vez el individuo pueda habérselas con la vida y manejarse útilmente para sí y para la comunidad.

Libertad y felicidad del ciudadano

Ni el orden social es resultado de una ley natural prescrita por la naturaleza para el ser humano, ni el individuo humano posee una naturaleza, previa a su construcción como individuo por la sociedad. En consecuencia la libertad y la felicidad no dependen de la actividad privada de cada individuo, sino del orden civil establecido. Son asunto político: son el asunto político primordial. La existencia de un orden político tiene como fin garantizar la libertad y la felicidad, esto es, el fin del estado – de la política- es instaurar la eticidad, y por ello resulta imprescindible.

Libertad: en la tradición republicana es libre el individuo que no está sometido a la voluntad de otro. No es libre quien depende de la voluntad ajena para sustentarse, pues deberá someterse a sus decisiones, tiene amo. Por ello la república debe garantizar en primer lugar que cada individuo sea dueño de los medios que le permitan subsistir sin enajenarse – asalariarse o venderse-, sin someterse a dominación.

Felicidad: la república debe establecer las condiciones que permiten a cada ciudadano no sólo la satisfacción de las necesidades elementales, sino alcanzar la vida buena mediante el desarrollo de todas sus capacidades.

Libertad y felicidad exigen la participación cotidiana del ciudadano en la política, como soberano real, de forma que se evite el despotismo o dominación desde la política y se asegure su posición de libre en la sociedad civil. Ciudadanía implica a la vez capacidad de determinarse y no estar enajenado en el mundo civil y en la actividad política.

Pero la actividad política directa del ciudadano no es, en esta tradición, sólo un medio para garantizarse la libertad y la felicidad. Es además, una actividad imprescindible para el desarrollo de la plenitud personal, para el crecimiento de todas las capacidades y facultades potenciales del individuo en el grado en que las posea: para el logro de su felicidad. Su praxis política, como el resto de su actividad, si es libremente dirigida, es en sí misma, ya libertad y felicidad.

El ser humano republicano alcanza su plenitud interviniendo en la política. El ser humano de la antropología liberal disfruta privadamente consumiendo; es más, sus expectativas de prestigio social consisten en eso. Son dos propuestas alternativas para llenar la vida cotidiana del ser humano con un sentido. La búsqueda del sentido de la vida es imprescindible para todo ser humano: el deseo abierto, la capacidad de volición indefinida, del ser humano ha de ser rellenado con un proyecto vital.

En nuestro presente, se pone de manifiesto la inviabilidad de la civilización que ha desarrollado el capitalismo. Además de destruir las economías de amplias zonas del planeta, y requerir una cantidad de recursos naturales no renovables que no existen, colapsa los equilibrios naturales que posibilitan la perpetuación de la especie en el planeta; las evidencias de esto son ya, por desgracia, perceptibles desde la experiencia cotidiana. Se hace imprescindible, en consecuencia, impulsar una reforma moral y de civilización, organizar un orden nuevo.

Delegar esta tarea política en una selecta minoría, aun en el supuesto – irreal- de que estuviese compuesta por seres justos y benéficos incapaces de aprovecharse privadamente de la situación, ni de ejercer el poder político de forma despótica, resulta imposible. Sería imposible generar un orden nuevo, una nueva cultura, en una sociedad compleja y articulada como ésta, sin que la inmensa mayoría se concerniera voluntariamente y aplicara capilarmente sus energías y saberes en este sentido. Pero la adhesión voluntaria de los individuos a la creación de un proyecto civilizatorio requiere que el individuo encuentre una nueva satisfacción que sustituya a las anteriores que debe abandonar, sentido a las nuevas acciones que ha de emprender. La tradición republicana propone como modelo de vida buena a cada ciudadano la participación en el protagonismo político de la sociedad.

La democracia, nombre de un movimiento.

Hasta el momento he tratado de la relación entre la república y la ciudadanía en la tradición republicana. Pero en la tradición republicana clásica, la ciudadanía no tenía que abarcar, por fuerza, a la mayoría de la sociedad. Hubo regímenes republicanos en los que sólo una minoría poseía los derechos de ciudadanía.

Uno de los clásicos escribe: “-Nace, pues, la democracia, creo yo, cuando habiendo vencido los pobres, matan a algunos de sus contrarios, a otros los destierran, y a los demás los hacen igualmente partícipes del gobierno y de los cargos, que, por lo regular, suelen cubrirse en este sistema mediante sorteo”2.

La democracia es un régimen en que la soberanía real la ejercen las clases subalternas –la inmensa mayoría de la sociedad-, que mediante la lucha política aciertan a ponerse en condiciones de hacerse con el poder.
 
Para que los individuos atomizados y explotados que constituyen la mayoría subalterna de la sociedad estén en condiciones de constituirse en poder, o al menos, influyan decididamente en la sociedad, han de haber logrado independizar y homogeneizar sus opiniones, han de haber elaborado su propio proyecto de felicidad pública que les permita coordinar y dirigir la acción política y las luchas: han de haberse constituido en sujeto colectivo organizado. La clave está en ese trabajo previo de autoconstitución en sujeto social que Gramsci denominó hegemonía.

Sin embargo, en la vida cotidiana habitual podemos registrar la desconfianza, los enfrentamientos y luchas entre los individuos de las clases subalternas, y además, su sensación de impotencia, de incapacidad política, de falta de saber y poder ¿Cómo consiguen los pobres alcanzar ese estado previo de capacidad de poder?

La instancia colectiva que materializa eso, como lo ha registrado siempre la tradición, es el movimiento político: “La democracia como cosa en sí, como abstracción formal, no existe en la vida histórica: la democracia es siempre un movimiento político determinado, apoyado por determinadas fuerzas políticas y clases que luchan por determinados fines. Un estado democrático es, por tanto, un estado en que el movimiento democrático detenta el poder”3.

Allí donde ha habido democracia, en la medida en que la ha habido, siempre ha sido resultado de las luchas de masas de las clases subalternas, organizadas establemente y con un determinado proyecto social generado como consecuencia de la experiencia de lucha desarrollada, mediante la deliberación colectiva en su propio espacio público articulado.

¿Qué es un movimiento democrático? “Movimiento”, es una palabra que define, no número de individuos, sino la participación política directa de los individuos de las clases subalternas, desde su vida cotidiana, lo que implica la existencia de instancias colectivas de organización capilares, que posibiliten la deliberación y la acción de los individuos participantes. El movimiento puede originarse a partir de objetivos organizadores y movilizadores muy elementales y, por tanto, la organización, o movimiento puede parecer de corto vuelo. Pero quien se incorpora al movimiento, en principio para conseguir un objetivo común, pasa de un estado de pasividad, conformidad o cinismo a otro en que se rechaza el estado de cosas dado y se confía en otros individuos semejantes con quienes se une. El movimiento pasa a ser un fin en sí mismo para los participantes y se convierte, incoativamente, en creador de nueva cultura, de una nueva sociedad.

El movimiento es en sí mismo un nuevo espacio público en construcción, donde deliberan los miembros participantes en el mismo. Forma así un embrión de opinión pública democrática popular, en cuyos debates todos pueden participar a condición de aplicar los acuerdos posteriormente. Se debate no sólo el qué hacer, sino cómo hacer, qué experiencias previas hay, etc de forma que se ayuda a incorporarse a la acción política a nuevas personas. La actividad asumida responsablemente por cada individuo, previa deliberación democrática, genera en él el desarrollo de nuevas capacidades reales de hacer. El movimiento desarrolla una fundamental tarea de autoilustración, pues sólo desde la participación se puede comprender su proceso y problemas.

El movimiento democrático se convierte en la instancia soberana, libremente aceptada, de control colectivo de las acciones de unas personas –decenas, o millones-y, en consecuencia, genera poder, es decir capacidad de control de la actividad. Esto disminuye y desmonta el poder del rival, en la medida en que éste no puede ejercer ya su dominio sobre esa actividad, y los individuos activos son personas que se detraen a su influencia y dominio.

Entre los imperativos que se plantean a un hipotético movimiento democrático de nuestros días enfrentado con la dominación capitalista está el combate contra la cultura de masas que ha desarrollado el capitalismo y que ha penetrado la vida cotidiana. Esto implica empeñarse en la tarea novedosa de extraer de nuestras vidas los hábitos y costumbres que el capitalismo para el consumo ha desarrollado. Para que el movimiento asuma un nuevo carácter de movimiento antimanipulatorio de la vida cotidiana frente al capitalismo actual se necesita reforzar la tarea de construcción de alteridad cultural desde los microfundamentos organizativos del movimiento democrático, favoreciendo y auspiciando la creación de éstos. Esta praxis cultural para la vida cotidiana resulta primordial para conseguir elaborar democráticamente un nuevo proyecto de vida buena, de felicidad pública.

Desde el punto de vista individual, se desarrolla, junto a las nuevas capacidades, una nueva experiencia. Esto implica para el individuo un cambio en la forma de vivir la vida cotidiana protagonizado por él mismo: una conversión de vida. Desarrolla una nueva forma de interpretar la propia existencia y el mundo en general, una nueva afectividad. Genera nuevas expectativas, nuevas relaciones, una nueva imaginación. Las nuevas experiencias se abren a la reflexión crítica consciente sobre ellas y a compartir la reflexión públicamente: nace el filosofar praxeológico, la filosofía de la praxis.

Todo esto exige, no solo abandonar el apoliticismo, sino también, no delegar la política, no dejarla pasivamente en manos d e profesionales: no aceptar ser “ciudadanos pasivos”.

El filosofar del movimiento democrático

¿Cuál es el mejor programa, el proyecto que debe inspirar al movimiento para que alcance a desarrollarse? ¿Cómo elucidarlo y desde qué instancias? Las respuestas convencionales a estas preguntas son en mi opinión, erradas. Porque parten del prejuicio de que se necesita que un grupo de sabios científicos elabore previamente un proyecto de programa político, “correcto” “científico”, dado que hay que educar a la gente sobre lo que ella desconoce. Y, sin embargo, la experiencia nos dice que se confunden medios y fines y que el fundamento intelectual del proyecto ético no está en la ciencia. El fin es el desarrollo del movimiento, esto es, de la democracia, y de su eventual capacidad para hacerse con el poder e instaurar su régimen: su poder soberano sobre la sociedad civil y sobre el ámbito político, no el desarrollo de éste o aquél programa respecto del cual el movimiento democrático es un instrumento o medio.

¿Entonces, cuál es el programa mejor?: “los puntos que hacen posible un acuerdo inmediato para la acción conjunta de los obreros y que pueden satisfacer directamente las necesidades de la lucha de clases y fomentar la organización de los obreros como clase”, todo lo que impulsa la “formación del proletariado como clase” era el discurso de quienes pertenecieron a la tradición4.

Los diversos movimientos democráticos históricos, que se inspiraron conscientemente en una misma tradición y generaron praxis históricas originales, nuevas experiencias, nuevas culturas, siempre poseyeron un filosofar orgánico, “expresión del movimiento”5, entregado luego a la posterioridad como legado de pensamiento y experiencia. Pero ese discurso intelectual no fue nunca una serie de medidas técnicas elaboradas por científicos sociales que deben ser aplicadas utilizando el Estado y sobre cuya bondad –“cientificidad”- se debe convencer a las masas para que luchen por imponerlas, y tampoco un sistema filosófico académico que trata de explicar el mundo. Este pensamiento, reflexión crítica sobre la praxis de vida, es, al igual que la filosofía clásica, de la que es consciente continuación, interno a la acción y a la vida de las personas: “la filosofía como norma de conducta” de cada individuo6.

Este filosofar integra dos componentes sólo analíticamente discernibles. El primero es más declaradamente protréptico, esto es exhortativo y argumentativo –la antigua retórica clásica-, e interpela al individuo a que salga del marasmo de su inactividad y de su ignorancia culpable, y se incorpore a la praxis política organizadamente. Los textos a los que nos referimos compelen al cambio de vida, proponen al individuo la máxima clásica: “un “conócete a ti mismo” como producto [que tú eres] del proceso histórico desarrollado hasta hoy, que ha dejado en ti infinidad de huellas (.) De entrada conviene hacer ese inventario”7. Incluyen en consecuencia, la crítica de lo existente: crítica de las ideologías que tratan de paralizar la acción política y de legitimar lo existente –en el siglo XlX, por ejemplo, crítica a la escuela escocesa llamada “economía política”-, denuncia de la explotación existente, crítica del sentido común popular. Para cumplir esta tarea de filosofar, el filósofo, en su argüir, debe partir en concreto de los problemas reales percibidos por el sentido común de la persona a la que interpela y debe iluminarlos a la luz del conocimiento científico y del saber de la tradición. Tras ello, en virtud de los principios filosóficos morales de libertad y felicidad, clásicos, propios de la tradición, viene la apelación argumentada a la praxis política : ”Y puesto que el actuar es siempre un actuar político, ¿no se puede decir que la filosofía real está contenida toda ella en su política?8 .

Este sentido práxico, de orientación de vida, poseen los textos de toda la tradición republicana: los ético políticos de Aristóteles, cuyo fin declarado no es conocer el bien sino ser buenos, los discursos de Platón, o los textos de Rousseau, por ejemplo. Y toda “proclama” o ”Manifiesto”, a comenzar por el Manifiesto por antonomasia, de evidente carácter retórico parenético, que invita a la unión para la acción9. Son textos de gran vigor y verdad que apelan a los sentimientos, a la imaginación, que elaboran una nueva forma de ver las cosas. Que interpelan al individuo a “en función de ese esfuerzo del propio cerebro, escoger la propia esfera de actividad, participar activamente en la producción de la historia del mundo, ser guía de uno mismo y no aceptar ya pasiva e inadvertidamente el moldeamiento externo de la propia personalidad”10. Son textos que debemos restituir a la tradición filosófica y retórica clásicas de las que proceden para poder recobrarlos en toda la plenitud de su sentido.

El segundo aspecto surge del propio desarrollo de la praxis del movimiento concreto histórico, es la frónesis. Como resultado de la experiencia desarrollada por los individuos en su praxis política organizada, de las nuevas capacidades inherentemente surgidas de la misma y del enriquecimiento intelectual que produce la deliberación política en un verdadero espacio público, surge en ellos un nuevo sentido común creativo, sustitutivo del sentido común conformista acomodaticio, especialmente dotado para la reflexión concreta sobre el movimiento democrático: los problemas que se perciben y las posibilidades que se abren a la lucha política. Es éste un saber que no se puede aprender a través de estudios reglados, sino que tan sólo se obtiene como experiencia de vida, si bien todas las personas activas no lo poseen en el mismo grado. Desde luego es indispensable para el desarrollo del mismo tener buena formación intelectual, pero es un saber de lo singular –el proceso del movimiento- y de las expectativas que se abren por delante: no hay ciencia de los particulares, ni del futuro. Su tarea es haber “elaborado y hecho coherentes los principios y los problemas que aquellas masas planteaban con su actividad práctica”11. Las personas particularmente preparadas por sus capacidades intelectuales y sus saberes experienciales para esta tarea son los filósofos o intelectuales orgánicos del movimiento: “un nuevo tipo de filósofo que se puede llamar “filósofo democrático”, es decir, el filósofo convencido de que su personalidad no se limita al propio individuo físico sino que es una relación social activa de modificación del ambiente cultural”12.

Este saber conoce que el objetivo de lucha más adecuado no es el más radical, el elaborado más more geométrico, conforme a los cánones de las ciencias, o desde el órdago a priori más gordo, sino el que en la deliberación pública del movimiento concita más voluntades y genera más decisión de aplicarlo, porque es el que fortalece y extiende el poder del movimiento. Es un saber participante, que, con el paso del tiempo, pierde a menudo su capacidad de interpelar o de hacerse comprensible una vez han desaparecido sus condiciones de posibilidad históricas -el movimiento democrático-, por su carácter deíctico, que da por de contados los muchos conocimientos implícitos compartidos por las personas que intervienen, y la experiencia de las mismas, difícil de aferrar para el lenguaje. En la medida en que están imbuidos de esta segunda característica, los textos que lo recogen pueden perder sentido fuera de contexto. En consecuencia, pueden parecer más interesantes saberes genéricos, esto es poco aptos para orientar un movimiento.

De la síntesis explícita de ambos aspectos surge la elaboración del proyecto de Felicidad Pública con arreglo al cual instaurar un Orden Nuevo. Su elaboración, al igual que la de los otros aspectos, compete a los intelectuales orgánicos del movimiento, que son los que, verdaderamente actúan como “expresión del movimiento” –no son títulos que uno pueda auto otorgarse- y que en función de las expectativas de la gente, de sus nuevas capacidades, de sus anhelos y proyectos, surgidas en la lucha, elaboran en deliberación constante un programa que orienta y exhorta al movimiento a convertirse en régimen político, en Orden Nuevo, una vez haya logrado unir a la mayoría.

Estos son los saberes que caracterizan al intelectual colectivo del movimiento y que determinan las características del filosofar praxeológico, o filosofía de la praxis, que orienta al movimiento.


Notas:
1 “fysei politikón zoon”, traducido a menudo como animal social. Aristóteles, Política, 1253a
2 Platón, República. De 557a, hasta 558c. Y también: “Hay oligarquía cuando los que tienen riqueza son dueños y soberanos del régimen; y por el contrario, hay democracia cuando son soberanos los que no poseen gran cantidad de bienes, sino que son pobres”. Aristóteles, Política, 1279b
3 Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo, Ed. Pasado y presente, México, 1981, pp. 335, 336. Ésta ha sido siempre la concepción republicana de lo que es la democracia. Tanto la de los demo republicanos radicales como la de los moderados pero honrados: “…la política hay que hacerla con las muchedumbres para darles una organización interna, que no consiste, ni muchísimo menos, en encuadrarlas en unas formaciones, ni en ponerlas bajo la disciplina de los comités, sino, además, en suscitar, o descubrir entre todos el pensamiento común, en saber qué es lo que queremos hacer todos juntos y en poner en común los medios de lograr lo que queremos. Nosotros fundamos la política sobre la roca viva de la voluntad popular (.) la presencia directa, física, clamorosa, de las muchedumbres es más útil, más necesaria y más urgente. (.) la República no es un aparato legal para crear un sistema de tutelar al pueblo español a través de una red de intereses, o de partido, o caciquiles, o de oligarquías, sino la emancipación definitiva de la democracia española (.) de suerte, que si fuese menester, en la estructura de la república y en virtud de las experiencias adquiridas (.) hacer una rectificación en las líneas fundamentales del régimen, no sería, ciertamente, para apartar más de los Poderes Públicos el poder de la Democracia, sino para hacer que la presencia directa, inmediata y potente de la democracia misma fuese más real y efectiva en los Poderes públicos.(.) si la República quiere justificarse históricamente (.) no puede renegar de satisfacer ninguno de los anhelos de renovación de libertad y de emancipación de la democracia española…”. Manuel Azaña, “Discurso en el campo de Lasesarre (Baracaldo) 14 de julio de 1935, en Discursos en campo abierto, Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1936, pp. 148, 153, 155.
4 Carlos Marx, respectivamente, de: “Carta a Ludwig Kugelmann” 9 octubre de 1866, en Marx y Engels, Obras Escogidas, en tres tomos, Vol. 2, Ed Progreso, Moscú 1974, p.441 y en Manifiesto del partido comunista, Ed. Crítica, B. 1998, bilingüe, p. 57
5 “expresiones generales de los hechos reales de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que transcurre ante nuestra vista”. Manifiesto, Op. Cit., p. 57.
6Antino Gramsci, Introducción al estudio de la filosofía –undécimo cuaderno-, Ed Crítica, B. 1985, trad. de Miguel Candel, p.58.
7 Antonio Gramsci, Op. Cit, p. 41
8 Antonio Gramsci, Op. Cit, p. 43
9“¡Proletarios de todos los países, uníos!” Frase final del texto, escrita en bastardilla y entre admiraciones, Manifiesto, Op. Cit. p. 119. Reparemos también en la vívida descripción del mundo en que desenvuelven las personas a las que se interpela, otro rasgo psicagógico, que educa en valores, propio del filosofar clásico.
10Antonio Gramsci, Op. Cit., p. 40.
11Antonio Gramsci, Op. Cit., p. 47

(*) Ponencia presentada en las jornadas sobre Democracia organizada por espaimarx en mayo de 2008

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República y republicanismo: una aproximación a sus itinerarios de vuelo

Sergio Ortiz Leroux *
  

Resumen

El renacimiento del republicanismo en la teoría política contemporánea ha vuelto a poner en el centro los estudios sobre la genealogía histórica de esta singular tradición de pensamiento político. Este trabajo ofrece un acercamiento a las definiciones genéricas y específicas de la noción de república y una aproximación a los itinerarios de vuelo de los conceptos de republicanismo y república. Todo ello con el propósito de ofrecer una clave de lectura para diferenciar al republicanismo democrático–radical del republicanismo liberal–democrático y, al mismo tiempo, analizar las consecuencias asociadas a la puesta en práctica de esa operación clasificatoria.

INTRODUCCIÓN

Todo renacimiento es un volver a comenzar. Un nuevo comienzo en el cual el pasado toca la puerta del presente a fin de abrir brecha hacia el futuro. El caso del republicanismo no es la excepción. Su renacimiento en los últimos años no es fruto de la casualidad ni de una supuesta voluntad divina o ley histórica, sino resultado de un vacío o malestar diagnosticado en el cuerpo político de las sociedades contemporáneas. Vacío que fue llenado mediante un clavado hacia el pasado con la mirada puesta en el porvenir. El renacimiento de la tradición republicana en las ciencias sociales y humanidades tuvo su origen en el trabajo de un singular grupo de historiadores (Bailyn, Wood y Pocock) que, en la segunda mitad del siglo XX, se dieron a la tarea de rastrear los orígenes teóricos de la tradición institucional angloamericana en fuentes historiográficas hasta entonces desconocidas. Empero, este renacimiento no se circunscribió estrictamente al trabajo de reconstrucción histórica. Juristas, politólogos, economistas y filósofos, entre otros, aprovecharon también el impulso para revisar algunas de las discusiones propias de sus respectivas disciplinas. El ejemplo de la teoría política contemporánea es altamente ilustrativo. El renacimiento de la teoría política republicana está asociado a una crisis por partida doble: por una parte, una crisis de representatividad y legitimidad de las democracias liberales "realmente existentes", que han sustituido la figura del ciudadano por la del consumidor y las virtudes cívicas clásicas por las virtudes institucionales modernas; y, por la otra, una crisis de los fundamentos normativos de la teoría liberal contemporánea, especialmente el liberalismo conservador,1 que ha acabado por divorciar la idea de libertad individual del catálogo de libertades públicas al suponer que la primera nada le debe a las segundas. En el camino de ofrecer respuestas a estos problemas se fueron dibujando los contornos del republicanismo contemporáneo. No es éste el lugar, aclaro, para abordar en detalle este debate y sus diferentes aristas. En otro lugar podremos "entrarle al quite", como se dice coloquialmente. Simplemente lo menciono con el objeto de ilustrar el contexto en el cual renació el republicanismo tanto en la política como en la teoría de la política contemporáneas. Lo que sí me interesa resaltar, en todo caso, es que la crítica republicana de la teoría y práctica liberales abrevó de la tradición republicana para cargarse de fuerza, sustancia y energía. Si lo anterior es cierto, entonces el objetivo de este trabajo es ofrecer el "itinerario de vuelo" de las nociones de republicanismo y república tanto en el plano de la clarificación conceptual como en la dimensión de la historia de las ideas. Hacemos lo anterior no porque tengamos una suerte de nostalgia por el pasado, sino porque partimos de la sospecha –algunos le llaman hipótesis– de que el discurso republicano de nuestros días tiene mucho que aprender del republicanismo clásico y moderno, si es que quiere mantenerse vigente. La actualidad del republicanismo contemporáneo radica, precisamente, en que no niega ni se avergüenza de su tradición al momento de advertir los riesgos de un proceso de modernización que se mira a sí mismo con soberbia y autosuficiencia. Por el contrario, el republicanismo contemporáneo se siente orgulloso de esa tradición, la presume en público y recurre a ella a fin de reconstruir críticamente los excesos narcisistas de nuestra modernidad.

En consecuencia, en las siguientes líneas analizaremos, primeramente, las distintas definiciones que existen acerca de las nociones de republicanismo y república con el fin de encontrar los rasgos genéricos y específicos de estos conceptos. En un segundo momento, abordaremos el itinerario de vuelo de la noción de república en la historia de las ideas políticas con el fin de descifrar su naturaleza mutante y no estática. Finalmente, y a manera de conclusión, presentaremos una propuesta de clasificación de los distintos republicanismos y la forma como éstos han sido y pueden ser recuperados por los republicanos de nuestros días.


CONCEPTOS Y DEFINICIONES

El republicanismo es un término que denomina a quienes aman o son partidarios de la república (respublica)(2 ) o tienen espíritu, carácter o condición de republicano. Si bien se usan regular e indistintamente en el lenguaje político y académico los conceptos republicanismo y república, se trata de términos similares pero no idénticos. Al igual que el liberalismo o el socialismo,(3) el republicanismo es un "ismo",(4) vale decir, una teoría y práctica políticas que contiene una determinada interpretación de la realidad histórico–social y constituye una guía útil para la acción práctica. La república, por su parte, no es una doctrina o un movimiento político, sino designa la forma o la esencia de la política –si se considera su acepción amplia– o un régimen político opuesto a la monarquía –si se toma en cuenta su sentido restringido.

 Como término genérico, la república significa la cosa pública, la cosa del pueblo, la comunidad, la empresa común de los ciudadanos, dirigida por ellos para la consecución del bien común. En consecuencia, la res publica tiene una naturaleza eminentemente pública (polis) y se distingue por principio de todo lo que corresponde a la esfera privada (oikos) de la vida humana. Como término genérico, al mismo tiempo, el concepto de república comprende una teoría de la soberanía política, según la cual todo poder político proviene del pueblo y todo acto de gobierno debe someterse a leyes justas que procuren el bien común.(5). Ahora bien, como término específico, la república designa una forma de Estado, que se define en contraposición a la monarquía, en la que el ejercicio de la soberanía corresponde al pueblo, directamente o valiéndose de instituciones representativas. Este término específico, por cierto, no es ajeno al concepto genérico. Por el contrario, el primero puede ser leído como el correlato lógico del segundo, en tanto que se acepta comúnmente que la mejor manera de abogar por la causa pública es depositando el poder en el pueblo y la mejor forma de defender los intereses del pueblo es abogando por el bien común. La cosa pública, en consecuencia, puede ser entendida también como la cosa del pueblo. Empero, también puede aceptarse –aunque a primera vista parezca paradójico– la existencia de una "monarquía republicana" o de una "aristocracia republicana", si se considera que ambas formas de gobierno gobiernan, valga la redundancia, atendiendo no el interés del uno o de los pocos, respectivamente, sino el interés general, que no es igual al interés de todos o a la suma de los intereses particulares. Su sentido republicano descansa, por el contrario, en la crítica del poder como patrimonio del uno (tirano) o de los pocos (oligarquía).

Como se observa, el republicanismo es un concepto que incluye a la república pero que excede los alcances de la misma. Los republicanos, ciertamente, son defensores de la forma de gobierno republicana. No hay republicanos que no defiendan a la república. Pero el republicanismo no se agota en la defensa de esa forma particular de gobierno, sino comprende definiciones más amplias y sustantivas sobre el conjunto del sistema social: sobre la economía, la cultura, la sociedad civil, etcétera. De ahí que pueda hablarse de una cultura o una sociedad civil republicanas. La teoría que reúne el conjunto de leyes o principios generales que le dan sentido a la acción y coherencia al pensamiento de quienes se asumen a sí mismos como republicanos es el republicanismo. Y la forma política concreta que asume la teoría y práctica republicanas es la república. Dos conceptos, en síntesis, similares pero no iguales.

Al igual que muchos otros conceptos políticos (como democracia, libertad, igualdad, gobierno, etcétera), el término república no es estático sino está sujeto a diversas evoluciones semánticas. La historia y la filosofía política ponen en evidencia que su connotación no es la misma según se atienda a la Antigüedad griega o romana, a la Edad Media, a los tiempos modernos o a la época contemporánea. En la Antigüedad grecolatina, la república es, literalmente, res publica, la cosa pública, la cosa del pueblo. Su acepción, por tanto, es genérica. Con el Renacimiento, el concepto de república sufre una mutación fruto de la crítica a las monarquías absolutas y a la doctrina de la soberanía popular. La república democrática es ahora una forma particular de Estado, ya no una forma general de la política, que se define en contraposición a la monarquía absoluta. Su acepción es específica. Finalmente, con el advenimiento de la modernidad, el significado de la palabra república sufre una nueva transformación, más de forma que de contenido. En nuestros días, se identifica regularmente a la república como un gobierno representativo en el que el poder del jefe de Estado o presidente procede del voto de todos o de parte de los ciudadanos. Por ello, se habla actualmente de que países como México o Estados Unidos son repúblicas presidencialistas y de que España o Gran Bretaña son monarquías constitucionales.

En suma, el concepto república puede significar la cosa pública (término genérico); la teoría de la soberanía política (término genérico); la forma de Estado, basada en la soberanía popular, opuesta a la monarquía (término específico); o el gobierno representativo depositado en un jefe de Estado o presidente de la República (término específico) .6

LA REPÚBLICA EN LA HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS

En la historia de las ideas políticas, el término república designó un régimen político o bien la forma o la esencia de la política. En Platón, por ejemplo, la República es sinónimo de Constitución, es decir, un tipo particular de organización política. La República de Platón (siglo V antes de Cristo) es un tratado del hombre dado que la ciudad o polis (cives) sólo puede ser lo que el hombre hace en ella. El hombre se realiza a sí mismo en la ciudad y gracias a su constitución o politeia. De ahí que la república descrita por Platón coincide con la idea de polis, o con la ciudad inteligible.

En la Antigüedad romana, el término república es una palabra nueva que expresa un concepto que, en la cultura griega, correspondía a una de las múltiples acepciones del término politeia. La traducción latina del concepto griego de politeia fue, entre otras, res publica (república).(7) La noción de politeia tiene como fuente principal el famoso libro de La Política de Aristóteles. En la Antigüedad griega se entendía por república:

[...] un régimen político en el que, al mismo tiempo que se garantizaba la participación popular en el gobierno, se conjuraba el peligro que para la libertad y la justicia representaba la democracia pura, esto es, la democracia ateniense. Es decir, los conceptos de democracia y república referían a formas de gobierno distintas y hasta opuestas.(8)

La oposición entre democracia y república no es arbitraria, sino está asociada a la diferencia que existe entre las formas puras (e impuras) de gobierno y el gobierno mixto. Para clarificar esta diferencia hay que explorar previamente la teoría clásica de las formas de gobierno elaborada por Aristóteles en La Política (1279a,b). Dicha tipología es producto simultáneo de dos criterios centrales: quién gobierna y cómo gobierna:

Los términos de constitución y gobierno tienen la misma significación, y puesto que el gobierno es el supremo poder de la ciudad, de necesidad estará en uno, en pocos o en los más. Cuando, por tanto, uno, los pocos o los más gobiernan para el bien público, tendremos necesariamente constituciones rectas, mientras que los gobiernos en interés particular de uno, de los pocos o de la multitud serán desviaciones [...] De las formas de gobierno personal solemos llamar monarquía o realeza a la que tiene en mira el bien público; y al gobierno de más de uno, pero pocos, la aristocracia [...] Cuando, en cambio, es la multitud la que gobierna en vista del interés público, llámese este régimen con el nombre común a todos los gobiernos constitucionales, es decir república o gobierno constitucional [...] De las formas de gobierno mencionadas sus respectivas desviaciones son: de la monarquía, la tiranía; de la aristocracia, la oligarquía; de la república, la democracia. La tiranía, en efecto, es la monarquía en interés del monarca; la oligarquía, en interés de los ricos, y la democracia en el de los pobres, y ninguna de ellas mira a la utilidad común.9

Según la teoría aristotélica, la rectitud o pureza de las formas de gobierno hace referencia a que es una única clase u orden social la que participa en el gobierno, sin concurrencia de las otras. Y la desviación o maldad está indicada por el fin al que dirijan el ejercicio de gobierno. Si las formas puras monarquía, aristocracia y politeia (república) ejercen el gobierno en sintonía con el "bien público" o el "interés público" (la res publica) y bajo el respeto a la ley, entonces son formas rectas o buenas. Si, por el contrario, se ejerce el gobierno de acuerdo con un interés propio de la clase que gobierna,10 sin atender el interés colectivo asociado a la idea de "bien público", entonces el gobierno se corrompe y, en consecuencia, es malo. Todas las desviaciones o formas corruptas (tiranía, oligarquía y democracia) son, según Aristóteles, tiránicas y despóticas.

Para Aristóteles, la desviación o corrupción de las formas de gobierno forma parte de un proceso cíclico, que se presuponía inevitable. Las formas de gobierno estaban vinculadas de tal manera que los estados no podían escapar a este ciclo perverso. La generación de una forma de gobierno se producía en la corrupción de otra. La consecuencia ineludible era la corrupción, la tiranía, el despotismo y la inestabilidad. A fin de escapar de este círculo perverso, Aristóteles plantea la idea de un gobierno mixto (1266a):

En opinión de algunos, en efecto, la mejor constitución debe ser una combinación de todas las formas de gobierno, y por ello elogian la de los espartanos, que, según dicen, está hecha de oligarquía, monarquía y democracia [...] Mejor se expresan quienes combinan más formas de gobierno, ya que es mejor la constitución que consta de más elementos.11

La idea del gobierno mixto se sostiene en el principio según el cual la degeneración de una forma de gobierno buena en mala puede evitarse con la constitución de un gobierno que sea el resultado de una mezcla o combinación o integración sin más de las tres formas buenas.12 Un gobierno mixto basado en la ley sería la solución que conjugaría este círculo recurrente y que proporcionaría estabilidad, equilibrio, libertad y justicia al Estado. Por tanto, frente a la democracia y otras formas simples, la república significa gobierno mixto. De ahí que el nacimiento del republicanismo antiguo esté asociado a la defensa del gobierno mixto frente a las formas puras.

En el siglo I antes de nuestra era, Cicerón reformula el mensaje de Platón y Aristóteles sobre la república y se interesa en conseguir la mejor Constitución política. Su discurso ya no es de corte filosófico sino jurídico, por lo que busca conciliar la práctica política con la idealidad de la república perfecta de Platón. Para Cicerón, la res publica es, antes que nada, res populi: "es, pues, la república la 'cosa del pueblo', y el pueblo, no toda agrupación de hombres agregada de cualquier manera, sino la de una multitud, asociada por un consenso de derecho y la comunidad de intereses".13 La definición de Cicerón sienta las bases de un concepto fuerte de república que logra trascender su propio límite temporal y espacial. El pueblo, antes que nada, no es una simple reunión de hombres, un rebaño cualquiera como diría Nietzsche, sino un grupo o "multitud" de hombres que están unidos por una "comunidad de intereses" que mantiene un "consenso" en torno a un "derecho" o "legislación común" (iuris consensus). De ahí que sea inconcebible una república sin leyes, condición de posibilidad de la vida en comunidad. La República de Cicerón presenta un doble carácter: es un régimen político de naturaleza histórica y, al mismo tiempo, un modelo de orden natural y divino. Si lo que se pretende es evitar la decadencia y posterior caída de la república –como sucedió en Roma–, entonces hay que fundamentar esta comunidad de intereses alrededor de un iuris consensus y no en convenciones humanas, en un orden natural sustentado en la ley de Dios. El paradigma platónico de la república ideal es sustituido por la naturaleza divina traducida en modelo ideal.

En la Edad Moderna, el término república se seculariza. Jean Bodin, en Los seis libros de la República (1576), señala que la república es "un recto gobierno de varias familias y de lo que les es común, con poder soberano".14 El acento que pone Bodin en el "recto gobierno" tiene un significado propio, y no puede ser concebido simplemente como un apéndice del análisis de la soberanía. Se habla de "recto gobierno" a causa de la diferencia que existe entre las repúblicas y las bandas de ladrones y piratas. La familia –segunda parte de la definición– es el modelo de gobierno de la república. La soberanía, por su parte, significa, pura y simplemente, "poder supremo", es decir, poder que no reconoce por encima de sí mismo ningún otro poder. Finalmente, lo que es común al pueblo es lo público. No hay república si no hay nada público:

Además de la soberanía, es preciso que haya alguna cosa en común y de carácter público, como el patrimonio público, el tesoro público, el recinto de la ciudad, las calles, las murallas, las plazas, los templos, los mercados, los usos, las leyes, las costumbres, la justicia, las recompensas, las penas y otras cosas semejantes, que son comunes o públicas.15

El propósito de las repúblicas es diverso. Su propósito general es prosperar en la piedad, la justicia, el valor, el honor y la virtud. En un primer momento, una república no puede subsistir sin aquellas acciones ordinarias relativas a la conservación del bienestar del pueblo, como la administración y la aplicación de la justicia y distribución de bienes. Una vez que el hombre satisface sus necesidades materiales básicas está en capacidad de vivir en la virtud. Finalmente, mediante el desarrollo de las virtudes intelectuales (sabiduría, conocimiento y religión), la república puede alcanzar su último propósito: ofrecer a los hombres "la contemplación divina del objeto más bello y excelente que puede ser pensado e imaginado".(16) De suerte que la república de Bodin sigue siendo, a pesar de todo, parte de una teología religiosa sumamente particular.

Nicolás Maquiavelo, por su parte, identifica a la república como una forma de Estado diferente de la monarquía: "todos los Estados, todos los dominios que han tenido y tienen soberanía sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados".(17) Para Maquiavelo, la república es un cuerpo público y colectivo que posee acentos democráticos o aristocráticos, mientras que el principado está dominado por la estatura del príncipe y por el poder unificador de su voluntad de dominación. El político florentino construye su idea de la república a partir de la historia de Roma. En ella descubre todos los signos de la política republicana. La república romana pone en evidencia que el destino del Estado se determina en consecuencia de la relación que se establece entre Poder y división social. En el capítulo cuatro de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1531), el escritor florentino expone en qué consiste la virtud del modelo romano:

Sostengo que quienes censuran los conflictos entre la nobleza y el pueblo, condenan lo que fue la primera causa de la libertad de Roma, teniendo más en cuenta los tumultos y desórdenes ocurridos que los buenos ejemplos que produjeron.(18)

Para Maquiavelo, la virtud de la república romana radica –aunque suene paradójico–en el conflicto que le era inherente. El conflicto en la Roma republicana entre la plebe y el Senado no era un factor de desintegración social sino un mecanismo de integración. Los deseos de las clases no son necesariamente malos, porque de ellos puede nacer una república fuerte. A contracorriente, Maquiavelo afirma que el desorden no sólo no es en sí mismo malo, existe en él algo que puede engendrar un orden, pero ese mismo orden no lo suprime. Aquel que busque cancelar la división social y, por tanto, terminar para siempre el conflicto, acabará por desdibujar la virtud republicana. El escritor florentino, entonces, pone de manifiesto la función del conflicto como factor del cambio histórico. La historia no es sólo degradación o conservación de una esencia originaria sino posibilidad de creación política.

La grandeza de Roma, según Maquiavelo, descansa en su habilidad para interponer entre nobles y plebeyos la institución de la Ley. Entre ambos deseos no mediaba un Príncipe absoluto, como en el principado, sino el derecho: "pero esa mediación no significa el aislamiento de las clases en su ser, sino la inauguración de una nueva relación, de un nuevo vínculo: el político".(19) La Ley y el Poder no son fieles a sí mismos si no están expuestos a los efectos de los deseos del pueblo. Maquiavelo descubre en el conflicto de clases el fundamento de la libertad política: "en toda república hay dos apetitos, el de los nobles y el del pueblo. Todas las leyes que se hacen a favor de la libertad nacen del desacuerdo entre estos dos apetitos, y fácilmente se verá que así sucedió en Roma".(20) En la República romana el hombre no obedece a otro hombre, sino obedece a la Ley. La institución de la Ley es la institución de una igualdad de principio entre los hombres que no se encuentra ni en la sociedad civil ni en la naturaleza. En suma, la división de la sociedad en dos apetitos, el de oprimir y el de no ser oprimido, es lo que da en Roma el fundamento a la república, el régimen de la libertad, aquel en cual ningún hombre está sujeto a otro hombre sino a la Ley. El poder de la república no puede ser identificado con un individuo o un grupo de individuos; es la expresión de un poder anónimo: el gobierno de la Ley.
 
Para Maquiavelo, la fuerza del deseo del pueblo mantiene abierto el principio de la Ley y la unidad del Estado. La Ley es fruto de una "desmesura": el exceso del deseo de libertad del pueblo. El contenido de las leyes está estrechamente ligado a la intensidad o no del deseo del pueblo. El Estado, por su parte, no es una simple fachada que oculta la dominación de la clase dominante. El deseo del pueblo, en clave maquiaveliana, prohíbe rebajar lo Universal al registro del dominio de clase: "las aspiraciones de los pueblos libres rara vez son nocivas a la libertad, porque nacen de la opresión o de la sospecha de ser oprimido".(21) Las instituciones de la república no se limitan a la protección de los intereses de la clase dominante sino al precio del poder y de la expansión del Estado. La ambición y rapacidad de los Grandes encuentran un freno en el derecho que se hace en cierta forma de acuerdo con los deseos del pueblo. Maquiavelo, entonces, "dibuja el cuadro de una sociedad en la que el Poder se separa de los Grandes y, por ello, aunque oprimiendo al pueblo, dé una salida a su deseo rebajando a los poderosos".(22)

Ahora bien, ¿quién puede defender mejor la libertad, los Grandes o el pueblo? Para Maquiavelo, el deseo de los Grandes puede llevar a la ruina a la libertad. El miedo a la pérdida, dice el autor en El Príncipe, es fuente de violencia: "por encima de todas las cosas, (el Príncipe) debe abstenerse siempre de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio".(23) El apetito de riqueza, poder o fama nunca queda plenamente satisfecho ya que siempre queda un hueco que necesita ser llenado. La sed de poseer es insaciable. Sin embargo, la conducta del pueblo no se distingue en mucho de aquella que caracteriza a los Grandes. Su deseo está comúnmente motivado por la envidia y el odio hacia los Grandes. Luego entonces, ¿la libertad es esclava tanto de los Grandes como del pueblo? No. Maquiavelo afirma que las consecuencias de ambos deseos no son las mismas. Mientras que la singularidad del deseo de los Grandes es querer siempre más, la del pueblo es el no ser oprimido. Esa negatividad coincide con la libertad de la ciudad, con la Ley.

A los ojos de Maquiavelo, la dinámica social depende del impulso de un poder que, por muy dividido que esté del pueblo, representa un más allá de la división de clases, la deja actuar, explota los efectos, y a la vez consigue el apoyo de aquellos que dominan en la sociedad y encarna para los dominados la trascendencia de la Ley y del Estado.

Durante el siglo XVII fue en Inglaterra donde las ideas republicanas de Maquiavelo se desarrollaron y ampliaron considerablemente.(24) El más importante exponente del republicanismo inglés fue James Harrington, quien publicó Oceana en 1656. En este libro, el autor considera que la personalidad política de los individuos está fundada en la propiedad (tierra o dinero), y ésta no se considera como una concesión de un noble o del rey, sino deriva de la libertad del individuo. El libre propietario, al no depender de otra persona en la adquisición de propiedades, está liberado de cualquier relación de vasallaje. Por tanto, las armas con que ha de defender su propiedad son sus propias armas y no las de noble alguno. Así pues, la propiedad y las armas de un individuo es lo que fundamenta su carácter de ciudadano y el conjunto de ciudadanos armados, el pueblo en armas, es lo que garantiza la existencia de una república:

La relación entre propiedad, fuerza militar y poder político como fundamento de una república lleva a Harrington a considerar que toda república requiere de una distribución equitativa de la tierra (y de la propiedad en general), a fin de asegurar una distribución equilibrada y balanceada de la autoridad política que prevenga cualquier aristocracia.(25)

De ahí que el modelo republicano del pensador inglés requiera de una democracia de propietarios libres y armados.

En Francia, por su parte, el republicanismo maquiaveliano clásico sufre algunas modificaciones. Con Charles de Montesquieu desaparece la díada monarquía y república y surge una nueva triada: monarquía, república (aristocrática y democrática) y despotismo. Cada una de estas formas de gobierno tiene una naturaleza, lo que las hace ser tales, y un principio o resorte, lo que las hace obrar. Lo primero es la estructura de gobierno: quién detenta el poder y cómo se detenta; lo segundo las pasiones humanas que lo mueven. Si el criterio que se utiliza es el de su naturaleza, la monarquía es el gobierno de uno pero sujeto a leyes fijas y preestablecidas; la república es la forma de gobierno en la que el pueblo (democracia) o una parte de él (aristocracia) gobierna; y en el despotismo gobierna uno sin ley ni regla.

Ahora bien, si lo que se toma en cuenta son los principios, la monarquía es la forma de gobierno que tiene como principio el honor; el motor o resorte del despotismo es el temor; y en la república existen distintos principios según sea una república aristocrática o democrática. En la república aristocrática el resorte o motor es la templanza, es decir, un cierto espíritu de moderación. Y en la república democrática el principio es la virtud. Para Montesquieu, la virtud no tiene un fundamento de orden moral o religioso sino político: "la virtud en una República es sencillamente el amor a la República. No es un conjunto de conocimientos, sino un sentimiento que puede experimentar el último hombre del Estado tanto como el primero".(26) La virtud política puede traducirse, entonces, como el amor a la patria, el amor a la igualdad y, en consecuencia, dada la escasez de bienes, el amor a la frugalidad:

El amor a la República en la democracia es amor a la democracia, y éste es amor a la igualdad. Es además amor a la frugalidad. Cada cual debe gozar de la misma felicidad y de las mismas ventajas, disfrutar de los mismos placeres y tener las mismas esperanzas, lo cual sólo puede conseguirse mediante la frugalidad general. El amor a la igualdad, en la democracia, limita la ambición al único deseo, a la única felicidad de prestar a la patria servicios mayores que los demás ciudadanos.(27)

Como consecuencia del amor a la patria, a la igualdad y a la frugalidad, las leyes de la República deben basarse en una división equitativa de la propiedad de la tierra y en una regulación de su sucesión, de suerte que se evite la desigualdad por acumulación hereditaria. En una república democrática, todos los ciudadanos participan en el gobierno y, en este sentido, deben regularse las leyes políticas para su elección y sorteo. Sin embargo, la república, según Montesquieu, es cosa del pasado, es una reliquia propia de arqueólogos:

Pero la república, la mejor forma de gobierno que pueden tener los hombres es cosa del pasado. Exige como condición sine qua non un territorio poco extenso, un reducido número de ciudadanos, una actitud cívica que resulta imposible para los tiempos modernos.(28)

Durante el siglo XVIII, entonces, el discurso de la república aparece estrechamente ligado a la exaltación del pequeño Estado, que sólo permite una democracia directa. Jean Jacques Rousseau sostiene que el único sujeto del poder soberano es el pueblo. Ni uno, ni pocos, ni la mayoría pueden ser titulares de este poder, sino solamente todos los miembros asociados que unidos forman el cuerpo soberano.(29) En consecuencia, la única forma de Estado admitida es la república, aunque pueden haber distintas formas de gobierno: democracia, si el soberano confía el gobierno a todo o a la mayor parte del pueblo; aristocracia, si el gobierno se deposita en un pequeño número de personas; y monarquía, si uno solo es el titular del gobierno. La república roussoniana es, entonces, una forma de democracia directa en la que todos los ciudadanos que tienen derechos políticos participan en primera persona, sin necesidad de representantes, en los asuntos de gobierno. El poder soberano de ese Estado descansa en la asamblea popular en la que todos reunidos en primera persona deliberan a fin de construir la voluntad general. La expresión concreta de esa voluntad general son las leyes. De ahí que en El contrato social (1762) Rousseau considere que la palabra república se aplica a todo Estado regido por leyes, bajo cualquier forma que sea. La idea de ley constituye el eje de la república.

A finales del siglo XVIII, en la era de la revolución democrática, se instauran las primeras grandes repúblicas modernas: los Estados Unidos (1776) y la República Francesa (1792). En los Estados Unidos, el ideal republicano fue recuperado por dos corrientes políticas distintas: Los Federalistas y Los Antifederalistas (1787–1788). En Francia, por su parte, el republicanismo fue recuperado por la vertiente jacobina de la Revolución Francesa, especialmente por la figura de Maximilien de Robespierre.

La obra de Montesquieu, en especial su crítica al republicanismo clásico y su célebre teoría sobre la separación de poderes, constituye el fundamento teórico de Los Federalistas30 en el debate constitucional que siguió a la independencia de las colonias norteamericanas. Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, autores de la Constitución Norteamérica, elaboraron un nuevo concepto de república completamente distinto al acuñado por los autores de la tradición republicana clásica de Roma y de las ciudades medievales y renacentistas italianas del siglo XI al XIV. Para ellos, las colonias americanas formaban un territorio extenso con una población importante, que hacía prácticamente imposible aplicar los principios republicanos clásicos. En consecuencia, el rasgo fundamental de toda república es la representación política mediante elecciones periódicas. La idea de representación política se orienta principalmente a defender la autonomía y discrecionalidad de los representantes en relación con los representados. Lo fundamental de un sistema representativo es conseguir la estabilidad del gobierno, con el objetivo de que pueda actuar de acuerdo con los intereses generales de la Nación y no en función de los intereses particulares de los grupos sociales.

Para Los Federalistas, la Constitución de una república moderna debe estar fundada en un conocimiento preciso de las consecuencias que tienen las leyes y las instituciones en el comportamiento humano. Desde su óptica, son las leyes e instituciones, y no las cualidades de los ciudadanos, las que aseguran la existencia y durabilidad de las repúblicas. La libertad, por ende, no es el resultado de una moralidad cívica superior sino de una organización adecuada del Estado. Atrás quedaron ideas "anticuadas" de las repúblicas antiguas como la virtud cívica y la ciudadanía participativa.(31)



En suma, los autores de la constitución norteamericana rechazaron completamente los principios clásicos de libertad política, virtud cívica y participación política de los ciudadanos como fundamentos centrales de la república, sustituyéndolos por las "virtudes institucionales" que permiten crear un sistema de control y balance del gobierno. El diseño institucional de Los Federalistas buscó preservar el equilibrio de poderes de la organización política de Inglaterra en una sociedad igualitaria (sin órdenes) y extensa. El resultado fue que la separación de poderes británica se reforzó mediante un sistema presidencial con Senado y Congreso, se privilegió la lógica de la representación política y se pluralizó el poder a través de la organización federal.(32) De esta manera, el republicanismo norteamericano se vinculó no solamente con la tradición liberal sino, ante todo, se adaptó a las condiciones estructurales y funcionales del Estado y las sociedades modernas.

Sin embargo, hay que recordar que no todo el republicanismo norteamericano de la Guerra de Independencia tomó distancia de los principios básicos del republicanismo clásico. Es el caso de Thomas Jefferson, cabeza de Los Antifederalistas en el debate constitucional fundacional de los Estados Unidos, quien en su defensa de las virtudes cívicas se preocupó por asegurar el establecimiento de un tipo particular de organización económica, funcional al surgimiento de tales virtudes. En concreto, el estadista norteamericano proponía la organización de un modelo de república agraria, que fuera el caldo de cultivo para la obtención de buenos ciudadanos. En sus "Notas sobre el estado de Virginia" (1787) criticaba el incipiente desarrollo industrial de su país y aconsejaba la importación de bienes manufacturados:

Para Jefferson, la defensa de una particular organización de la economía, como la economía agraria (alejada de la industria y el comercio), no sólo iba a ayudar al desarrollo de ciertas cualidades de carácter, sino que también iba a resultar beneficiosa al permitir el mantenimiento de relaciones más o menos igualitarias dentro de la sociedad.(33)

En el fondo, la defensa de la república agraria significa para Jefferson la posibilidad de limitar la influencia perjudicial del dinero entre los ciudadanos y dentro del poder.

Por su parte, el republicanismo de la Revolución Francesa es heredero de la idea aristotélica de la democracia como el gobierno de los pobres en beneficio de los pobres y del pensamiento republicano clásico de Rousseau, especialmente de su idea de voluntad general del pueblo soberano. En la Francia revolucionaria, entonces, el republicanismo asumió una forma democrática–popular. La reaparición del pensamiento democrático en la acción y en la teoría republicana se produce cuando la Revolución Francesa hace que el pueblo pobre vuelva a ser protagonista central de la historia. El periodo culminante de este proceso histórico es la fase democrático–popular de la revolución, la que lleva al poder a las masas populares organizadas, cuya expresión política se articula en torno al Club de los Jacobinos y la figura emblemática de Robespierre. El proyecto político del revolucionario francés es la implantación de un régimen democrático clásico en Francia: "República y democracia no son proyectos antagónicos sino son sinónimos".(34)

Para Robespierre, que se veía a sí mismo como heredero del modelo romano y predicaba la virtud y la devoción a la patria, la libertad era positiva, pues estaba ligada estrechamente con la vida común más que con el individualismo. La libertad, en este sentido, consiste en obedecer las leyes en cuya elaboración uno mismo ha participado. Nada más ajeno a la figura de la libertad que verse sometido a voluntades ajenas a uno mismo. De ahí la estrecha relación entre la libertad y la igualdad: sin igualdad material la libertad deviene no en independencia sino en servidumbre hacia los otros.

El Estado republicano, según Robespierre, se sustenta en una doble soberanía: la soberanía del individuo y la de la comunidad. En sintonía con la tradición clásica, el revolucionario francés plantea que el soberano debe hacerlo todo por sí mismo: "La democracia es un Estado en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son fruto de su obra, lleva a cabo por sí mismo todo lo que está en sus manos, y por medio de sus delegados todo aquello que no puede hacer por sí mismo".35 El peligro mayor con el que se encuentra la república es, precisamente, la separación entre el soberano y el magistrado, es decir, entre quien elabora las leyes y quien las ejecuta. El comienzo de la corrupción de una república se encuentra en la separación entre el magistrado y el soberano. En consecuencia, toda la acción política republicana se encaminará a subvertir la escisión que aparece entre representantes y representados. De ahí que la teoría de la representación política de matriz republicana–liberal sea vista con recelo. El pueblo debe hacerlo todo por sí mismo y en su ámbito natural: la comuna. La administración del Estado tiene pocas aunque importantes atribuciones, fundamentalmente la relación con otras naciones.

El republicanismo jacobino, en suma, recupera las fuentes antiguas de la república democrática e igualitaria a fin de construir un modelo de democracia directa que garantice el gobierno del y para el pueblo, eliminando con ello toda forma de divorcio entre los representantes y los representados. Con él, se actualiza una noción de libertad vinculada estrechamente con las condiciones materiales de vida.

Resumiendo. En la historia de las ideas políticas el término república designa o bien un régimen político o bien la forma o esencia de la política. En sus orígenes clásicos, la idea de república estuvo asociada a la defensa del gobierno mixto frente a las formas puras de gobierno. Un gobierno mixto basado en la participación de los ciudadanos, en la defensa de la ley y en la búsqueda del bien común, asegura Aristóteles en La Política, proporcionaría estabilidad, equilibrio, libertad y justicia al Estado. El modelo constitucional más notorio de esta modalidad de gobierno fue el de la república romana con su sistema de cónsules, Senado y tribunos del pueblo. Sólo esta constitución permitió equilibrar los intereses de uno, de pocos y de muchos en un gobierno mixto en el cual concurrieron elementos democráticos, aristocráticos y monárquicos. Posteriormente, la idea de república estuvo ligada, gracias a la obra de Maquiavelo, a la afirmación de un cuerpo público, colectivo, soberano y sustentado en la ley, que mediara entre los apetitos irreductibles de los grandes por dominar y del pueblo de no ser dominado. Ese nuevo orden civil, contrario a las monarquías, garantizaría una relación de corte político entre los distintos deseos sociales presentes en la sociedad política. Finalmente, pero no al último, se encuentra la noción de república propia de las revoluciones modernas. En la independencia de los Estados Unidos, Los Federalistas rechazaron completamente los principios clásicos de libertad política, virtud cívica y participación política de los ciudadanos como fundamentos de la república, sustituyéndolos por las "virtudes institucionales" que permiten crear un sistema de control y balance del gobierno. De ahí en adelante, el rasgo fundamental de toda república será la representación política mediante elecciones periódicas. Mención aparte merece el republicanismo democrático de Jefferson, quien proponía la organización de un modelo de república agraria, que fuera el caldo de cultivo para la obtención de buenos ciudadanos. En la Revolución Francesa, por su parte, el republicanismo jacobino encabezado por Robespierre, recupera las fuentes antiguas de la república democrática a fin de construir un modelo de democracia directa que garantice el gobierno del y para el pueblo, eliminando con ello toda forma de divorcio entre los representantes y los representados. En este proyecto se actualiza una noción de libertad vinculada estrechamente con las condiciones materiales de vida.

  
CONCLUSIÓN

Más allá de sus obvias diferencias, pueden identificarse dos grandes matrices del pensamiento republicano: por un lado, un republicanismo democrático–radical y, por el otro, un republicanismo liberal–democrático. En el primero, que incluye a autores como Maquiavelo, Harrington, Jefferson y Robespierre, la idea de bien común coincide con el gobierno del, para y por el pueblo. Esta versión no le teme al gobierno de los pobres (democracia), sino se preocupa de la tiranía y del gobierno de los ricos (oligarquía). Por ello, su noción de república aparece asociada a los siguientes elementos: a) la defensa de la libertad no como ausencia de interferencia, como sostienen los liberales, sino como ausencia de dependencia o de dominación. Ser dominado significa ser gobernado por otro. No ser dominado significa autogobernarse, es decir, decidir autónomamente quiénes y cómo queremos ser. Es la oposición entre esclavo (servus) (liber); b) la consolidación de una sociedad de propietarios, en tanto que quien depende de otro para vivir, quien vive a merced de otro, no es libre sino esclavo. De ahí que la libertad republicana supone la ausencia de dependencia material hacia otros; y c) la afirmación de una noción de ciudadanía que no sólo le proporcione al individuo derechos vinculados a la libertad, sino le exija al ciudadano asumir determinados deberes para la comunidad. A fin de realizar esos intereses generales, los ciudadanos deben cultivar ciertas virtudes cívicas: igualdad, fraternidad, simplicidad, austeridad, frugalidad, patriotismo, solidaridad, etcétera.

Por su parte, en el republicanismo liberal–democrático, que comprende autores como Aristóteles, Montesquieu, Hamilton y Los Federalistas, la noción de bien común aparece asociada no con el gobierno del pueblo sino con el gobierno de las leyes y con la noción moderna de representación. Para este republicanismo, la participación del pueblo es, ciertamente, importante, pero ésta se limita a la elección de los gobernantes. El pueblo no participa directamente en el gobierno y esto es precisamente lo que distingue una republica de una democracia. En esta modalidad republicana se afirma la autonomía del individuo frente al Estado y el predominio de sus derechos individuales, especialmente el de propiedad, frente a las obligaciones que puedan tener para con la comunidad. La participación de los individuos en la esfera pública se reduce a la mera expresión de los intereses privados mediante el voto. De ahí que no se requiera de virtud cívica alguna, sino de un marco legal e instituciones que regulen los procesos electorales, transformando las preferencias de los electores en puestos de representación.

Ambos tipos de republicanismo ofrecen respuestas desde lugares distintos al problema de la política en la modernidad. En efecto, el republicanismo liberal–democrático busca corregir, disminuir o, en el extremo, eliminar los efectos más nocivos de cierto liberalismo de corte conservador o privatista. De ahí que no sea opositora a cualquier forma de liberalismo. Es más, el republicanismo liberal no es antagónico, sino más bien es próximo, a cierta versión del liberalismo, en particular el liberalismo igualitario representado por autores como John Rawls o Ronald Dworkin. Por su parte, el republicanismo democrático–radical no solamente busca corregir los excesos privatistas del liberalismo conservador sino, ante todo, busca sustituir el modelo de democracia liberal contemporáneo por un modelo democrático–republicano, de matriz popular, ligado estrechamente a la tradición socialista.36 Ciertamente, no es un republicanismo que aspire a desfondar todas las bases institucionales de las democracias contemporáneas. Pero su crítica, en honor a la verdad, resulta muchas veces incompatible con los supuestos institucionales y normativos de las democracias liberales realmente existentes.

Empero, más allá de las propuestas y las respuestas, de las similitudes y las diferencias, queda la sensación de que el resurgimiento del republicanismo contemporáneo es un acontecimiento que merece celebrarse en la actualidad si es que queremos renacer, o mejor dicho, volver a comenzar.

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NOTAS

1 El liberalismo no es una doctrina homogénea. Por el contrario, es un movimiento de ideas que pasa a través de diversos autores como Locke, Montesquieu, Kant, Smith, Humboldt, Constant, Stuart Mill, Tocqueville, por citar sólo a los clásicos. Los aspectos fundamentales de la doctrina liberal son el económico y el político. Como teoría económica, el "liberismo" es partidario de la economía de mercado; como teoría política es simpatizante del Estado que gobierne lo menos posible. La relación entre las dos teorías es evidente; sin embargo, las dos teorías son independientes. Cfr. Norberto Bobbio, El futuro de la democracia, FCE, México, 1993, pp. 89–90. Si esto es cierto, entonces podemos identificar dos grandes vertientes del pensamiento liberal contemporáneo: a) un liberalismo progresista o igualitario representado por autores como Rawls o Dworkin; y b) un liberalismo conservador o "libertario" identificado con autores como Nozick y Hayek. La primera vertiente desarrolla el problema de la igualdad dentro de la doctrina liberal; la segunda defiende un concepto ilimitado de libertad.
2 República, palabra derivada de la palabra latina respublica (respublica) y de su acusativo republicam; res, rei (genitivo), "cosa material, cuestión, asunto, hecho; bienes; objeto, real, realidad" (del indoeuropeo rei "propiedad, cosa"), y publica, femenino de publicus "del pueblo, público". Cfr. Guido Gómez de Silva, Breve diccionario etimológico de la lengua española, FCE/El Colegio de México, México, 1998.
3 El liberalismo y el socialismo son doctrinas modernas. El republicanismo es una tradición antigua. En alguna medida, tanto socialistas como liberales son hijos de la tradición republicana, sólo que –como sucede hasta en las mejores familias– los hijos tomaron caminos distintos. Mientras el socialismo recuperó del republicanismo el acento en el problema de la igualdad, el liberalismo privilegió el tema de la libertad, especialmente la libertad negativa.
4 El sufijo del sustantivo republicanismo, ismo procede del griego éóìüò, del latín ismus, significa doctrinas, escuelas o movimientos. En este caso, alude al sistema político que se afirma en la forma republicana, que aboga por la causa pública situando el poder en el pueblo. Cfr. Guido Gómez de Silva, Breve diccionario etimológico de la lengua española, op. cit.
5 Cfr. Ambrosio Velasco Gómez, "Multiculturalismo y republicanismo", en León Olivé (comp.), Ética y diversidad cultural, FCE, México, 2004, pp. 320–340.
6 En palabras de Bealey: "La república es un vocablo que deriva del latín res publica, que originalmente significaba asuntos públicos. Posteriormente, se aplicó a la esfera política y más tarde al Estado. En la actualidad, cuando se dice que un país es una república, implica que no se trata de una monarquía; su jefe de Estado es un presidente y no un monarca hereditario. Se llama 'republicanos' a los partidarios de convertir a las monarquías en repúblicas". Frank Bealey, "República", en Diccionario de Ciencia Política, Ediciones Istmo, Madrid, 2003, p. 383.
7 Al respecto, resultan esclarecedoras las notas de Conrado Eggers Lan, traductor al castellano de la República de Platón: "Traducimos por República el título griego de Politeia. Lo hacemos no sin escrúpulos, ya que lo que modernamente entendemos por 'república' no guarda prácticamente relación alguna con lo que Platón entiende por politeia, vocablo con el cual se refiere principalmente a un tipo de organización política que, entre otras características, puede poseer la de ser monárquica". Conrado Eggers Lan, "Introducción", en Platón, Diálogos, IV. República, Biblioteca Básica Gredos, Madrid, 2000, pp. 9–10.
8  Ángel Rivero, "El discurso republicano", en Rafael del Águila, Fernando Vallespín et al., La democracia en sus textos, Alianza Editorial, Madrid, 1998, p. 52.
9 Aristóteles, Política, UNAM, México, 2000, pp. 78–79.
10 La democracia en Aristóteles se integra no sólo por un criterio cuantitativo sino principalmente por uno cualitativo. La democracia aristotélica no es, entonces, el gobierno de la multitud, sino el gobierno de los pobres. Es, en suma, el gobierno de la clase de los desposeídos: "la democracia no es el gobierno de la mayoría, porque en una polis determinada puede haber una mayoría de ricos, sino el gobierno de los pobres por sí mismos, porque sólo pueden ser libres cuando sean iguales". Miguel Riera, "De la libertad y la democracia", El Viejo Topo, 205–206, 2005, p. 5.
11 Aristóteles, Política, op. cit., p. 41.
12 Norberto Bobbio, "Gobierno mixto", en Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino (coords.), Diccionario de Política, Siglo Veintiuno Editores, México, 1991, p. 713.
13 Cicerón, De la república, UNAM, México, 1984, p. 20.
14 Jean Bodin, Los seis libros de la República, Tecnos, Madrid, 1986, p. 9.
15 Ibid., p. 17.
16 David Parker, "Jean Bodino", en David Miller (coord.), Enciclopedia del pensamiento político, Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 56.
17 Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. 37.
18 Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, en Obras políticas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1971, p. 68.
19 Esteban Molina, "Maquiavelo en la obra de Claude Lefort", Metapolítica, vol. 4, núm. 13, 2000, p. 75.
20 Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, op. cit., p. 68.
21 Ibidem.
22 Claude Lefort, "Maquiavelo: la dimensión económica de lo político", en C. Lefort, Las formas de la historia. Ensayos de antropología política, FCE, México, 1988, p. 119.
23 Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, op. cit., p. 101.
24 "El republicanismo inglés se desarrolló después de la revolución de 1649, que culminó con la decapitación del rey Carlos I. Las obras más importantes de esta tradición las escribieron James Harrington y John Milton entre 1650 y 1655. Posteriormente (1673–1683), Sydney y Neville (traductor de las principales obras de Maquiavelo) defendieron las ideas republicanas ante las amenazas del absolutismo. Finalmente, hacia finales del siglo se desarrolló el último periodo de republicanismo clásico inglés, dentro del cual se puede ubicar a John Locke". Ambrosio Velasco Gómez, "Republicanismo", en Nora Rabotnikof, Ambrosio Velasco y Corina Yturbe (comps.), La tenacidad de la política, IIF–UNAM, México, 1995, pp. 112–113.
25 Ibid., p. 113.
26 Montesquieu, Del espíritu de las leyes, Ediciones Altaza, Barcelona, 1993, p. 41.
27 Ibid., pp. 41–42.
28 María C. Iglesias, Julio R. Aramberri y Luis R. Zúñiga, Los orígenes de la teoría sociológica, Akal, Madrid, 2001, p. 26.
29 Cfr. José Fernández Santillán, Hobbes y Rousseau. Entre la autocracia y la democracia, FCE, México, 1988, p. 98.
30 "Los Federalistas eran una serie de panfletos orientados a lograr la aprobación de la constitución de los Estados Unidos y acabar con un clima de turbulencia radical democrática en las colonias recién independizadas". Ángel Rivero, "El discurso republicano", op. cit., p. 69.
31 Cfr. Ambrosio Velasco Gómez, "Republicanismo", op. cit., p. 116.
32 Cfr. Ángel Rivero, "El discurso republicano", op. cit., p. 63.
33 Roberto Gargarella, "El republicanismo y la filosofía política contemporánea", en Atilio A. Boron (comp.), Teoría y Filosofía Política. La tradición clásica y las nuevas fronteras, Clacso/Eudeba, Buenos Aires, 2000, p. 45.
34 Carlos Valmaseda, "Política y Estado en la tradición republicana democrática", El Viejo Topo, núms. 205–206, 2005, p. 55.
35 Ibid., p. 59.
36 Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Crítica, Barcelona, 2004.

Fuente: Argumentos nº 53.-Enero –abril 2007.-UAM.

 * Sergio Ortiz Leroux es Doctor en Investigación en Ciencias Sociales (FLACSO, Sede Académica de México). Sistema Nacional de Investigadores-Candidato. Licenciado y Maestro en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).


CIUDADANIA Y CAPITALISMO

  Por Santiago Alba Rico


Empecemos con un cuento. Había una vez un pedagogo que salió de viaje y se perdió en el desierto. Caminó y caminó sin encontrar ni casas ni alimentos y al cabo de algunos días estaba tan cansado y tenía tanta hambre que se sentó en el suelo y se puso a hablar con las piedras que lo rodeaban. Las adulaba, las amonestaba, las aleccionaba con convicción y paciencia. Llevaba así muchas horas cuando acertó a pasar por allí un hada, a laque llamó la atención el extraño comportamiento de nuestro hombre.- ¿Qué estás haciendo? –le preguntó-.El pedagogo la miró altivo, un poco molesto por la interrupción.- Estoy educando a estas piedras para que se conviertan en panes.- Eso te puede llevar mucho tiempo –respondió el hada-. Con esto lo harás más deprisa. Y sacó de su zurrón una varita mágica. El hombre, furioso y despechado, le respondió:- Soy un ser racional. No creo en la magia .Y, volviendo la cabeza, siguió explicando a tres pequeñas rocas la composición molecular de la harina


No puede haber cuentos sin magia. Había una vez un niño que, huyendo de un ogro, detuvo su carrera y se puso a educar a sus botas para que volasen. Había una vez una doncella desgraciada, anhelante de abrazos, que se pasó la vida educando a una rana para que se transformase en un príncipe. Había una vez una esclava maltratada que dedicaba todos los días varias horas, junto a la chimenea, a educara sus vestidos para ques e cubriesen de oro, a educar a una calabaza para que se convirtiese en carroza y a educar a dos ratones para que se convirtiesen en dos apuestos cocheros.

 Así no se hacen los cuentos. Podemos imaginar muy bien el triste final de estas historias y la frustración radical de los lectores. Mucho más irracional que la magia es creer que se va a alcanzar lo imposible sin ella. De hecho, en la discusión entre el PP y el PSOE sobre la asignatura de “Educación para la ciudadanía” EL PP tiene todas las ventajas: cree abiertamente en la magia o, al menos, en las varitas -es decir, en la religión y en la represión mientras que el PSOE cree o finge creer que se puede hacer un cuento convincente sin intervenciones taumatúrgicas o peripecias sobrenaturales. En todo caso la discusión tiene para ambos la ventaja de dejar fuera la verdadera cuestión, que no es la de la “asignatura de ciudadanía” sino la de la ciudadanía misma.

En 1765, en el artículo correspondiente de la Enciclopedia, bisagra intelectual entre dos regímenes y dos épocas, el ilustrado Diderot aclaraba que “el nombre de ciudadano no es adecuado para quienes viven sojuzgados ni para quienes viven aislados; de donde se deduce que los que viven completamente en estado de naturaleza, como los soberanos, y los que han renunciado definitivamente a este estado, como los esclavos, no pueden ser considerados nunca como ciudadanos”.Y esto precisamente -añade el filósofo francés- porque lo que distingue al “ciudadano” del “súbdito” es que “el primero es un hombre público y el segundo es un simple particular”.En el orden privado, entre particulares, la relación es siempre de “subditaje” mientras que el acceso a la ciudadanía es inseparable de la “civilización” de los humanos, entendiendo el término “civilización” en el mismo sentido que Antoni Domènech, no como opuesto a “barbarie” sino a “domesticación”. Lo contrario de un hombre público, de un “ciudadano” o “civilizado”, es un “doméstico” o “domesticado”.

Allí donde el soberano es el rey, todas las relaciones son relaciones privadas; cada miembro de la sociedad se sujeta individualmente a la voluntad del monarca, a partir de cuyo arbitrio el país entero deviene una gran familia; es decir -en su sentido original- un conjunto de fámulos , “domésticos”, “servidores”, “criados”. Allí donde, como en la antigua Grecia, la ciudadanía es limitada a los varones libres, los lugares que quedan fuera del espacio público, como recintos puramente privados, son el gineceo y la ergástula, donde la mujer y el esclavo subvienen a la pura reproducción de la vida en su calidad de particulares aislados y sometidos.

Lo que en todo caso comprendieron bien los griegos, como también lo comprendieron los revolucionarios jacobinos, es que el proceso de “civilización” es en realidad la lucha contra la “domesticidad” de las dependencias particulares y que el acceso al espacio público no es el resultado de la adquisición de “valores” éticos o culturales (que los esclavos y las mujeres, en la antigua Grecia, compartían con los ciudadanos libres) sino de la adquisición de recursos materiales. Por contraste con los “individuos”, que dependían casi biológicamente del marido o del amo para sobrevivir, la condición de la ciudadanía(a partir, al menos, de Clístenes) fue siempre la autarquía económica: los derechos civiles y políticos se desprendían naturalmente de la propiedad sobre los medios de producción (en este caso la tierra).Para salir del ámbito doméstico de las relaciones particulares -la casa y la ergástula, la familia y la fábrica- es necesario ser “dueño de uno mismo” y esto, paradójicamente, implica sustraerse al orden de los intercambios individuales -propios de la esclavitud y el patriarcado, regímenes de aislamiento y sumisión- para participar de la riqueza pública y general. Por eso es posible concebir el estatuto de ciudadanía sin verdadera democracia, como en la antigua polis ateniense oen las sociedades liberales censitarias; y por eso, a la inversa, la democracia sólo puede establecerse a partir de la generalización de las condiciones materiales de la ciudadanía.

Podemos imaginar perfectamente un régimen social en el que los esclavos escogieran mediante votación a sus amos o las mujeres eligieran a sus violadores domésticos y en el que, sin salir nunca de casa , sin que sus acciones fuesen jamás políticas ni adquirir jamás la dignidad ciudadana, esclavos y mujeres reprodujesen voluntariamente una relación de “subditaje”.

El ser humano deja de ser “súbdito” para convertirse en “ciudadano” a través, no del derecho al voto o del adoctrinamiento “humanitario”,sino del disfrute rutinario de ciertas garantías materiales: alimentación, vivienda, salud, instrucción y -cláusula de todas ellas- propiedad sobre los medios de producción (sobre eso que en otras ocasiones he llamado “bienes colectivos” para distinguirlos de los “universales”-el arte o la Tierra misma- y los “generales” -el pan o la ropa).Sólo una alucinación ideológica ha podido convencernos de que el capitalismo es la vía natural, y la única posible, a la ciudadanía general .Precisamente el mercado capitalista se concibe a sí mismo como una suma de intercambios aislados y particulares, las dos características que Diderot atribuía a la relación de “subditaje”, y sólo es capaz de aprehender a los hombres, por tanto, en su condición de aislamiento y particularidad.

El mercado únicamente reconoce “simples hombres privados”, en permanente estado de naturaleza, que establecen relaciones particulares-sin embargo- en un medio social histórica y estructuralmente construido a partir del despojamiento desigual. Estos sujetos ficticios son formalmente dueños de sí mismos allí donde de hecho sólo pueden “contratar” su redomesticación; allí donde sólo entran precisamente después de renunciar a la ciudadanía misma y para negociar su condición de súbditos mediante un contrato privado. El mercado, como la monarquía, generaliza el orden doméstico, el orden de los domesticados, la extensión y hegemonía de los vínculos familiares  sin necesidad de una legitimación exterior sobrenatural o mitológica: precisamente ese régimen imaginario en el que los esclavos eligen a sus amos y las mujeres a sus violadores.

En este contexto, la ciudadanía o “politeia” se convierte en una combinación de “politesse” y “policía”; es decir, en un régimen de domesticación en el que los ricos, alternativa o simultáneamente, educan y reprimen a los pobres. En cuanto al ámbito público, también ha sido completamente despolitizado o domesticado, identificado con la exhibición en televisión del gineceo y la ergástula: lo que -fraudulenta inversión- llamamos “publicidad” para designar la invasión totalizadora del espacio común por parte de los intereses y los deseos privados.

Tras derrotar al jacobinismo republicano, el capitalismo hizo lo mismo que la Roma imperial y por motivos parecidos: urgida por su propio crecimiento y por la presión popular, extendió la ciudadanía formal al mismo tiempo que despojaba ininterrumpidamente a los humanos de sus condiciones materiales de existencia. Se ajustó así el concepto de ciudadanía al nuevo instrumento de gestión de la vida económica: el Estado-Nación.

Como recuerda el jurista italiano Danilo Zolo en un libro de título elocuente (De ciudadanos a súbditos), el término “ciudadano” dejó de oponerse a “súbdito” para oponerse sencillamente a “extranjero”.Uno ya no es un “civilizado” universal, depositario de derechos materiales d e los que se desprende naturalmente el ejercicio de derechos civiles y políticos, sino un “ciudadano español” o un “ciudadano rancés”, cuyos derechos aleatorios están sujetos al intercambio desigual de la economía global capitalista y se definen contra los derechos del “ciudadano senegalés” o el “ciudadano boliviano”. En un contexto de soberanía desigual, en el que la “españolidad” –por ejemplo- deriva sus relativas ventajas cívico-políticas (incluida la de viajar libremente por el Tercer Mundo) de su agresividad neocolonial, basta poner, uno al lado del otro, al turista y al inmigrante paracalibrar toda la inconsistencia e injusticia de la “ciudadanía nacional”.

El inmigrante, en efecto, es el no-ciudadano por excelencia, no sólo el doméstico voluntario sino el “bárbaro” irrecuperable; no ya el súbdito familiar sino el in-humano extraño e inasimilable. Bajo el capitalismo, nuestras ciudades están habitadas por seres humanos doblemente “incivilizados”: los “domésticos” nacionales, que negocian en privado su derecho a la existencia como súbditos precarios, y los “bárbaros” extranjeros, individuos puros que entran en el mercado sin posibilidad de negociación, privados al mismo tiempo de nacionalidad y de palabra.

 El retroceso creciente de las libertades formales se inscribe en el marco muy funcional de una guerra entre “domesticados” y “bárbaros”; es decir de una guerra cada vez más agresiva, no por la ciudadanía, sino entre no-ciudadanos. La ciudadanía no se adquiere en la escuela ni leyendo la Constitución ni votando cada cuatro años a un nuevo amo o a un nuevo violador No se puede educar para la ciudadanía como no se puede educar para la respiración o para la circulación de la sangre. Al contrario, la ciudadanía misma es la condición de todo proceso educativo como la respiración y la circulación de la sangre son las condiciones de toda vida humana. A la escuela deben llegar ciudadanos ya hechos y la escuela debe educarlos para la filosofía, para la ciencia, para la música, para la literatura, para la historia. Es decir -por citar a Sánchez Ferlosio- debe “instruirlos” en el patrimonio común de un saber colectivo y universal .Mientras el mercado produce materialmente súbditos y bárbaros demanera ininterrumpida, se exige a los educadores que, a fuerza de discursos y “valores”, los transformen en ciudadanos. La escuela, verdadera damnificada del proceso de globalización capitalista, se convierte así en el chivo expiatorio del fracaso estrepitoso, estructural ,de una sociedad radicalmente “incivilizada”. Se le reclama que eduque para la libertad, que eduque para la tolerancia, que eduque para el diálogo mientras se entrega a la Mafia la gestión de las montañas y los ríos, el trabajo, las imágenes, la comida, el sexo, las máquinas, la ciencia, el arte. Educados por las Multinacionales y las leyes de extranjería, por el trabajo precario y el consumo suicida, po rla Ley de partidos y la televisión, reducidos por una fuerza colosal ala condición de súbditos -de piedras, ratones y calabazas-, la escuela debe corregir con buenas palabras los egos industriales fabricados ,como su función económica y su amenaza social, en la forja capitalista.¿Enseñar anti-racismo e integración? 

El gobierno español firma la expulsión de ocho millones de inmigrantes de la Unión Europea. ¿Noes ese gesto mucho más educativo?¿Enseñar Estado de Derecho? Solbes, ministro de Economía, nosdice que “no soy partidario de grandes leyes que den reconocimiento de derechos para toda la vida”. ¿No son estas declaraciones, y la “liberalización” económica que las acompaña, mucho más influyentes que un artículo de la Constitución?¿Enseñar no-violencia y tolerancia? EEUU, el país más “democrático “del mundo, invade Iraq por televisión y tortura a sus habitantes en directo. ¿No es esta una demostración mucho más convincente deque la violencia en realidad es útil?¿Enseñar espíritu deportivo de participación? Una sola carrera defórmula-1 (fusión material de rivalidad bélica, ostentación aristocrática y competencia interempresarial) enseña más que 4.000 libros de filosofía. ¿Enseñar igualdad y fraternidad? Seis horas de publicidad al día condicionan nuestra autoestima al ejercicio angustioso, pugnaz, de un elitismo estándar.

¿Enseñar respeto por el otro? Basta cualquier concurso de televisión para comprender que lo divertido es reírse de los demás y lo emocionante es verlos derrotados y humillados. ¿Enseñar solidaridad? El mercado laboral y el consumo individualizado convierten la indiferencia en una cuestión de supervivencia cotidiana. ¿Enseñar respeto por el espacio público? Las calles, los periódicos, las pantallas, están llenas de llamadas publicitarias a hacer ricas a unas cuantas multinacionales y a matar a decenas de miles de personasen todo el mundo.¿Enseñar la resolución dialogada de los conflictos? Leyes, detenciones, torturas, periodistas y políticos dejan claro en todo momento que con “terroristas” no se habla ni se negocia.¿Enseñar humanitarismo, compasión, dignidad, pacifismo? En agosto de 2007 siete pescadores tunecinos fueron detenidos, aislados y procesados, de acuerdo con las leyes italianas y europeas, por haber socorrido a inmigrantes náufragos a la deriva.

Ningún discurso humanitario puede ser tan decisivamente pedagógico .Hemos entregado la infancia a Walt Disney, la salud a la casa Bayer ,la alimentación a Monsanto, la universidad al Banco de Santander, la felicidad a Ford, el amor a Sony y luego queremos que nuestros hijos sean razonables, solidarios, tolerantes, “ciudadanos” responsables yno “súbditos” puramente biológicos. El mercado capitalista nos trata como piedras, ratones y calabazas y luego pedimos a los maestros y profesores que nos conviertan en humanos “civilizados”. 

Nada tiene de extraño que cada vez menos gente crea en los discursos y cada vez más gente crea en Dios. Si aceptamos el capitalismo, si no acometemos una verdadera transformación que asegure que a la escuela llegan ciudadanos y no súbditos, el futuro -incluso electoralmente- es de los fanáticos, los fundamentalistas y los fascistas. Como ya lo estamos viendo. ■

 Fuente: www.omegalfa.es


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liberalismo y republicanismo

Roberto Gargarella

En el debate ideológico contemporáneo-según asumo- la filosofía liberal ha ido asumiendo un decisivo protagonismo. Este protagonismo puede advertirse sobre todo en la difusión y respaldo alcanzado por muchas de sus principales propuestas: respeto de los derechos individuales, gobierno representativo, equilibrio de poderes, libre mercado. De todos modos, y a pesar del carácter hegemónico que aparentan tener estas ideas, el liberalismo ha tenido y aun tiene rivales de importancia- rivales con los cuales se ha enfrentado hasta alcanzar la supremacía teórica que hoy disfruta. En lo  que sigue, me ocuparé de caracterizar el liberalismo en primer lugar, para luego hacer lo propio con una  de las principales concepciones que lo ha desafiado: el republicanismo. 
(...)

El liberalismo y el “ muro de separación” en defensa de la autonomía:

Si existe un rasgo que ha convertido al liberalismo en una doctrina novedosa y merecedora del mayor reconocimiento, este es el referido a la defensa de los derechos individuales. De hecho, tano en Europa como en los Estado Unidos, y durante mucho tiempo, la visión liberal fue identificadaza  con el dictado de  “declaraciones de derechos”. Un hito fundamental en este desarrollo de los derechos, lo constituye la lucha emprendida por muchos liberales con el objeto de separar la Iglesia del Estado: la idea, entiéndase, era la de impedir que algún grupo o mayoría circunstancial impusiera sus propias creencias sobre aquellos individ!uos que sostenían convicciones diferentes.


La disputa en torno a las facultades del estado en materia religiosa, marcó la vida política inglesa muy notablemente durante el siglo XVIII-una época en donde las criticas frente al violento accionar del Estado en esta materia comenzaron a reiterarse y a ganar adhesión pública. En los Estados Unidos, “tierra prometida”  a la que llegaron muchos ingleses, escapando de la persecución que sufrían en su país de origen aquel debate sobe el uso legitimo de la coerción estatal llegó a ocupar el mismo centro de la escena publica.  Ello, hasta que comenzó a consolidarse la ida de que el Estado no debía entrometerse en las creencias particulares de cada uno... Los liberales, entonces,  propusieron con éxito el levantamiento de  un  “muro” infranqueable entre Estado e Iglesia. El “muro liberal” separó desde entonces,  el campo de lo publico del  ampo de lo privado.

La doctrina liberal que desde finales del siglo XVIII adquirió un acelerado desarrollo, siempre preservo en su núcleo el principio básico entonces enunciado: se debe respetar la autonomía personal de cada uno, en tanto el ejercicio de dicha autonomía no implique perjuicios relevantes sobre terceros. La riqueza de este sintético principio demostró ser extraordinaria. Ante todo, el mismo tornaba visible el valioso individualismo defendido por los liberales. Para el liberalismo, cada persona merece ser respetada y tratada adecuadamente, cualesquiera sean sus concepciones mas intimas. Por otra parte, dicho principio daba cuenta del tipo de neutralidad que, desde sus orígenes, el liberalismo reclamaba del Estado. Para esta doctrina, exigirle al Estado un comportamiento neutral significa exigirle que no  utilice su poder coercitivo en nombre de ninguna religión  o filosofía de vida de modo tal que prohíba algún culto, o para perseguir a quienes defienden políticas diferentes, o para dar apoyo exclusivo o preferente solo a quienes comparten  las ideas del gobierno de turno. Lo expresado en el punto anterior nos permite advertir, además, el igualitarismo que encierra la posición liberal tradicional y que, según entiendo, es el que convierte ésta en una posición atractiva. El igualitarismo propio del liberalismo s reconoce, fundamentalmente, en el presupuesto de que todas las personas nacen libres e iguales. Porque parte de este presupuesto, el liberalismo puede sostener que nadie se encuentre en una posición moral privilegiada, esto es, en una condición que  permita dictaminar como es que deben vivir todos los demás. Para el liberalismo, cada individuo tiene el derecho de escoger su propio proyecto vital aun cuando dicha elección implique adoptar una concepción del bien que todos los demás consideren equivocada.

El “ principio  de la distinción”

La defensa liberal de los de los derechos individuales constituye, seguramente, el ““núcleo duro” de su doctrina. De todos modos, corresponde señalar que, tradicionalmente, el liberalismo ha venido acompañado de otras propuestas de relevancia. A continuación, y brevemente, procurare dar cuenta de dos de estas otras propuestas.

En primer lugar, la necesidad de proteger férreamente ciertos derechos individuales ha llevado al liberalismo, desde sus inicios a defender una peculiar organización institucional orientada a asegurar tal custodia. Típicamente y asumiendo que las personas n se encontraban “naturalmente” motivadas para ayudar a los demás, muchos de entre los Federalistas norteamericanos sostuvieron que debería operarse sobre las oportunidades abiertas a cada uno- y en este sentido principalmente sobre el sistema institucional- para al menor “ cerrar “ y “ obstaculizar “ el desarrollo de ciertos comportamientos opresivos. Convencidos de tal necesidad, los federalistas se preguntaron cul era la amenaza que se cernía sobre lo derechos individuales (y por lo tanto  cual era la amenaza que debería contenerse a través del diseño institucional) y encontraron una inmediata respuesta: la principal amenaza era la ue se derivaba dl accionar de los gupos mayoritarios facciosos y, muy especialmente, de las facciones mayoritarias que actuaban en el Congreso. La lógica de este pensamiento expuesta acabadamente por Madison en The Federalist nº 10 parecía implacable. Los grupos facciosos minoritarios- decía Madison- pueden ser contenidos fácilmente  a través del voto mayoritario. Pero- se preguntaba- ¿ A los grupos mayoritarios quien os contiene?. La historia norteamericana, por otro lado, contribuía a respaldar a ellos temores frente a las mayorías: el periodo preconstitúyete había sido dominado por legislaturas ambiciosas, dispuestas a imponerse a los demás órganos gracias al respaldo popular de que gozaban.

La casi totalidad de os miembros de la Convención Federal se mostraron coincidentes con el tipo de preocupaciones que Madison presentara. Por ejemplo, Gouvernor Morris proclamo durante los debates constituyentes que en la mayoría de Estados, la Cámara de representación popular se caracterizaba por su “ “precipitación , maleabilidad y exceso” . Rufus King sostuvo que le gran vicio el sistema político era la de “legislar demasiado”  Georges Mason aseguro que “debería esperarse siempre de parte del poder legislativo la aprobación de leyes injustas y perniciosas”. Ghorum afirmó que los cuerpos tan numerosos “no podían  sentirse guiados por ningún principio de responsabilidad” dando asi “pleno juego a la intriga y a los excesos”, Davis critico a los planes presentados en  la Convención “por no prever barreras suficientes frente a las asambleas tumultuosas”

Teniendo en cuenta convicciones como las citadas, no fue sorprendente que las primeras creaciones de la Convención Federal terminaran siendo las siguientes: la consagración de un estricto sistema e representativo y el hoy popular esquema de frenos y contrapesos. Ambas iniciativas respondieron a un compromiso común  con lo ue denominare “principio de la distinción”., que reclamaba asegurar un fuerte distanciamiento entre ciudadanía y política. Dado el fundado temor de que circunstanciales mayorías se “apropiasen “del sistema institucional ( y en definitiva, del aparato coercitivo estatal) para utilizarlo en su beneficio, se procuro m por un lado , distinguir y diferencias a los representantes  de los representados, y por otro, fijar cuidados adicionales sobre la rama mayoritaria del gobierno que era la ue corriea mas riesgos de resultar atrapada por aquellas minorías facciosas.

El “principio de distinción”  fue claramente defendido por Madison en su escrito mas importante. The Federalis nº 1º, en su cuidadosa justificación el sistema representativo. En este sentido, y lego de rechazar las formas mas directas de democracia, Madison propuso adoptar un sistema de gobierno basado en la representación, y defendió al mismo por su capacidad “para refinar y ampliar la voz publica pasándola por un tamiz de un cuerpo es cogido por la ciudadanía”. Estos representantes- sostuvo entonces- iban  a pensar en mejores condiciones que los propios ciudadanos para identificar y defender “el bien publico”, La principal defensa de esta separación entre ciudadanos y representantes, entonces, n estuvo relacionada con la imposibilidad de$ poner en practica la democracia directa, sino con la decidida voluntad e dejar el gobierno en anos de unos pocos representantes, libres de las presiones mayoritarias.

Cabe destacarlo, el “principio de distinción” al que he hecho referencia era exactamente el mismo que había sido defendido en Inglaterra por Edmund Burke, en uno de posprimeros y mas notables debates públicos de la historia inglesa. Enfrentado a Henry Cruger, un político radical que propugnaba el sometimiento de los representantes a la voluntad de sus electores ( y mas específicamente al dictado de instrucciones obligatorias para los representantes) Burke sostuvo que los funcioanri0s electos no debían ser  “esclavos” de su electores, y que debían tener las manos libres para actuar del modo en que estimaran correcto, La ciudadanía debía hacerle conocer sus “ males” sus “dolencias”, pero en definitiva, debían ser los mismos representantes quienes m, como los “ médicos” deian diagnosticar la enfermedad y encontrar los “ remedios” adecuados” para curarla.

Th.Jefferson
La otra gran creación de la constitución norteamericana, el sistema de “frenos y contrapesos” (que  reconoce un obvio antecedente en la constitución mixta inglesa) tuvo por objetivo principal (aunque no único por supuesto) el de contener los previsibles excesos de la Cámara de Representantes. Si se propiciaron controles muy especiales sobre el órgano legislativo, ello se debió a la certeza- común entre la mayoría de os federalistas- de que ningún órgano debía estar sujeto  a presiones populares de intensidad. El establecimiento del senado, el recurso de los vetos  presidenciales, la revisión judicial de la s leyes, fueron las principales herramientas creadas para este fin. Por entonces, nadie discutió  la razonable vocación de los federalistas para establecer controles institucionales, la particular preocupación por limitar el accionar de la Cámara de Diputados. De un modo  u otro  todos estaban de acuerdo con la necesidad de controlar el poder. Sin embargo, a muchos les preocupo el tipo de controles escogidos por los Federalistas, esto es, la preferencia por adoptar controles “endógenos” (de las distintas ramas de gobierno entre si) mas que controles “exógenos” (desde la ciudadanía sobre los gobernantes). Esta desavenencia, en definitiva, nos habla de la tensión existente entre dos modelos mas bien opuestos  acerca de cómo controlar el poder, una tensión que quedo en evidencia en un áspero debate ente Madison y Jefferson. (“The Federalist 19  contra  “Notas sobre el Estado de Virginia” ). Más adelante, cuando examinemos la alternativa republicana nos resultara fácil reconocer la raíz y los importantes alcances de este debate.


La “ mano invisible” como  forma de “ economizar virtudes”

El tercer aspecto del liberalismo sobre el cual quiero detenerme tiene que ver muy especialmente ( aunque no únicamente)  con su visión económica. Como resulta claro desde la sección anterior, el liberalismo examina los problemas propios de la esfera pública con los mismos lentes y a partir de los mismos parámetros con los que examina los problemas atenientes a la “vida  privada” de las personas. Adviértase, la ecuación en juego es siempre la misma: se pretende defender al individuo, al que se reconoce como plenamente responsable de sus acciones y decisiones, se asume que la principal amenaza que se cierne sobre la autonomía individual es la que proviene del poder publico  dependiente, de modo habitual, de la voluntad mayoritaria; y se sugiere, cono remedio a dicho mal , la limitación del poder del estado.

En el terreno económico, aquel análisis tiene paternidades muy conocidas que van desde un  lejano Herbert Spencer hasta un mas habitual Adam Smith, con su conocida glorificación de la “mano invisible”. Como señala Geofrey Brennan, la “mano invisible” con la que el liberalismo propone organizar la vida económica de la sociedad no s otra que la misma “mano invisible” con la que los liberales ( y muy destacadamente los Federalistas americanos) concibieron y siguen concibiendo la política y el sistema institucional.

En efecto, y como sabemos, los liberales defienden el mercado libre (y rechazan, en principio todo tipo de intervencionismo estatal en la economía) bajo el presupuesto de que dicho mercado constituye un medio optimo para permitir el desarrollo autónomo de los individuos. Notablemente, sostienen, el mercado libre cumple con sus propósitos ( digamos, ayuda a que se produzca el “ pan que la sociedad necesita)v sin descansar significativamente en la benevolencia humana ( el mercado nos permite “ economizar virtudes”), y proveyendo a los individuos, a la vez, de las señales que necesitan para saber como actuar en interés publico. . Por todo lo dicho, los liberales consideran que la política debe seguir al merado  en lugar de remplazarlo) proveyendo el marco mas adecuado para su desarrollo, y en todo cao corrigiendo las “distorsiones” que amanzana con desvirtuarlo.

Por supuesto, la visión liberal sobre la económica ha sido objeto de múltiples objeciones ( típicamente  recuérdese la critica  acerca de las dificultades del mercado para producir “ bienes públicos”) sobre las que no voy a detenerme. Solo diré, por el momento, que al bloquear el accionar del Estado, el liberalismo tanbien bloquea la capacidad de los individuos para organizarse colectivamente, a los fines de toar el control de la vida publica. Y no resulta tan obvio que este bloqueo de la pontica promovido por el liberalismo resulte coherente con  su elogiada defensa de la autonomía personal. En definitiva podría decirse, asi como los individuos tienen derecho a acertar o equivocarse en la elección de sus propios planes de vida, los individuos también deberían tener el derecho  de acertar o equivocarse en la organización de su vida en común. Mas adelante volveré sobre este polémico punto que, según espero, podrá examinarse mejor luego del siguiente análisis sobre a alternativa republicana.


El republicanismo y el autogobierno colectivo: el “consenso  de los que viven” frente a la “ autoridad de los muertos”

La alternativa republicana que analizare de aquí en adelante reacciona frente a los principios que guían el liberalismo y procura, ante todo, reparar dos de los principales “males” que serian propios de la concepción anterior. El primero de tales “males” seria el estado de “alineación” aparentemente provocado por las políticas liberales. Dicha alineación resultaría tanto del distanciamiento entre ciudadanos y poliicos promovido por el liberalismo como los obstáculos impuestos por esa concepción frente a todo posible control publico según la vida económica o cultural de la comunidad. El segundo de los “males” citados tenía que ver con los “déficits” igualitarios del liberalismo. Por ello, según dice, el republicanismo intenta reconstruir una postura igualitaria allí donde el liberalismo parece abandonarla: el republicanismo pretende que la via publica resulte de, y sirva a , la voluntad ciudadana. De todos modos ants de aviene de avanzar con mas detalle en el examen de estas dos criticas conviene que precise a que me refiero cuando hablo de republicanismo.

Ante todo, conviene decir que bajo el concepto de republicanismo es posible agrupar una enorme diversidad de autores activos en épocas diferentes, y orientados a partir de las ideas, en muchos casos bastante disímiles entre si. De allí que cualquier “recorte” que se haga al respecto en materia temporal, espacial, o tematica, puede ser visto como arbitrario. Mi peculiar “recorte” ( que no pretende por lo tanto resultar incuestionable) , se basa , en todo caso, en la relativa homogeneidad que unifica a los autores en los que pienso, en su vecindad temporal y en la influencia que han tenido en la creación de instituciones como las que aun distinguen las sociedades modernas. La “tradición republicana” en la que pienso es, fundamentalmente, la vertiente anglosajona de la misma. Aunque como puede apreciarse se trata de de autores muy influidos  decisivamente por el radicalismo roussoniano. Incluye, en la Inglaterra de 1700 a los miembros de las asociaciones tales como la Consitutional Societyla Societey of the Supporters of de Bill of Rignts y la de los Radical Dissenters, y a figuras como  Joseph Priestley, Jonathan Price, James Burgh, Jhon Cartwrigt y Thomas Paine. En los estaos Unidos dicha tradición agruparía a la mayoría de los políticos radicales que aparecieron  hacia finales del siglo XVIII, a algunos de los llamados  antifederalistas”- críticos de la Constitución de 1878- y a algunas figuras importantes y aisladas, mas difíciles de clasificar como es el caso de Thomas Jefferson.

En lo que sigue identificare a la doctrina republicana muy particularmente con una especial reocupación  por elídela del autogobierno colectivo, si se quiere, con una especial preocupación por la libertad positiva o de hacer, en contraste con la defensa de la libertad negativa  liberal o ausencia de interferencias. Esta descripción mas bien habitual el republicanismo ha sido lucidamente desafiada en los últimos años, pero a los fines de este trabajo, la tomare como una descripción adecuada de tal postura. Por otra parte, también es cierto  que dentro de la peculiar visión del republicanismo por laque he optado la noción de autogobierno ha jugado un papel efectivamente relevante. Por ejemplo la asociaciones radicales inglesas arriba mencionadas se preocuparon muy especialmente por rescatar el valor del autogobierno luego de la llamada “ crisis de Wilkes”- una crisis que puso en cuestión a todo el sistema político inglés-y a cuyo calor nacieron las principales asociaciones  radicales de finales de siglo. Los influyentes religiosos radicales, Price y Priestley organizaron su prédica, tambien alrededor del mismo valor del autogobierno. Inspirados de este modo, los religiosos citados defendieron ardientemente la Revolución Francesa en una actitud que a la vez origino un duro contraataque del conservador  Edmond Burke( desde entonces, y no casualmente, Burrke comenzó su famosa reivindicación de las tradiciones históricas). Polemizando con Edmond Burke, Thomas Paine defendió a Price y el valor del autogobierno: según Payne debía defenderse ante todo el “consenso de los que viven y no, tal como parecida proponer Burke “la autoridad de los muertos”. Sabemos muy bien que muchos políticos norteamericanos- y Thoms Jefferson de modo muy particular- se deslumbraron con escritos como los de Paine. The Rights of Man, de hecho, llegó a tener un impresionante record de ventas en America. Este resultado puede explicase mas o menos fácilmente si tenemos en cuenta que la defensa que hacían los radicales ingleses del ideal de autogobierno encajaba  exactamente con el principal reclamo de los norteamericanos enana epoca en que luchaban por su independencia. Finalmente destacaría la importancia que los antifederalistas le atribuyeron al ideal de “autogobierno local” en sus escritos sobre la Constitución. Fue invocado dicho valos, justamente que construyeron sus principales desafíos ante el modelo de Constitución americana propuesto por sus rivales , los federalistas.

Este vago pero políticamente significativo reclamo a favor del autogobierno encierra, a su vez, un fuerte contenido igualitario que los republicanos siempre se preocuparon en destacar. este igualitarismo resultaba evidente en la mayoría de los escritos de los Radical Dissenters para quienes todas las personas tienen un título igual a los derechos que se derivaban del orden natural del universo. Orientado a partir de principios idénticos, Paine defendió la idea según la cual “todos los hombres nacen iguales y con derechos naturales iguales”.Convencido también de las iguales capacidades de la ciudadanía ( algo que no era nada obvio para el pensamiento político de la época teñido de elitismo conservador) , Jefferson predijo  el éxito del “experimento del autogobierno en los estados Unidos. Este mismo igualitarismo quedo explicito, asimismo, y de modo muy claro en la Declaración de Independencia norteamericana en cuya redacción Jefferson tuvo un papel protagonista.

Ahora bien, el igualitarismo propio del republicanismo parece tener poco en común con el igualitarismo que, según dijéramos, distinguía al pensamiento lieal. En las próximas secciones procuraré clarificar esta diferencia, mostrando el modo en que el pensamiento republicano reaccionó frente a las principales or fpropuestas formuladas por el liberalismo.


El “ principio de la conexión”.

Contradiciendo el principio liberal sobre la necesidad de separar al pueblo y  sus gobernantes, los republicanos se incorporaron a la política reclamando un papel mas protagónico de los ciudadanos en los asuntos públicos. Antiguamente, este reclamo a favor de la ciudadanía activa se habia fundado en la necesidad de fortalecer las instituciones nacionales impidiendo asi la caida de las mismas en manos de potencias extranjeras. Hacia finales del siglo XVIII el clamor de una mayor participación  tuvo como objetivo principal el de sujetar a las autoridades publicas a un mas estricto control por parte d el a comunidad. El origen de esta demanda era bastante obvio: en Inglaterra era extendida la percepción de que el sistema político se encontraba fundamente corrompido y que los supuestos representantes del pueblo actuaban discrecionalmente, sin  ninguna preocupación por dar respuesta a los reclamos de la he. La Society of Supporters of  The Bill of Rights nació , por ello, con el único propósito de cuestionar al sistema político fraudulento. Junto con la Constitutional Society – y mas adelante junto con el grupo de los Radical Dissenters-  se ocupo de promover reformas al sistema político dirigidas, en todos los casas, a “ re-conectar” a los ciudadanos con sus instituciones. Entre sus propuestas figuraron algunas como las siguientes: asegurar una representación mas plena de los ciudadanos en el Parlamento; establecer un sistema de elecciones anuales; eliminar los cargos públicos  “de favor, etc. Algunos de los Radical Dissenters fueron todavía mas lejos en la defensa de este tipo  de convicciones. Joeph Priestley, por ejemplo, dfendio la adopción de instrucciones obligatorias havia los representantes con el claro fin de estrechar la relación entre electores y elegidos. Esta vinculación tan cercana- pensaba- iba a obligar a que los representantes  “por un sentido del pudor ( se abstuvieran) e proponer o consentir cualquier tipo e medidas que los electores no aprobaban” . Siguiendo las propuestas hechas por James Harrington en su famoso libro Oceana, publicado en 1656, Priestley defendió la obligatoriedad de la rotación en los cargos públicos.( Una propuesta que en verdad ya habia sido empleada en la antigua Grecia y en el republicanismo florentino con el fin de impedir  que los ciudadanos electos pudieran llegar a abusar de sus posiciones de poder.) El radical James Burgh y su discípulo Jhon Catwrigt se pronunciaron de modo idéntico, a favor de medidas como las citadas, convencidos de la necesidad de asegurar una estricta subordinación de los representantes frente a sus representados

La preocupación por re-conectar a los ciudadanos con sus gobernantes  apareció también  como una preocupación distintiva en los trabajos de  Thomas Paine. Así pudo evidenciado fundamentalmente, en el proyecto de Constitución elaborado por Paine para Pensilvania, proyecto que termino plasmado, en buena medida en la Constitución  de 1776 y que inauguró el período de “constitucionalismo radical” en los  Estados Unidos. El proyecto de Paine, ente otras novedades,  exigía sesiones legislativas abiertas al público ( una curiosidad en los momentos en que  predominaban las sesiones seretas), abría a la ciudadanía la posibilidad de participar en el procedimiento de creación legislativa, incluía , notablemente, los derechos  de instruir a los representantes y de revocar sus mandatos, proponía la rotación obligatoria e los cargos y concentraba el poder político en un legislativo unicameral, a partir de la idea de que la voluntad del pueblo era una sola.


Muchos radicales norteamericanos se basaron en esta tradición de pensamiento para fundar sus criticas a la Constitución federal. La Constitución Propuesta- afirmaban-  tenia una inspiración aristocrática que se reflejaba en la mayoría de las instituciones ue creaba (y muy especialmente en el Senado). Por ello, a la hora de ratificar el texto exigieron, entre otras medidas, la vuelta al principio de las elecciones anuales (“cuando se terminan las elecciones, sostenían., comienza la esclavitud”); un legislativo unicameral como el que  había sido incluido en las constituciones de Pensilvania, New York. Delaware, Virginia, carolina el Norte, Georgia o Maryland; la elección popular para la mayoría de los  cargos; un ejecutivo elegido por la legislatura (como se había decidido en las  dieciocho primeras constituciones estatales); la ausencia de poderes de veto del ejecutivo; la revisión de las leyes concentrada en un Consejo de base popular ( como se había organizado en Pensilvania o Vermont).

El conjunto de requisitos y convicciones arriba enunciados llevaron a os radicales americanos al rechazo de dos de las mas notables características del constitucionalismo liberal: el sistema representativo ( tal y cmo era concebido por el liberalismo) y el sistema de “ pesos y contrapesos”.  En los casos mas extremos, algunos radicales  de inspiración roussoniana rechazaron directamente las formas representativas afirmando que”un vez delegado el poder no se vuelva aganar nunca mas”, o “ que na vez que se delega el poder, se establece algun grado  de tiranía”. Sin llegar tan lejos, fueron muchos los que defendieron el sistema representativo, simplemente como un “segundo mejor” o un “ mal necesario”. Esta defensa condicionada del sistema representativo distaba mucho de la defensa privilegiada del mismo, hecha por los liberales”.

La posición de los radicales sobre el sistema de frenos y contrapesos tambien es muy conoocida. Como sostuviera M.Vile, a la hora de proponer una constitución, todos ellos “ rechazaron en mayor o menor medida el concepto de frenos y contrapesos para proponer frente  a él el sistema basado en la separación estricta de poderes. En algunos casos el motivo que se dio para fundar esta posición fue el de la “simplicidad”- una idea tradicional en el republicanismo- que Paine había defendido en contra de la Constitu¡cón mixta, a la que consideraba inentrendible. Otro argumento habitual, vinculado con el anterior, decía que “los frenos y contrapesos” al no distinguir claramente etre ls diferentes poderes, abria la puerta a los abusos de cada rama del poder sobe las demás. De todos modos, y según entiendo, el principal argumento a favor de la separación de poderes fue el vinculado con la defensa de la voluntad popular. Con cierta razón, muchos radicales sostuvieron que el peculiar sistema de “ mutuos” controles” propuesto por la Constitución Federal se orienaba fundamentalmente a debilitar el poder legislativo hasta conertorlo en un poder sin poder.

Propuestas como las examinadas hasta aui venían, en todos los casos, a remediar la alineación politica que-según el republicanismo- constituía un resultado inevitable dl sistema institucional liberal. En este sentido, el modelo republicano  procuro cerrar  la brecha ( abierta por el liberalismo) entre la ciudadanía y la política: los propios ciudadanos debían  ser los primeros responsables de la vida política d ela comunidad.


El republicanismo agrario:

La estructura institucional defendida por los republicanos tuvo su obvio correlato en sus propuestas sobre la organización económica de la sociedad. Así como muchos de ellos consideraban razonable sujetar el poder político a la voluntad ciudadana, también consideraron razonable someter la vida económica de la comunidad al control publico. La economía no podía simplemente ser  el resultado azaroso de múltiples decisiones individuales descoordinadas entre si. Por el contrario había poderosas razones para orientar a la misma hacia la obtención  de algunos resultados particulares. Un resultado importante, claramente, era el logro de una comunidad igualitaria, en donde las brechas sociales no fueran significativas, y en donde todos tuvieran a su alcance lo necesario para asegurar  su propia subsistencia. Esta comunidad igualitaria, en definitiva, aparecía como una condición necesaria para el logro de una comunidad autogobernada, Otro resultado importante, como veremos mas adelante, se vinculaba con la promoción de ciertas virtudes cívicas, que iba de la mano con el desaliento de ciertos “vicios”. Naturalmente- asumían- en una comunidad marcada por las grandes disparidades sociales se intensificaban los conflictos, las envidias, el odio mutuo, y por lo tanto el deseado autogobierno pasaba a convertirse en un objetivo imposible.

Motivados por las razones sugeridas algunos republicanos defendieron el establecimiento de una “república agraria” o, en otros casos de una “república de artesanos”, en donde los individuos pudieran llegar a tener una relación mas cercana con los medios de producción, y en donde iba a resultar mas fácil- asumían- que prevalecieran los valores que apreciaban. Por razones similares, los republicanos acostumbraron a mirar críticamente a las sociedades que gravitaban en torno al comercio o a la industria. Dado que- según entendían- en ellas iba a prevalecer ciertas cualidades indeseables, como lo hacia la codicia o el afán de lucro.

Un muy temprano ejemplo de lo señalado puede encontrarse  en los escritos del ingles James Harrington, quien ya en 1565 propuso organizar la vida económica de su comunidad de modo tal de ponerla al servicio de la republica. Su idea de república, manifestada  en su obra Oceana, era el de la sociedad igualitaria compuesta de ciudadanos dedicados fundamentalmente a la agricultura. Para llegar a dicho objetivo, y entre otras medidas, Harrington defendió la adopción de estrictas normas destinadas a limitar la adquisición de tierras y, así las desigualdades profundas de la riqueza. Como es sabido el pensamiento de Harrignton ejerció una poderosa influencia sobre el republicanismo inglés. Thomas Paine, por ejemplo, fue uno de los pensadores que suscribieron de modo entusiasta el modelo agrarista imaginado por aquel.

En el ámbito americano tanbien es posible encontrar a muchos republicanos que, de un modo u otro, mostraron su preferencia por un modelo económico como el esbozado por Harrington. Conviene citar en este sentido, y notablemente, el caso de Thomas Jefferson, quien bregó activamente por la organización  de una república agraria. En sus Notas sobre el Estado de virginia, escritas en 1788 Jefferson critico el desarrollo industrial incipiente de su país y aconsejó, en cambio, la importación de bienes manufacturados. De lo contrario- asumía- el país se vería azotado por la corrupción moral y las formas de comportamiento egoísta que normalmente aparecian asociadas con la producción de manufacturas.

Para Jefferson , como para muchos republicanos, la defensa de la economía agraria  (alejada de la industria y del comercio) no solo iba a ayudar en el desarrollo de ciertas virtudes, sino que también iba a favorecer el desarrollo de relaciones mas o menos igualitarias dentro de la sociedad.  “Si hubiese algo así como una igualdad en la distribución de la propiedad- afirmaban algunos antid¡federalistas norteamericanos- ello ayudaría muchos a la preservación de la sociedad cxivil”. 2 el lujo- agregaban- es siempre proporcional a la desigualdad de la riqueza”. En este sentido el antifederalista Charles Lee proponía alcanzar una “Esparta igualitaria”, una sociedad simple, agraria, y libre de los efectos perniciosos del comercio. Los republicanos veían en este igualitarismo agrario una via segura hacia el establecimiento de una sociedad mas unida y homogénea.


El “cultivo” del ciudadano virtuoso y el derrumbe del “ muro liberal”

Aparentemente todo el andamiaje anterior- destinado a colocar la política y la economía bajo el más firme control popular-necesitaba, como prerrequisito, una ciudadanía activa interesada en los asuntos públicos. Esta fue al menos la imagen de ciudadano que los republicanos reivindicaron y trataron de promover. Sin un ciudadano identificado con su comunidad y preocupado por la suerte de sus conciudadanos- asumían- la estabilidad del proyecto republicano se tonaba imposible.

La propuesta republicana descrita implicaba obvias demandas sobre los ciudadanos y, al mismo tiempo, fuertes riesgos, para la vida común. Como dijera John Pocock, para los republicanos:

La comunidad debia presentar una perfecta unión de todos los ciudadanos y todos los valores dado que, si fuera menos que eso, una parte gobernaria en nombre del resto (consagrando asi el despotismo y la corrupción de sus propios valores. El ciudadano debía ser un ciudadano perfecto dado que si fiera menos ue eso impediría que la comunidad alcanzase su perfección y tentaría a sus conciudadanos  la injustita y la corrupción. La negligencia de uno solo de los ciudadanos, reduciría las chances de todo el resto, de alcanzar y mantener la virtud, dado que la virtud aparece ahora politizada, consiste en un ejercicio compartido donde cada uno gobierna y es gobernado por los demás.

Ahora bien, para comprender los verdaderos (y mas bien preocupantes) alcances de las demandas del republicanismo conviene explicitar lo que en ellas estaba implicado. Ante todo cabe decir que las virtudes reivindicadas por aquella concepción  no nacen de modo espontáneo, ni surgen de la decisión súbita de un grupo de personas. Tales virtudes requieren ser”cultivadas” por el poder publico lo cual implica, de un modo u otro, la persistente y amplia utilización de los poderes coercitivos del Estado. Para el republicanismo resulta aceptable, por ello, que el Estado se comprometa activamente con ciertos modelos de excelencia humana. Este reclamo, debe advertirse, implica un directo desafío a la concepción liberal examinada que nos decia que las instituciones políticas y económicas de la sociedad deben de ser compatibles, en principio,  con la posibilidad deque las personas adoptasen cualquier modelo de virtud personal. Para volver sobre la metáfora liberal arriba expuesta, podríamos decir que para  las autoridades republicanas tenia sentido “derribar el muro”  liberal, de modo tal a permitir una actividad mas intrusia del Estado en (lo que le liberalismo llama) la “esfera de lo privado”.

J.Madison
La postura anterior que según entiendo resulta fácilmente reconocible en las propuestas de Rousseau, encuentra reflejos muy obvios en el republicanismo anglosajón. El antifederalista Charles Lee, entre muchos otros, clarifico cuales eran los alcances de este compromiso republicano con ciertos ideales de excelencia humana. Para Lee, los ciudadanos debían ser “instruidos desde su mas temprana infancia para considerarse a si mismos como propiedad del Estado”-para encontrase siempre dispuestos a sacrificar sus preocupaciones a favor de los intereses de aquel. Alienados en una idéntica postura, muchos antifederalista propusieron que el estado asumiera como propia alguna religión particular, b Jo la idea de que la religión debía actuar como “guardiana de la moral”. Otros dijeron en igual sentido, que el gobierno debía de ser concebido como una escuela formadora de la ciudadanía, lo cual requería de  un gobierno activo en la difusión de ciertos valores morales. Otras mas no encontraron contradicción alguna entre su defensa de la libertad individual y el establecimiento de leyes muy estrictas contra los denominados “libelos infamantes”( y en tanto ello sirviera para salvaguardar un cierto “clima moral” en la comunidad). En definitiva, desde la perspectiva republicana, los infranqueables derechos liberales resultaban subordinados a las necesidades particulares de cada comunidad.

Los problemas del republicanismo:

Procurando remediar los “males” del liberalismo, los republicanos propusieron un modelo de organización institucional, que, como el de sus rivales, fue objeto de severas criticas. Ante todo, sus críticos concentraron sus objeciones en dos riesgos que encontraron íntimamente asociados al republicanismo. Me refiero a los riesgos de el populismo y el perfeccionismo, que ex aminaré a continuación.

La idea de que los gobiernos basados fuertemente en la voluntad mayoritaria degeneraban rápidamente en gobiernos populistas- opresivos sobre las minorías- resultaba, para muchos absolutamente indiscutible. Basta leer al respecto las  “reflexiones” de Burke en toro a la revolución francesa. Obviamente también en el contexto americano la critica al populismo jugó un papel político primordial en los ataques de los federalistas a sus oponentes. Asi, fue muy habitual que los federalistas hicieran referencia al “ espíritu de locura republicana” aparentemente fomentado por sus adversarios, o que  aludieran a grupos desaforados que identificaban a “voz del pueblo con la voz de Dios”., o que señalaran acusadoramente a ciertas “ mayorías circunstanciales” que asumían “ que anda era tan sagrado como su propia voz”.

Esta primera critica liberal al republicanismo ( la critica a sus rasgos populistas) resultaba, cuanto menos , exagerada. Ocurre que ne realidad, los republicanos estaban lejos de pregonar un gobierno sin limites ya que- según asumían- los gobernantes siempre tendían  a preocuparse mas por su propios inters au por el interés público. Ej todo caso, lo que los republicanos rechazaron fue el peculiar tipo de controles defendido por sus adversarios: aquellos destinados a desvirtuar los contenidos democráticos de la Constitución. Esto es lo que se advierte, por ejemplo, en la critica republicana a la Constitución inglesa, en las criticas de Paine y una mayoría de antifederalistas frente a instituciones como el Senado ( al ue consideraban un órgano obviamente aristocrático); o en las críticas de Jefferson o John Taylor al poder que se le había adjudicado al Poder Judicial.

Resulta mas difícil en cambio defender el republicanismo  frente a quienes ven en el una concepción perfeccionista. Según vimos, el republicanismo no oculta ue entre sus principales propuestas se encuentra siempre la de romper con la neutralidad liberal, para comprometer la fuerza publica estatal en la promoción de ciertos modelos e conducta. Esta actitud, distintivamente perfeccioncita, convierte al republicanismo enana alternativa extremadamente arriesgada. Con cierta resignación, un destacado republicano de nuestro tiempo Michael Sandel, reconoce cuales don los peligros en juego:

“La política republicana, es una política de riesgo, una política sin garantías (…) Otorgarle a la comunidad política un rol en la formación del carácter de sus ciudadanos es conceder la posibilidad de que malas comunidades formen malos ciudadanos. La dispersión del poder y la existencia de tales sitios para dicha formación cívica pueden reducir tales riesgos peo no pueden eliminarlos. Esta es la verdad en la queja liberal sobre la política republicana.”

Frente a Sandel, otros autores, mas o menos cercanos al republicanismo han tratado de disolver o tornar menos preocupantes dichos temores. Algunos, por ejemplo, han señalado que los riesgos del perfeccionismo no afectan exclusivamente  al republicanismo ya ue, en definitiva, todas las concepciones político-filosóficas (aun las liberales)  resultan en la práctica perfeccionistas. Otros, en cambio han señalado que el republicanismo puede y debe abdicar del  uso de la “mano de hierro” estatal, asumiendo que es básicamente suficiente para el desarrollo de una ciudadanía virtuosa con el establecimiento de una organización  democrática diferente (una democracia que por ejemplo dé un amplio espacio a la ciudadanía para desafiar las decisiones tomadas por sus representantes). Mi intuición al respecto es que esta ultima es una estrategia interesante y Atractiva pero a la vez una que el republicanismo no esta bien equipado para adoptar. El republicanismo ha crecido rechazando sus principales señas de identidad. De todos modos, por el momento dejare de lado esta discusión, que requeriría un análisis mucho mas extenso.

(…)

 (1) Fuente: Extracto de “ La comunidad igualitaria y sus enemigos.-Liberalismo, republicanismo e igualitarismo”  en “Republicanismo contemporáneo”.-Siglo el Hombre editores.-CIDER Bogota .-Universidad de los Andes

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EL PATRIOTISMO REPUBLICANO

Por Miguel Angel Domenech

¿Y que otra cosa puede ser la patria
si no el país en que se es ciudadano
 y miembro del poder soberano?” (Robespierre)


Con mucha frecuencia olvidamos  el hecho de que a los hombres les mueven más las pasiones políticas que la razón y por lo tanto prescindimos de  pedir a los filósofos políticos que contribuyan a  fijar un lenguaje  renovado  renunciando a formular y  elaborar argumentos que sean de utilidad en el debate público. Por parte de los teóricos de la izquierda parecería  que apuntar esta advertencia sería o bien  embarcarse en un cinismo propio de los partidarios de una realpolitk o bien adoptar posturas impropias de un individuo pensante serio . Pero, a despecho de este comportamiento, una de las principales tareas de la filosofía política hoy, es que contribuyan a que  los debates políticos teoricos  no se libren  como si lo fuesen entre  agentes hipotéticos, incorpóreos, desapasionados y racionales que hablen lenguajes ideales.  Es como si se pensase que en política  debe estar ausente el pathos, la pasión,  para que sea racionalmente  legitima. Como si,  limitada  el campo de lo racional, todo pathos fuese  patología, en el sentido de enfermedad. Como  si, aceptando la pasión y  reconociendo  que existe,  ésta hubiera de ser  forzosamente  una desviación. Que “hay que tener opiniones y pasiones “ , como decía Montesquieu, todos lo sabemos por haberlo experimentado por poco que nos hayamos implicado atendiendo a  nuestras obligaciones políticas.

Entre las perversiones que mas incurrirían en esta desviación estaría, entonces y según esto, el patriotismo. El patriotismo, se vincularía inevitablemente  y en primer lugar con el nacionalismo, y por lo tanto con todo lo prepolitico: historia, sangre, lengua, nacimiento (natio),… es decir,  lo que no nos pertenece sino que nos viene dado sin nuestra libertad. En segundo lugar, y también inevitablemente, se consideraría como uno de los subproductos  de esa perversión pasional que nunca puede legitimar la opción política. En tercer lugar, se incurriría de inmediato en el anatema de  los trabajadores que  no tenemos patria sino clase. Tres maldiciones pesan, según vemos, en la  sospechosa noción de patriotismo.  


Aquellos que se asignan a si mismos a la izquierda política más radical  y que se nutren con  esta sospecha resultan forzosamente   pasmados cuando se tienen que enfrentar al discurso de sus autores y  protagonistas políticos  clásicos  favoritos y precisamente más radicales. Porque  de  inmediato resulta que el apego a la  patria podía coexistir en estos autores  con el ideal de la república.

Así, en la Francia revolucionaria  los “citoyens” son “enfants de la patrie”, hijos de la patria, tal como su himno lo expresaba, y,   tal como quería Rousseau, esa patria era verdadera “madre”:  

“Que la patrie se montre donc la mère commune des citoyens” (1)

Aun más claramente reaparece con  Robespierre, en cuyo discurso el amor a la patria fundamenta nada menos que la propia democracia popular:

“ ¿Cual es el fundamento del gobierno democrático popular?: la virtud. …esa virtud  que no es otra cosa que el amor a la patria y el amor a las leyes “(2)

Ellos veían – y vivían- que la ciudadanía republicana se alimenta de una “pasión” política, no solo de una razón. ¿Porqué es una pasión, una opción, y no simplemente una deducción  racional? Porque nacía  de una experiencia: la experiencia de ser ciudadano, de construir conjuntamente el  espacio publico, afirmar nuestra humanidad. ( en términos arendtianos) y de tomar  conciencia ,  por esa experiencia precisamente  , que el compromiso político - y nuestra polis con él, -  forma parte del desarrollo de nuestra personalidad y nos implicamos por entero. 

El discurso de Robespierre en que aborda, como si de a misma cosa se tratase,   la virtud republicana y el amor a la patria nos  pone sobre la pista  de que ambas cosas están hechas de la misma madera: la madera de lo político. La izquierda latinoamericana nos ha sorprendido siempre a las izquierdas europeas, al entenderlo esto mejor que nadie:  ¿ Que significa si no el  “ Patria o muerte”  de las revoluciones americanas? Esta “Patria o muerte” nos indica además que el patriotismo no puede quedar reducido a un sentimiento subjetivo propio de sensibles  poetas  sino que es una verdadera “ institución” política.  En Cuba  una consigna de movilización y un cartel en la plaza, en la Revolucion Francesa su himno,…porque el patriotismo, como institución republicana, se construye, se fomenta, se hace por los ciudadanos,  una virtud cívica, una cultura, una institución política  y  no una institución natural como la sangre, o  el nacimiento como  pretenden los nacionalistas  partidarios de la Natio , los nacionalismos étnicos. Ese discurso tan mantenido en las revoluciones latinoamericanas a pesar de nuestra perplejidad, mantiene y continua la lógica del de Pericles en la Oración Fúnebre. En el conocidísimo  texto puesto en boca de Pericles por Tucidides, los muertos que se les rinde un homenaje sirven también de recordatorio de cual es el ethos de la democracia ateniense y -como Castoriadis señala- los atenienses muertos en la lucha han sido verdaderos - dice literalmente Pericles - " enamorados"  ( "erastai")  de la polis. Ese enamoramiento pasional por la patria, por la polis de Atenas , no particulariza  el significado de su lucha, sino que  muy al contrario, para ellos " la tierra entera es su tumba". Cuando nos acercamos con un prejuicio no exento de cierto desdén a las consignas patrióticas de la revolución bolivariana de Chávez y a los innumerables " patria o muerte" chevaristas y castristas, atribuyéndolo con cierta condescendencia a las circunstancias independentistas y anticolonialistas de su singularidad histórica   en realidad, estamos alejándonos de una de las formulaciones mas radicales de la democracia: la democracia de los atenienses. Ellos están mas cerca de Pericles que nosotros.Del mismo modo que están mas cerca de los " citoyens" franceses del proceso revolucionario 1792-94 que eran denominados y se denominaban a si mismos- de manera insistente y habitual en el vocabulario politico- como los " patriotes", contra   los que amenazadoramente se enfrentaba la reacción del interior y del exterior.

Continúa el mismo discurso Robespierre,  por un camino que nos muestra  otra de las claves del patriotismo republicano y que se engarza con lo anteriormente dicho acerca de la expresión  patriótica  de los movimientos revolucionarios latinoamericanos: la igualdad

“Pero como la esencia  de la republica, o de la democracia es la igualdad , se concluye de todo ello que al amor a la patria abarca necesariamente  el amor a la igualdad. Es verdad tambien que ese sentimiento sublime supone la prioridad del interés publico sobre todos los intereses particulares; de lo que resulta que el amor a la patria supone también, o produce, todas las virtudes, pues ¿ acaso son ellas otra cosa  que la fu erza de ánimo que otorgpa la capacidad de hacer tales sacrificios ¿Cómo iba a poder el esclavo de la avaricia y de la ambición, sacrificar  su ídolo por la patria?. (2)

Al vincular  el patriotismo con la virtud cívica, con  el amor a la igualdad,  con el interés general , con el autogobierno soberano del pueblo,  no puede resultar un patriotismo verdadero mas que en democracia y en republica, donde todos son iguales y libres, y no podria existir patriotismo en monarquía porque , en efecto:

“No solo la virtud es el alma de la democracia, sino que tan solo puede existir bajo ese gobierno. En la monarquía, yo no conozco mas que un individuo que pueda amar a la patria, y que por ello mismo no tiene necesidad de virtud: es el monarca. La razón estriba en que, de todos los habitantes de sus estados, el monarca es el único que tiene una patria.¿Acaso  no es él soberano?¿No ocupa el lugar del pueblo? ¿Y que otra cosa puede ser la patria sino el país en que se es ciudadano y miembro del poder soberano?”(2)

Podemos volver nuevamente a Rousseau que continúa el párrafo citado anterior:

“Que la patria se muestre pues como la madre común de todos los ciudadanos, que  las ventajas de las que gozan en su país le hagan quererle, que el gobierno les deje participar en la administración publica para sentirla como propia y que las leyes sean vistas como una garantía de la libertad común. Estos derechos que parecen tan  hermosos, pertenecen a todos los hombres pero, aparentando que no les atacan directamente, la mala voluntad de  los jefes, reduce su efecto hasta  no significar nada.” (1)

En la misma linea  que  Robespierre supo  interpretar tan bien, Rousseau  afirma  que se “ quiere” a la patria cuando se forma parte de lo público como cosa  propia  y cuando  la libertad es común, y advierte que si esto pierde su  significado  es por causa de la oposición que a ese autogobierno hacen los jefes


El discurso del republicanismo clásico e incluso el de su versión más radical, como vemos en Robespierre, nos muestra que existe un patriotismo genuino que no es el basado en la genealogía, la herencia, la tradición, la tierra,  el condicionamiento biológico. Un patriotismo que no esta referido a  un amor por lo que está dado, lo no elegido y heterónomo: lo lingüístico, lo religiosos,  la historia, las condiciones del pasado, la ideologia de un futuro predestinado .Al contrario,  nace  de un acuerdo normativo sobre lo elegido  por nosotros. Este acuerdo surge y se mantiene  precisamente como una emancipación   de  todo aquello que nos obliga contra nuestra voluntad, sea por naturaleza o por voluntad de los poderosos desiguales. Este acuerdo se suelda como una “virtud” moral y una pasion: el “amor a la patria y a las leyes”. El patriotismo republicano está, por lo tanto, en el corazón mismo de lo que es la libertad republicana. La patria, el patriotismo, no puede ser sino referido a  “el país en que uno es ciudadano y miembro del poder soberano”. El patriotismo republicano no puede ser mas que el sentimiento propio  de  ciudadanos, y por nada se define el ciudadano sino por el ejercicio de la soberanía,  por la participación en el gobierno de la ciudad. Como decia nuestro Alonso del Castillo: “por ninguna otra cosa  es averiguado quien sea ciudadano sino por la participación n el poder juzgar y determinar públicamente”(3). En consecuencia la radicalidad que derivaría de un patriotismo republicano sería la de un celo intransigente por el autogobierno. la participación activa en las decisiones y la igualdad como condición necesaria.


A diferencia del nacionalismo, el patriotismo republicano se alimenta de liberación frente a dominación. No es lo mismo el  “llamamiento a la nación alemana” de  un Fichte cuyo fin es afirmar una pertenencia a algo superior que  un   desprendimiento de  algo de donde se libera y emancipa.  Este último es el llamamiento de los sans-culottes, “hijos de la patria” movilizados  contra los tronos y las tiranías europeas para salvar la  revolución y la  república. Es este  un patriotismo de liberación y de independencia de dominaciones ajenas, el de Grecia contra los turcos, los  italianos de Garibaldi contra el imperio y el papado, de Fidel contra el imperialismo. Por cierto, este patriotismo no es ni muchísimo menos por  la  razón de lucro de un nacionalismo hoy de actualidad: porque una Catalunya  independiente se beneficiaria  económicamente y tendría una ventaja que de otra manera no tiene por tener que cargar con el “peso”  de un intercambio económico desfavorable con  el resto del país. Es un nacionalismo cínico  que casi desembarazado de ideología  apenas disimula su sórdida naturaleza  y motivación de beneficio capitalista.

Si contemplamos el asunto desde la perspectiva desde la cual iniciamos este texto, el de la existencia de pathos, de pasiones, en la praxis política,  podríamos decir que el patriotismo es el pathos – la pasión- de las repúblicas, y el nacionalismo, el pathos de las monarquías. Por supuesto que entendiendo monarquía y república como formas de via y constitución de una polis y no como formas de gobierno. Porque  como  decia  G Winstanley : “existe la monarquía de dos formas, como gobierno del rey y como gobierno de los principios regios ,  “donde hay opresión ente semejantes no habrá gobierno de la republica sino gobierno monárquico”.(4) Lo propio del espacio de dominación y desigualdad  monárquico es el nacionalismo, es decir el sentimiento de exclusión  y dominación del otro , de guerra, lo propio del espacio de iguales republicano es el patriotismo. Y de igual manera  que del primero ha de surgir forzosamente las guerras,  la competencia, del segundo nace  la fraternidad.

La distinción entre nacionalismo y patriotismo no es nueva, sino que existe   desde la antigüedad.. En realidad Natio no tenía ni en Grecia ni en Roma  naturaleza politica. En Grecia era el demos, una circunscripción artificial de  la población creada   por el régimen democrático,  la base de identificación ciudadana.  Los romanos, por su parte, empleaban dos términos distintos patria natio . Patria es un término referido siempre a la res publica,  un modo de vivir derivado de las leyes y la organización política, natio indicaba el lugar de nacimiento unido a la etnia.

Una de las causas del eclipse  aquel sentido republicano del  patriotismo está en la ideologia surgida en los romanticismos del XIX que se alimentaron de todo género de espiritus de la nacion,  raices, genios nacionales, sentidos  y destinos  de las historias de cada pueblo como folk,  ya no como demos. En  aquellas fuentes beberían los irracionalismos fascistas haciendo del patriotismo un nacionalismo como ideología reaccionaria frente al ascenso de la conciencia y movilización de la clases trabajadoras, que no era ese folk  idealizado sino un  demos  políticamente activo.  Asimismo  el nacionalismo, ya desvinculado de su antiguo lazo  de fraternidad con otras republicas,  sirvió ideológicamente para legitimar, desde aquella época también, las políticas de expansión colonial tan necesarias al desarrollo a gran escala de la explotación capitalista.

 Sufrir las consecuencias de esta falsificación es algo   particularmente  entendible  entre nosotros, los españoles, por la experiencia reciente vivida del nacional-catolicismo. Entre los italianos, igualmente victimas de aquella peste brune,- para ellos de color negro  y para nosotros de color azul- la vivencia de la falsificación del patriotismo en nacionalismo, se expresa estupendamente  en lo que  Calamanrei escribía en 1943, después de la caída del fascismo,  palabras que podrían ser de  tantos  españoles que han vivido  los  similares acontecimientos acaecidos en nuestro pais:  

“Una de las culpas mas graves del fascismo ha sido matar el sentido de la patria. El nombre de la patria ha causado repugnancia durante veinte años: esa presuntuosa v vanidad que no sabia hablar de Italia sin añair que todo el mundo miraba haca Roma,  ese tono de  de autoritarismo intimidatorio de teatro de marionetas que se infundía desde los discursos del Duce hasta el locutor de radio, hicieron que cualquier alusión al patriotismo resultase difícil de digerir. Se tenia la sensación de estar ocupados por extranjeros. Esos italianos fascistas que acampaban en nuestro suelo eran extranjeros. Si ellos eran  italianos nosotros no lo éramos.”.(5)

En España a los enemigos del régimen fascista se les llamaba “antipatria”, y  la peor consecuencia de esta descalificación es que, efectivamente, los enemigos de aquella tiranía odiosa, se lo creyeron, aceptando la injuria  , arremetieron contra la patria para desprenderse  del insulto en un algo asi como un infantil y descarado  “ Somos antipatria, ¡a mucha honra!”. En su lugar una madurez reflexiva republicana optaría por denunciar, como León Felipe desde el exilio, a los que nos privaron de todo y hasta nos  robaban la patria misma. En su lugar, una reflexión ilustrada republicana, reivindicaría el patriotismo – no del nacimiento, origen o  imaginario destino común - sino de ese espacio constituido por las  leyes que nos damos nosotros mismos, autogobernados iguales y emancipados de toda dominación.

En aquella España salida de un golpe militar, conglomerado reaccionario  de caciques, señoritos chulos, banqueros y potentados,  fanáticos católicos, militares embrutecidos en derrotas coloniales,  bendecidos todos por la Iglesia y la venganza, el patriotismo fue en efecto, “ el ultimo refugio de los canallas”. Pero fueron muchos los vencidos  que no se dejaron identificar como “canallas” por su patriotismo y basta escuchar la pena de los exilados  ,privados de su patria, a la que “habian matado” : de  Leon Felipe, Garfias, Emilio Prados, Alberti, Guillen, ,Herrera Perete, Blas de Otero, Eugenio de Nora, Valente, ,…la patria cuyo recuerdo obsesivo  “envenenaba  los  sueños” de Cernuda . la patria que  hacia clamar a  Cesar Vallejo: “ si la madre España cae, -digo es un decir- salid niños del mundo, id a buscarla”, la patria perdida de Machado  que muere nada mas probar el exilio .(6)Patriotas exiliados por  haberse atrevido  a concebir la patria como un lugar donde no debía “ararse el feudo del señor y servir al rey” como expresaba León Felipe.

Es comprensible que el patriotismo así enfocado – el que llega a decir que un Estado despótico no es tu patria por no ser la ciudad en que todos pueden vivir libres-  no tenga un surgimiento espontáneo. No procede de vinculación natural sino de conciencia  reflexiva. Siendo el patriotismo, como la virtud civica republicana, algo que se hace y no que se tiene , ya no es una actitud automática e irreflexiva, no pertenece enteramente a lo afectivo-emocional, llega a ser mas controlada que automática, tiene a ser una acción  mas cercana a  las de tipo racional orientadas a fines o a valores ,  por expresarlo desde la perspectiva de la conocida  topología del significado de las acciones de  Weber.

Que la patria, no sea una Natio, y que por lo tanto patriotismo no se encuentra en nacionalismo, lo sabían muy bien los atenienses de la democracia. Su polis no era un lugar, ni una tierra, ni una sangre, sino los hombres, las instituciones democráticas, sus leyes. Como Tucidides lo expresa: “andres gar polis”, “la polis son los hombres”, el cuerpo de los ciudadanos bajo las leyes que se otorgan. Como lo cuenta Herodoto(7),cuando Temistocles, antes de la batalla de Salamina, hace desplazar a la poblacion de los atenienses a la isla de Salamina, dice que están dispuestos a fundar Atenas en otro sitio. Esto a pesar de la fuerte  conciencia de los atenienses de ser “autóctonos”, es decir “nacidos de la tierra”.  Quiere decir, que aun existiendo un componente territorial en la polis, no es ese territorio quien la define esencialmente sino la colectividad política de los ciudadanos. La polis no se encuentra entre las murallas ni definida por las  fronteras sino por los ciudadanos y sus leyes.  Por esa misma razón para Heráclaito “deben defenderse las leyes mas que a las murallas”.Pero aún asi, ser un apolis, un sin-patria, un a-patrida, era una desgracia propia de un  desterrado vagabundo como Edipo errante, o alguien que había cometido un exceso de hybris, un desmedido, según lo califica la antistrofa 2ª de la Antigona de Sófocles, a quien debe privársele de ciudad  y de patria por esa desmesura. En ese famosos stásimo de Antigona  se exalta la naturaleza  extraordinaria del hombre:  “ Andan por ahí  infinidad de cosas formidables, pero ninguna mas formidable que el hombre…”(8). Para ese hombre - capaz de  transformar todo lo que encuentra, mares, tierras, naturaleza,  crear lenguaje y leyes, …- existe el riesgoo de la desmesura, y Sofocles  echa mano para calificar esa disposición humana al exceso soberbio, de la figura de quien  pasa por encima de la polis y no  comparte la ciudadanía. El apátrida es un delincuente de la soberbia  al mismo tiempo que serlo es un castigo por algún exceso. En la misma linea ateniense , el excesivo y peligroso protagonismo politico , en tanto que riesgo para la democracia, podira se rcastigado con el ostracismo  .  No poseer patria o perderla, no querer polis,  o ser rechazado por ella,  era la maldición propia de lo soberbio, lo desmesurado, lo tiránico, lo que debia de ser rechazado y expulsado  en democracia.
 

No otra cosa es, sino la práctica gestual y simbólica de ese patriotismo emancipador, lo que hacemos cuando asistimos a las manifestaciones publicas exhibiendo nuestras banderas rojas, tricolores, y vistiendo camisetas y emblemas de orgullosa reivindicación. Entonces, no rechazamos el ejercicio de un patriotismo republicano. 

El patriotismo además sufre de la persecución de un cosmopolitismo alejado de la realidad.  Es  Hanna Arendt, muy acertadamente, la que nos señala que  el drama de los apatridas es, y ha sido históricamente, que sus derechos humanos no están protegidos,  o lo están de manera limitada,  frágil y precaria. Y que nadie está seguro  si no goza de plena ciudadanía y  de la protección de una comunidad jurídica. Como ella misma apunta:

“Se suponía (...) que los derechos humanos eran independientes de todos los gobiernos, pero sucedió  que en el momento en que los seres humanos crecieron de gobierno propio y tuvieron que acudir a sus derechos, ninguna autoridad quedó para protegerlos y ninguna autoridad quiso garantizarlos” (9)

Para el nacionalismo , yo pertenezco a una colectividad , para el patriotismo liberal existe  una colectividad que me pertenece, para el patriotismo republicano existe  y construimos una colectividad   que nos pertenece. 

La apelación al cosmopolitismo estoico del “ciudadano del mundo” no puede evitar, incluso para definir su universalismo desencarnado, utilizar la  expresión  “ciudadano”, miembro  cualificado de una ciudad, aunque su ámbito sea cuantitativamente extenso, el de la ciudad ideal  llamada mundo.  Otro tanto sucede con “los proletarios no tenemos patria”. Es una puesta en valor de la patria por medio de su negativo. En efecto, lo proletarios son los desposeídos de todo, incluido de patria, Su situación es la peor, la más injusta, la de “los parias- los apatridas- de la tierra”. Esos “nada de hoy”, sin patria, de la Internacional,  “todo han de ser”, incluyendo la patria. El internacionalismo proletario no debe interpretarse como un equivalente a un  neoestoicismo cosmopolita,   como  muchas veces se hace,   sino como una demanda   que  pretende y provoca  un  vuelco de todo el sistema  general de dominación siendo  una situación de carácter universal y no solamente una reivindicación  corporativa o  circunstancial de un contexto local o de un cuerpo social. El kosmopolités , el ciudadano del cosmos, - helenista  e imperial- oponía la filosofía explicadora de su actitud frente a un  desordenado caos. Un caos de dioses, costumbres, sofistas,  opiniones,  ciudades, opuesto  a un cosmos ordenado de Imperio, Dios único, Verdad, Providencia y  su desarrollo en la Historia con sentido, un cosmos  de  “cosmo-visiones” explicativas  sistemáticas. El sometimiento de todo  lo  particular a una realidad más extensa que comparte la lucidez del cielo de las Ideas.  El filósofo cosmopolita  es un eliminador de la diversidad adversa. En ese  cosmopolitismo  universal contrario a las patrias de las polis fue donde llegó a  alojarse con más comodidad el cristianismo  y  fue al mismo tiempo un apoyo del reino único de un Papa y  una Iglesia. No tener patria deriva en una sola patria no solo moral sino institucionalmente  omnipotente. El sentido cosmopolita y su filosofia, con la promesa de eliminar el caos de las circunstancias elevándose  a grandes vistas panorámicas de lo Absoluto  pagó el precio de contribuir a las formaciones politicas imperiales..

Moraleja: el espacio dejado  vacío por la desaparición de la patria la ocupan fácilmente  la nación y el  imperio.

La oposición tenaz a toda forma de apelación a una comunidad, es como una prohibición a decir “nosotros” .A los seres racionales, por el hecho de serlo, no nos esta vedado decir “nosotros”. Al contrario, lo decimos   precisamente porque la  racionalidad  humana es intersubjetiva. Y esta intersubjetividad  no nos aboca forzosamente a particularismos sino a pluralismo. A la pregunta ¿quienes somos?  cada uno tiene una forma diferente de decir nosotros ,  definiendo  cada forma de decir nosotros una comunidad diferente. A esa pregunta, no es el cosmopolitismo a ultranza la única respuesta. El planteamiento mas consecuentemente  cosmopolita exigiría  una comprensión plural  y viceversa  porque  al decir “nosotros los”, estamos apuntando a la Comunidad comprensiva de todos los que dicen “nosotros”(10) y viceversa, nuevamente. . Un auténtico cosmopolitismo debe ser un cosmopolitismo de ida y vuelta. 

Donde se sitúe espacialmente  e institucionalmente esa  patria republicana  es otra cuestión. Que la república  objeto de nuestra pasión patriótica republicana   no haya de ser forzosamente un Estado, ni   Estado-nación también es cierto. Precisamente la historia de Temístocles nos pone sobre la pista: la polis no es el Estado- institución separada de la colectividad como un ente técnicamente, organizativamente y jurídicamente distinto -, sino la colectividad misma. Pero el objeto de la pasión patriótica  tendrá que  ser república, es decir un cuerpo moral  autogobernado por sus componentes , de iguales,  y sin ninguna tiranía heterónoma ni interna ni externa.

 Quizás la republica que es la patria se identifique más bien con una “polis” que  debe ser y  no con la “polis” que es. Seriamos así patriotas de la “polis” (republica) de libres e iguales que haya de resultar de nuestra acción emancipadora. No que deba encaminarse a ningun “destino” providencial determinado por una historia  protagonista cargada de  sentido, sino  que resultará de nuestro propio protagonisno humano actuando para crear el espacio común  que deberá ser  libre para ciudadanos libres. Pero el anticipo de esa futura republica  -de la que tenemos esperanza y nos proponemos-  puede darse en la polis que vamos construyendo y que temporalmente y provisionalmente  tenemos a mano. (¿El estado-nación, la región, la ciudad,…?) El patriotismo republicano sería por lo tanto un patriotismo de futuro, anticipado -por  impaciencia y esperanza revolucionarias,- en la comunidad política que por ahora tenemos a mano.

En definitiva creo que es equivocado rechazar un patriotismo, republicano- no nacionalista- como una respuesta políticamente valida para hoy. y que patriotismo republicano puede  romper la alternativa viciosa de  tener que optar o por   nacionalismo étnico o por  ninguna  patria. 

Los republicanos no podemos caer en la trampa que nos tienden los  nacionalismos   de renunciar a nuestro patriotismo para adoptarles a ellos.

……………….


Asi lo ve Maurizio Viroli de cuyo texto:   EL  SENTIDO OLVIDADO DEL PATRIOTISMO REPUBLICANO (11) extraemos  a continuación , a la manera de ilustración, las citas extensas siguientes:


“ 1.-Rasgos esenciales del patriotismo republicano:


Para los teóricos republicanos clásicos, y sobre todo para los romanos, el amor de la patria es una pasión. De forma más precisa: se trata de un amor generoso y compasivo por la república (caritas reipublicae) y por sus ciudadanos (caritas civium). (…)

Hasta cuando el amor por la patria respeta los principios de la justicia y de la razón, y, por tanto, es denominado amor racional («amor rationalis»), tal como dijo Remigio de Girolami, se trata del afecto por una república particular y por unos ciudadanos particulares que nos son queridos porque compartimos con ellos cosas importantes: las leyes, la libertad, el foro, el senado, las plazas públicas, los amigos, los enemigos, la memoria de las victorias y el recuerdo de las derrotas, las esperanzas, los miedos. Es una pasión que crece entre ciudadanos iguales y no el resultado del consentimiento racional otorgado a los principios políticos de la república en general. Puesto que es una pasión se traduce en acción, y de forma más precisa, en actos de servicio al bien común (officium) y de cuidado (cultus) (…)

Debe tenerse en cuenta que para los teóricos republicanos la caritas reipublicae es una pasión revitalizadora que impele a los ciudadanos a ejercer los deberes de la ciudadanía y que proporciona a los gobernantes la fuerza precisa para acometer las duras tareas necesarias para la defensa, o la institución, de la libertad (…)

Para los teóricos republicanos la república es un ordenamiento político y una forma de vida. Esto es, una cultura. Para describir el amor del pueblo por sus instituciones republicanas y por la forma de vida basada en ellas, Maquiavelo habla, por ejemplo, de amor al «vivere libero». Otros republicanos de su tiempo definieron la república como «un tipo de forma de vida de la ciudad» («una certa vita della città», Brucioli, 1982, p. 112).

Desde luego, el patriotismo republicano tiene una dimensión cultural, pero es primariamente una pasión política basada en la experiencia de la ciudadanía, no en elementos prepolíticos comunes derivados del haber nacido en el mismo territorio, pertenecer a la misma raza, hablar la misma lengua, adorar a los mismos dioses o tener las mismas costumbres. Significa esto que el argumento de que el patriotismo republicano no es una respuesta intelectual válida para las cuestiones contemporáneas de la ciudadanía democrática porque «un credo político es insuficiente» . está completamente equivocado, ya que el patriotismo republicano no descansa en un credo puramente político.

Los autores latinos tenían muy clara la distinción entre los valores políticos y los valores culturales de la república y los valores no políticos de la nacionalidad. De hecho, utilizaban dos palabras diferentes: patria y nati . Cuál de las dos se consideraba más importante resulta bastante obvio. Los lazos de la ciudadanía, como dijo Cicerón en De Officiis (I.17.53) son más próximos y más dignos que los lazos de la natio. 

Esta distinción y esta jerarquía fueron reiteradas por los teóricos posteriores. En la Encyclopédie (vol. XII, p. 178), por ejemplo, leemos que Patrie, no significa el lugar en el que hemos nacido, como cree la concepción vulgar. Por el contrario, significa «estado libre» (état libre) del que somos miembros y cuyas leyes protegen nuestra libertad y nuestra felicidad (notre liberté et notre bonheur).Para el autor de la entrada, el término patrie es sinónimo de república y libertad, como lo era para Maquiavelo y para los escritores políticos republicanos. Bajo el yugo del despotismo no hay patrie, por la razón muy obvia de que bajo el gobierno despótico los súbditos carecen de protección y están excluidos, precisamente como si fueran extranjeros (ibid.). Siguiendo los pasos de Montesquieu, el autor observa que «aquellos que viven bajo el despotismo Orient al, donde no se conoce otra ley que los gustos del soberano, otra máxima que la adoración de sus caprichos, otro principio de gobierno que el terror, donde nadie ni ninguna fortuna está a salvo, no tienen una patria y ni siquiera conocen su nombre, que es expresión verdadera de felicidad .

Esto significa que el lugar común de que la Ilustración era antipatriótica es un error de bulto. Los philosophes no eran nacionalistas, pero desde luego eran patriotas en el sentido del patriotismo republicano. Y para ellos, ser patriotas significaba sentir la caritas reipublicae. Como dijo Jean-Jacques Rousseau, un distinguido miembro de la familia republicana: «No son los muros, ni los hombres los que hacen la patria, sino las leyes, los usos, las costumbres, el gobierno, la constitución, y aquello que resulta de todo esto. La patria se forma en las relaciones entre el Estado y sus miembros; cuando esas relaciones cambian o se disuelven, desaparece la patria “

Es la experiencia de la libertad republicana, o la memoria o la esperanza de la misma, lo que hace que tenga sentido la ciudad. Los teóricos republicanos eran perfectamente conscientes de que el tipo de comunalidad generada por el hecho de vivir en la misma ciudad, o la misma nación, o de hablar la misma lengua, y de adorar los mismos dioses no era suficiente para generar el patriotismo republicano en el corazón de los ciudadanos: una patria verdadera, afirmaban, sólo puede ser una república libre.

Afirmaban también que el amor a la patria no es en absoluto un sentimiento natural, sino una pasión que necesita ser estimulada a través de la legislación o, de forma más precisa, a través del buen gobierno y de la participación de los ciudadanos en la vida pública. Rousseau expresó con elocuencia esta idea en su Economie politique: «Que la patrie se montre donc la mere commune des citoyens, que les avantages dont ils jouissent dans leur pays le leur chere, que le gouvernement leur laisse assez de part á la l’administration publique  pur sentir qu’il son chez eux et que les lois en soient a leur yeux que les garants de la commune liberté» . (…)

2. El patriotismo republicano y el nacionalismo

Ha de resultar ahora bastante fácil identificar la diferencia entre el patriotismo republicano y el nacionalismo. Si por nacionalismo entendemos lo que los fundadores del lenguaje del nacionalismo entendían, me parece claro que los patriotas republicanos y los nacionalistas están en desacuerdo sobre la cuestión central de qué es una verdadera patria. De hecho, los teóricos del nacionalismo de finales del siglo XVIII comenzaron, en su intento por construir un lenguaje nuevo del nacionalismo, por atacar el principio republicano de que sólo una república que se autogobierne es una verdadera patria.
(….)
Los patriotas republicanos y los nacionalistas también están en desacuerdo sobre lo que sea o deba ser el amor por la patria. Los primeros consideran el amor a la patria como una pasión artificial que ha de ser introducida y reproducida, de forma constante, por medios políticos. Para los últimos se trata de un sentimiento natural que ha de protegerse de la contaminación cultural y de la asimilación cultural. Su diversa interpretación del amor por la patria es consecuencia de su diferente concepción de la patria y de la nación respectivamente. La patria de los republicanos es una institución moral y política. La nación de Herder es una creación natural. Éste considera las nacionalidades no como producto de los hombres, sino como la obra de una fuerza viva, orgánica, que anima el universo. Las repúblicas se originaron debido a la virtud extraordinaria y a la sabiduría de sus legendarios fundadores. Las naciones las hizo el mismo Dios, en tanto fuerza viva que modela unidades orgánicas nacionales sobre el caos de la materia homogénea y reflejan, por tanto, los planes y la voluntad eterna de Dios.

Cuando Herder subraya que la naturaleza ha creado nacionalidades pero no estados, quiere decir que las primeras ocupan una posición superior a los últimos. Para los republicanos la pérdida de la república es la mayor tragedia. Para Herder aún es más trágica la pérdida de la propia nación: privad a un hombre de su país (en el sentido de nacionalidad), escribió, «y le habréis despojado de todo”

Esto no quiere decir que la idea de nación se haya utilizado siempre contra el patriotismo republicano o para sostener proyectos nacionalistas. El ejemplo más obvio es la definición del principio de nacionalidad de John Stuart Mill en su A System of Logic:  «No hace falta decir que no entendemos (el principio de nacionalidad) como infundada antipatía por los extranjeros; o por el cultivo de peculiaridades absurdas porque son nacionales; o por el rechazo a adoptar lo que otros países han descubierto que es bueno. En todos estos sentidos, las naciones que tienen el espíritu nacional más fuerte son las que tienen menos nacionalidad. Lo entendemos como un principio de simpatía, no de hostilidad; de unión, no de separación. Nos referimos a un sentimiento de interés común entre todos aquellos que viven bajo el mismo gobierno y que están contenidos en unas mismas fronteras naturales o históricas. Hacemos referencia a que una parte de la comunidad no ha de considerarse forastera frente a otra parte; a que han de cultivar el lazo que les mantiene juntos; han de sentir que son un pueblo, que su suerte está unida, que lo que sea malo para un compatriota es malo para ellos mismos; y que no pueden, de forma egoísta, desentenderse de su participación en los problemas comunes cortando la conexión»

Esta concepción de la nación es equivalente a aquello que Mazzini entendía por patria:  «Una patria es un asociación de hombres libres e iguales unidos en el fraternal acuerdo de trabajar por un fin único. (...) Una patria no es una agregación, es una asociación. No hay patria verdadera sin derecho uniforme. No hay patria verdadera donde la uniformidad del derecho es violada por la existencia de castas o privilegios».

Otro ejemplo del principio de nacionalidad interpretado como equivalente a la idea republicana clásica de patria puede verse en Carlo Pisacane. “El principio de nacionalidad que ha excitado a las almas más generosas en 1848,- escribió en 1860-, era un ideal de libertad. Nacionalidad significa la libre expresión de la voluntad colectiva de un pueblo, de un interés común, de total y absoluta libertad, sin clases, grupos o dinastías privilegiadas. El amor por la patria sólo puede crecer en el suelo de la libertad, y sólo la libertad puede convertir a los ciudadanos en defensores de la república. Bajo el yugo de príncipes y monarcas, las pasiones del patriotismo están condenadas a degenerar “

Por tanto, la diferencia entre el patriotismo republicano y el nacionalismo es bastante grande. Igualmente grande es la diferencia entre el patriotismo republicano y el nacionalismo cívico, por una parte, y el patriotismo republicano y el nacionalismo étnico, por otra. El patriotismo republicano difiere del nacionalismo cívico en que es una pasión y no el resultado del consentimiento racional. No se trata de lealtad a principios políticos universales neutrales tanto histórica como culturalmente, sino de compromiso con las leyes, la constitución y la forma de vida de una república particular. El patriotismo republicano es también diferente del nacionalismo étnico porque no concede relevancia moral o política a la etnicidad. Por el contrario, reconoce relevancia moral y política, y belleza, a los valores políticos de la ciudadanía, particularmente la igualdad republicana, que son hostiles al etnocentrismo.”


(1).-J.J.Rousseau .”Economie politique”.-Oeuvres III.-La Pleiade Gallimard
(2).- M.Robspierre.-“Sobre los principios de moral política”.-en “Discursos”.Ciencia Nueva.-Madrid  1968
(3).-Alonso de Catrillo.-“Tratado de Republica”.- I.Estudios Poliicos.-Madrid 1958
(4).-Gerrard Winstanley.-“La Ley de la libertad”.Biblos. Buenos Aires 2005
(5) .-Piero Calamndrei.-Diario 1939-45.
(6).-“ Los señoritos invocan la patria y la venden, el pueblo la compra con su sangre y la salva”.-  A. Machado, en Conferecia  Nacional de Juventudes Socialistas .-enero 37
(7).-Herodoto.-Historia VII,61
(8).-Hanna Arendt.-“Los origenes del totalitarismo”.-Tauus 1974
(9).-Sofocles.-Antigona 333-375
(10).-j.Habermas.-“Accion comunicativa y razon sintrascendencia”.-Paidos 2002
 (11).-M.Viroli.-“El sentido olvidado delpatriotismo republicano.-Isegoria nº 24.-Junio 2001

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la representacion politica
comendado por la Cabaña)

Tres textos de Cornelius Castoriadis sobre la democracia repesentativa.

  
Uno de los ejes sobre los que siempre ha insistido  el pensamiento republicano ha sido el del autogobierno ciudadano. Necesariamente vinculado a este autogobierno se encuentra el otro de los ejes  del republicanismo: la responsabilidad necesaria de los ciudadanos (la virtus, el vivere civile)  para que exista la ciudad republicana, la polis, la  republica genuina y, en definitva, la política misma. Esta responsabilidad irrenunciable y aquel autogobierno hacen necesariamente plantearse  la institución política que haga viable un autogobierno de cualquier colectivo protagonizado de manera directa por los que lo componen según la visión republicana de organización de lo común.

 Rousseau fue, entre los herederos de la tradición del pensamiento republicano clásico, de los que se dieron cuenta del alcance, en términos de radicalismo democrático, de esta exigencia y de la  inconsecuencia de la contraria, es decir  de    la naciente institución de la  representación política. La democracia liberal representativa, fue en la praxis y sin embargo,  el sistema finalmente triunfante   en concordancia con su propia concepción de la política tan contraria al republicanismo.


 Esta  ideología triunfante  concibió la libertad  política como el gozo privado de derechos y posesiones y no como la construcción  del espacio  propio de lo humano  que surgía de la ciudad autogobernada por todos. La política, entonces, podría limitarse a una actividad propia de unos pocos, ricos, o sabios en quienes delegaban los ciudadanos para poder dedicarse  privadamente al goce de sus riquezas.  Los no poseedores de riquezas

se limitarían a dirigirse a una institución ajena a ellos, un Estado prestador de servicios y compuesto de personal “competente” para que atendiese  sus demandas. El Estado, la actividad política misma , debería estar cercada en  una jaula  como si  de una bestia furiosa se tratase, para que no interviniese en la libre disposición y libre arbitrio del uso de las riquezas por los ricos, incluyendo  entre esas riquezas, a sus servidores dominados.  Los representantes políticos encajaban en esa nueva concepción al ser los que servirían  para que presentasen y se hiciesen eco de las  demandas  planteadas ante esa institución  compuesta por técnicos y  para que fuesen  atendidas de manera experta, dado que el populacho, victima de las pasiones que le eran propias, no podría hacerlo.  Como lo expresaría Benjamin Constant en su notorio texto de la Libertad de los Modernos: los pobres se ocupan ellos mismos de sus propios asuntos, los ricos lo hacen por medio  de administradores, la democracia directa era cosa de pobres, la representativa, cosa de ricos. La democracia liberal representativa  era una ciudad con funcionamiento característico , el del individualismo posesivo, cuyo fin era  proteger el goce de  las posesiones y de la vida privada,…. de quienes poseen. Los no poseedores seguirían en la obediencia civil  de lo que la respetada y sacrosanta  vida privada de sus amos le dictaba.

 
El resto de la historia es conocido y sus avatares  teóricos pasan primeramente para  justificar el sistema de representación, reconociéndolo francamente como un instrumento óptimo  para ser una barrera y límite contra la “cosa mala” que era la democracia .Posteriormente siendo  la justificación ideológica y de mala fe  inoperante y descarada – una vez que de la democracia  no podría sostenerse que  era una  maldición de multitudes incapaces- se apoyo en una presunta  imposibilidad técnica por otras razones que circunstancialmente se iban encontrando. Es ilustrativo  de la mala fe  el seguimiento de la deriva del argumento típico contra la democracia directa en la polémica postconstitucional americana :  sus detractores propugnaban  las ventajas de un estado extenso, porque esto impediría la participación  democrática  e indeseable   de las masas y la obligada delegación en expertos y hombres cultos  dada la envergadura de los problemas. Mas tarde, fue al contrario, se argumentaba que un estado extenso, lamentablemente no podía permitirselo.

La institución de la representación política se vincula   forzosamente con  una concepción  moderna de lo político  puesta por el pensamiento liberal dominante .Para ésta, el Estado, lugar de lo político , está separado de la comunidad, se enfrenta a ella y lo gobierna. Ese Estado, ajeno, instancia superior a la que deben dirigirse las demandas de servicios y derechos tiene el monopolio de la actividad política concebida asi como una actividad propia de expertos y técnicos. El pueblo – cuanto mas apolítico mejor-no gobierna, no gestiona los  asuntos comunes , se limita a la actividad de elección y control. No hay nada mas alejado de la visión republicana donde la actividad politica forma parte de la ética, es decir que es el hombre el autolegislador de sus propias normas y crea asi su mundo moral y político. El espacio político, la res publica,  es por lo tanto el espacio  propio de lo humano donde se gestiona , se acuerda  y gobiernan las conductas y las  normas que nos damos a nosotros mismos y su practica es por tanto la practica de la libertad  y forma parte del desarrollo de nuestra  personalidad moral. La actividad política directa del ciudadano es una actividad de desarrollo de la plenitud personal. Lo  exclusivamente “ privado”-el idion, sitio de  los idiotes-  está privado de humanidad  y de igualdad  y es por lo tanto-  y no solo por su naturaleza  que se deriva de ello , sino por la experiencia de los hechos-  el lugar de la dominación y de las monarquías de todo género.

Es, por lo tanto un debate que el republicanismo trae de manera permanente y que se hace particularmente agudo en la circunstancia de la praxis política contemporánea.

La Cabaña aporta a la reflexión,  como material de interés, tres  textos de C.Castoriadis.(c )


Textos:

1.- Cornelius Castoriadis.-“Democracia y relativismo” .Debate en el MAUSS(1)


 (…) “. Retomo el hilo de su pregunta: ¿ Que posibilidad existe hoy, según usted, de hacer renacer formas de democracia directa y que relación podría tener ésta con el sistema representativo? Para mi , la única democracia es la directa. Una democracia representativa no es democracia, sobre esto estoy de acuerdo, no ya con Marx , sino sencillamente con Rousseau ( que no es por cierto el único que ha mantenido esta posición), que observaba que los ingleses solo eran libres el dia que elegían a sus representantes (1). Y ni siquiera ese dia (2). Porque cuando llega ese dia ya no  hay naa que decidir. La próxima primavera habra elecciones a presidente de la República. ¿ en que va a consistir la libertad de los franceses? En elegir entre Balladur y Chcirac o Chirac y Delosr. Eso es todo. No hay otra libertad. No hay nada más.

El gran argumento contra la democracia directa en las sociedades modernas es la dimensión de estas sociedades. Es un argumento de mala fe. Histórica, concreta y políticamente ¿Porque históricamente? El régimen representativo de Occidente es desconocido en la Antigüedad, había magistrados no representantes Por lo que a mi respecta, estoy de acuerdo en que haya magistrados revocables, etc. pero no estoy de acuerdo en ser representado. Lo considera como un insulto personal. Hay un libro excelente de Yves Barel,  sobre la cuidad medieval (3) que muestra bien el sentido de la evolución de la sociedad medieval . Fue publicado hace ya algún tiempo, pero no creo que las interpretaciones hayan cambiado mucho al respecto. Puede verse el el como aparece el régimen representativo en las ciudades de Occidente que tendían  a autogobernarse en los siglos XI y XII. Estas ciudades  contaban con la décima parte de la población de Atenas del periodo clásico- entre 30.000 y 40.000 ciudadanos activos, de los cuales, la  mitad, se reunían en ekklesia y más quizá cuando había que tomar grandes decisiones. En estas ciudades medievales solo Vivian ente 3.000 y 6.000  personas. Peor no elegían magistrados, elegían representantes. La idea de la representación es una idea moderna, y es evidente ue su raiz se encuentra en la heteronimia y la alineación política. ¿Que son los representantes?¿Porque tiene que haber representes? Con el tiempo el término ha pasado a ser intrasitivo, pero al principio era transitito:  los representantes son representantes de cara al poder. Por lo tanto el hecho de elegir representantes presupone que existe un rey, es el caso clásico de Inglaterra, por ejemplo, un rey ante quien se envía representantes. Y le rey gobierna – King in his parliament- no se trata de la monarquia absoluta, es el rey en su parlamento, son los representantes de los súbditos.

Esto no tiene nada que ver con la dimensión de la población , y la prueba de ello es que se puede plantear la cuestión desde otro ángulo. Suponemos qe en una nación moderna no puede haber democracia directa. ¿ porque no puede haber democracracia directa en una ciudad de 100.000 habitantes, es decir de 50.000 ciudadanos activos? no  es por la dimensión , ya que en Atenas era posible cuando habíea 40.000 habitantes, ciudadanos activos. O establezcamos entonces la democracia directa en las ciudades de 40.000 habiantes activos. Pero no, nadie plantea la cuestión bajo ese ángulo. El argumento de la dimensión , para oponerse ala democracia directa es un  de hecho un sofisma y no creo que se presente con buena fe.

No quiero hacer la critica del rgimen representativo pues ya ha sido hecha cincuenta mil veces, no hay nada que añadir. Pero el verdadero argumento en pro de la democracia representativa- no hay que olvidarlo- es el argumentote Benjamin Constant  en un texto de 1891: De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, ya esbozado ieen Ferguson en Un ensayo sobre la historia de ls sociedad civil (1759). Estos autores no eran  ideólogos ni teóricos de mala fe, eran politicos con los pies en la tierra. ¿ Cual es el argumento?. Es que, en las sociedades modernas, lo que interesa a la gente no son los asuntos comunes, es la protección de de los bienes de que disfrutan (jouissances). Estos son los términos que utiliza Constant, aunque Ferguson decía más o menos lo mismo. Constant añade además que, como la mayoría de la gente en una sociedad moderna trabaja en un oficio manual, en oficios embrutecedores, como los obreros de la industria, es por lo tanto completamente normal que exista un sufragio censitario  y que solo  las personas qe, por su forma de vida, tienen el tiempo disponible para reflexionar en los asuntos públicos y ocuparse de ellos (3).

Queda la cuestión real  de una democracia  directa a escala de las sociedades modernas, de naciones, quizás de continentes, quizás de la humanidad entera. No poseo la  respuesta sobre las formas institucionales para ello. Lo único que digo es que  en la creación de los grandes movimientos políticos y sociales de la época moderna, se puede encontrar todavía gérmenes de formas de regimenes que permiten una democracia directa. Por ejemplo, en la forma de la Comuna de Paris o de los soviets- los verdaderos, antes de que hubieran sido domesticados por los bolcheviques- o de los consejos obreros; con un poder, el mayor posible, de las asambleas generales, es decir, de la democracia directa, en las decisiones ultimas y, subsidiariamente, como se diría ahora, un poder de delegados, pero de delegados elegidos y revocables, revocables en cualquier momento, es decir , sin capacidad para expropiar a la colectividad de su poder para arrogárselo ellos. (4).Sobre esto, repito una vez mas que yo pienso que la democracia solo puede ser democracia directa y que la democracia directa solo puede venir como resultado de un  enorme movimiento popular de la sociedad, e la gran mayoría de la sociedad. Solo la creatividad de la sociedad puede dar respuestas que esten a la altura de un problema como este. Pero si la sociedad no es capaz de encontrar formas de ejercicio del poder que sena verdaderamente democráticas, aquellas que yo he esbozado, u otras, quiza mas eficaces, no habrá nada que hacer, habrá nuevamente un sistema representativo, habrá nuevamente lo que Marx llamo la recaída en el fárrago anterior, es decir, la recaída en la expropiación el poder los representantes, por los reposeen riqueza o por la gente que controla los medios de comunicación como hoy dia,etc


2.- Cornelius Castoriadis.- “Fait et á Faire”.- (5)

“..La primera condición para que exista una sociedad autónoma-una  sociedad democrática- es   que la esfera pública/pública sea una ecclesia y no un objeto de apropiación privada por parte de grupos particulares. Las implicaciones de esta condición son innumerables; afectan tanto a la organización de cualquier poder existente en la sociedad como  a la designación y control de todos los individuos encargados del ejercicio de una parcela cualquiera de ese poder ( podemos llamarlos magistrados); tanto a la producción y difusión de la información ( asunto que en ningún caso  es meramente técnico sino decisivamente político come he escrito en 1957como, a un nivel mas profundo, a la paideia de los individuos (ya volveré sobre esto).  “Constitucionalmente”, que lo público este en efectivamente en la esfera publica implica que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial pertenezcan efectivamente al pueblo y sean ejercidos  por él mismo.

Aquí nos encontramos con la cuestión de la “representación”. Es penoso leer de la pluma de A.Heller que mi oposición a la idea de representación viene de que no era practicada en Atenas. No he cesado de repetir que la democracia ateniense no puede ser para nosotros  nada más que un germen nunca un modelo. Habría que estar locos para pretender que una organización política de 30.000 ciudadanos pueda copiarse para organizar otra de 35 o 15o millones de ciudadanos, (…) A.Heller olvida la critica demoledora de la representación  se ha  hecho en la Edad Moderna, a menos a partir de Rousseau, así como  olvida igualmente las criticas igualmente devastadoras hechas al “mercado” capitalista. Elle que vive en Estados Unidos, ¿ignora que allí, un senador una vez elegido está seguro  de serlo prácticamente para toda la vida (gracias a los fondos de los PAC ( Political Action Commitees que le llegan?.

¿Porque nuestros filósofos políticos no evocan nunca metafísica de la representación  y  dejan desdeñosamente su realidad efectiva a los sociólogos? .Es algo típico de la “filosofía o teoría política” contemporánea. La idea central de la representación  no conoce ninguna reflexión filosófica, y los discursos que sobre ella se tienen no tienen ninguna relación con la realidad.Yo, en tanto que hombre que quiere ser libre, acepto gustosamente obedecer a los magistrados que yo he elegido mientras obren legalmente y no hayan sido revocados según el procedimiento. Pero la idea de que alguien pueda representarme me parece insoportablemente insultante si no fuese por lo que tiene de cómico.

La  “representación” es, tanto en el concepto como en los hechos, una alienación (en el sentido jurídico del termino de transferencia de propiedad) de la soberanía, de los “representados” hacia los “representantes”. En una sociedad democrática, los magistrados cuya función exige alguna competencia particular, deben ser elegidos ( no porque los griegos hayan inventado las elecciones, lo que es cierto, sino porque las elecciones son el único medio razonable de elegir en ese caso) y revocables. Toda irrevocabilidad, incluso “limitada” en el tiempo, tiende lógicamente a “autonomizar” el poder de los electos.

La elección no es el mejor medio de designación de magistrados en los otros casos(los que no exigen alguna competencia particular) por las razones que he explicado ampliamente, y que S.Khilnani resume de manera excelente: por ella se crea una división del trabajo político. La política tiene que ver con el poder y una división de tareas en política no significa ni puede significar otra cosa que  una división entre gobernantes y gobernados, dominantes y dominados. Una democracia aceptará evidentemente una  división de tareas políticas pero no la división del trabajo político, a saber, la división fija y estable de la sociedad política entre dirigentes y ejecutantes, la existencia de una categoría de individuos cuyo papel, cuyo oficio, cuyo interés, es dirigir a los demás.


3.-Cornelius Castoriadis:.-“Lo que hace a Grecia”.-El pensamiento pollitico (6)


No existe espacio publico verdadero mas que en la medida en que existe un interés real de los ciudadanos por ese espacio público, y este interés no existe más que como parte y portador de su interés vital por la cosa publica.- la res publicato koina, opuesto a la idia-la cual a su vez no puede existir mas que en la medida en que ellos pueden algo en cuanto a esta cosa publica. Un espacio publico no es  simplemente  una entidad creada de una vez por todas y que funciona por si  misma un vez que se han otorgado algunas libertades de expresión. No desconozco ,por upuesto , la diferencia que hay entre un régimen  donde esas libertades existen y otro donde se han suprimido. No solo que es preferible vivir en el primero mas que en el segundo, sino que  hay cosas políticamente importantes que son posibles en uno y no en otro. Pero, como lo demuestra la mayoría de las sociedades “democráticas”   contemporáneas, un espacio  publico y formal  pierde su importancia y su significación  en la medida en que los ciudadanos son pasivizados con respecto a la cosa publica por tal o cual proceso o mecanismo y lo son fatalmente en la medida en que creen , con razon, que no pueden hacer nada o no demasiado..En ultima instancia, - instancia que hoy hemos alanzado prácticamente-  el espacio publico, en estas condiciones, solo sirve para la difusión de la pornografía ( hablo de la pornografía política e ideológica). Este pseudo  espacio público y el papel contemporáneo de los medios de comunicación van de la mano. El espacio publico, el agora, tal como existió en Atenas, era sostenido por el  interés activo  de los ciudadanos, indisociable de lo que estos miso ciudadanos iba a tener ue decidir, el da siguiente , sobre tal o cual ley, tal o cual construcción publica, tal o cual  politica extranjera, sobre la paz y la guerra que tendrían que hacer ellos mismos.

Solo por medio de este espacio publico, no gratuito, toman sentido los procedimientos de discusión, de confrontación, de control, y por ultimo, de deliberación. Esta deliberación, que tiene lugar  en la ekklesia, vale porque está el agora y la discusión incesante de los  asuntos comunes. E, inversamente, porque saben que hay deliberación y porque la quieren es por lo que los atenienses discuten seriamente sobre estos asuntos. La condición intermedia aquí, de hecho crucial, es la democracia directa. Los asuntos públicos se discuten con pasión porque uno mismo tendrá que decidir sobre ellos. No hay nada para discutir- con pasión o sin ella si se trata de  “elegir “representantes”, quienes, un vez elegidos, podrán hacer, y hacen regularmente, cualquier cosa. La democracia  “representativa”, es de  hecho, la negación de la democracia, es la gran mistificación política de los tiempos modernos. La democracia “representativa” es una contradicción en los términos que esconde un engaño fundamental (7). Y de la mano de esa mixtificación viene la mistificación de las elecciones. Las elecciones no son una institución o un procedimiento democrático. A Herodoto no se le ocurre decir que las elecciones sean una característica de la democracia, la democracia se define, entre otras cosas, por el sorteo de los magistrados. Los primeros sindicatos ingleses reencuentran esta verdad profunda en el siglo XIX: los puestos que hay que ocupar son cubiertos por rotación, lo cual es lo equivalente. Los atenienses sortean a sus magistrados. Los puestos electivos, en lo esencial, se limitan a los estrategas, donde, por la naturaleza de las cosas (se trata de la conducta de los ejércitos y las operaciones militares) es indispensable una unidad  , colegiada de mando y una pericia y capacidad tienen sentido. Profunda sabiduría, exactamente opuesta a la chochez contemporánea: los puestos son electivos esencialmente para tareas de tecnicidad y pericia. No son los expertos los que deciden quien es experto, es el pueblo el que lo decide, con razón, él los ha visto en acción, ( Hoy conocemos el resultado de la designación de “ expertos” por “ expertos).Pero en los asuntos políticos, por definición, no hay pericia particular. Como sabemos aquí es Platón  quien comienza y funda el engaño mortal de la pericia, de un saber y ciencia particular que habilitaría para gobernar a los humanos. Y lo hace con total conocimiento de causa- como lo muestra el Portagoras, y el mito de Protagras que expresa completamente con un ropaje místico, la filosofía en acto de la democracia.
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(a ) Cornelius Castoriadis.-“Democracia y relativismo”.-Debate en el MAUSS.-trotta  2007.
(b).- Entre otros,: R.Gargarella “ Nos los representantes”.Miño y Davila 2010 .-B.Manin: “ Los principios del gobierno representativo”Alianza 1998.-G.Pisarello “ Un largo termidor”.Trotta 2011.-B.Baylin. “los orígenes ideológicos de la revolución norteamericana”.Paidos 1972.-“Articulos federalistas y antifederalistas”.Alianza 2002.-A.Arblaster.”Democracia”.Alianza  1987
(c).-¿ Castoriadis repubicano?. Es una cuestion a seguir. Apuntamos aquí la similitud de posiciones con otra reflexion, esta si, reconocida como antecedente del republicanismo moderno: Hanna Arendt por las vías de un enfoque  similar. La reflexión sobre el oikos, el agora,la ecclesia, lo privado y lo publico,   la  politeia y la práctica  politica de la democracia griega como germen e ilustración  de una ontología política , la contraposición   de una doxa como constitutivo de lo político frente a una Verdad o una episteme,   la fuerza autónoma  similar al agere arendtiano de del “instituir” politico  de Castoriadis, el subrayado en la virtud activa del ciudadano …
 (1).”…El pueblo ingles cree ser libre, pero se equivoca; solo lo es durante la elección de os miembros del parlamento, una vez elegidos, se convierte en esclavo, no es nada” ( J.J.Rousseau El contrato social III,XV)
(2).-“en el instante en que un pueblo nombre representantes, ya no es libre, ya no existe”( Ibid,)
(3).-Constant en ese mismo texto, añade otro argumento, que pone en evidencia la intención limitativa  y de clase del sistema moderno de representación: Los pobres se ocupan  ellos mismos de sus asuntos, los ricos utilizan administradores. A imagen de la política, la democracia seria cosa de pobres, el sistema de representación – elección de administradores- es cosa propia  de ricos. ( Nota MAD).
(4).-Castoriadis se refirio en el mismo sentido en alguna ocasión a la experiencia e gestión obrera ensayada en el curso de la guerra civil española.
(5).-Cornelius Catsoriadis.” Fait et á faire” Ed. Du Seuil 1997
(6).-C.Castoriadis.-“ Lo que hae a Grecia.-El pensamiento politico.-Seminarios 1982-1983.-FCE 2006.-pp pp 351-353
(7).-Yo mismo escribi: “ decidir sobre quien debe deidir ya o es decidir completamente”.”Sur le ccotenu du socialisme”.-,retomado en  la tad española  “ la expriencia del movimiento obrero”.-Vol II.Tuquets.1979


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EL LAICISMO REPUBLICANO

Miguel Angel Domenech


Cuando se aborda el crispado problema  que para nosotros los españoles supone la cuestión del laicismo, se echa de menos la pacificación a que han llegado otros  ciudadanos de otros sitios: los alemanes, los ingleses, los de países nórdicos a pesar de los violentos y enfrentados antecedentes de la cuestión en la historia de todos ellos. Incluso entre nuestros vecinos de Francia,  la polémica del laicismo, caballo de batalla de toda la historia de su República ya no es sentido como una  polemos, una polémica, un combate, sino como una problemática sin interés candente y  con cierto sabor rancio. Allí,  en lo que al enfrentamiento con la Iglesia católica se refiere, y sin perjuicio de otras versiones reaparecidas de la confrontación ( islamismo) , parece que se han hecho ciertos los deseos de Jean Jaurès:

“Ya es hora de que el  gran, pero obsesivo problema de las relaciones entre Iglesia y Estado se resuelva por fin, con el fin de que la democracia , desembarazada de él, pueda dedicarse enteramente a la  inmensa y difícil  tarea  de la reforma social y de la solidaridad humana que el proletariado exige”.

Tratar el asunto sin tanta pasión sería  envidiable. Asi,  es de admirar el tono de fina ironía, de sentido común y hasta de cierto humor, con que se expresaba ya Spinoza en 1670, en su Tratado Teológico –político:

“ Quizá alguien me pregunte ahora: si la potestad suprema manda algo contra la religión y la obediencia que hemos prometido a Dios mediante alianza expresa ¿ habremos de obedecer al precepto divino o al humano?. Solo diré brevemente que hay que obedecer a Dios por encima de todo cuando tenemos una revelación cierta e indubitable. Ahora bien, la experiencia muestra más que sobradamente que los hombres se equivocan muchísimo acerca de la religión y que parecen rivalizar en fabricar ficciones según el ingenio de cada uno. Está, pues, claro, que, si nadie estuviera obligado por derecho a obedecer a la potestad suprema en lo que cada uno cree pertenecer a la religión, el derecho de la ciudad dependería de la diversidad de juicios y sentimientos de cada uno. Nadie, en efecto, que estimara que ese derecho iba contra su fe y superstición, estaría obligado a acatarlo, y, con ese pretexto, todo el mundo podría permitírselo todo.”

Es por ello que ese ultimo texto  lo erigimos como cabecera de esta reflexión  para  “hacer pensar” que es la función que tienen los  frontispicios

Precisamente Spinoza ha pasado a formar parte (recientemente) del elenco de los pensadores republicanos. Cuando hablo de  republicanismo,  me refiero  al pensamiento que a su vez ha sido redescubierto como la teoría y filosofía política más importante hasta el XX, eclipsada y suplantada por el pensamiento único que atribuye todo al liberalismo, y que ha vuelto a reaparecer pujantemente. Este republicanismo se forma y suscita en torno a los momentos mas agudos de emancipación de los pueblos y autogobiernos históricos: Las ciudades italianas del renacimiento, la Revolución inglesa de 1688, las luchas de las republicas de los países bajos en mitad del XVII,  la Revolución Americanala Revolución Francesa,,, siendo sus  herederos los grades movimientos populares obreros  del XIX, XX. Es a este republicanismo al que en este texto voy a referirme cuado hable de republicanismos.

Precisamente, además, Spinoza lo  escribe en tiempos de los movimientos de emancipación y autogobierno republicanos de  los países bajos ( Ian de Witt  se cuenta entre sus amigos) lo que no  es de extrañar porque este republicanismo  no lo construían teóricos académicos  sino que viene de la experiencia de una  praxis de lucha política  Asi es el republicanismo desde Maquiavelo, los levelles y diggers, De witt,  Rousseau , Robespierre, Jefferson,…  todos ellos hijos y herederos   una  raíz  común :  la de las practicas  republicanas mediterráneas primeras:  la politeia de Grecia y  la republica de Roma

Este acerbo de pensamiento constituye una oportunidad de revivificar a la izquierda  (o  “refundar”) posibilitando que la izquierda cese de mantener una posición conservadora de anteriores conquistas para articular- gracias a él- nuevas formulaciones de los ideales igualitarios que la han constituido siempre y  remediando al tiempo la penuria ideológica característica de su situación actual.

Al enlazase los términos laicismo y republicano,  no puede evitarse incurrir en una doble incoherencia. Por una lado se esta suponiendo que hay laicismos que no son republicanos pues en caso contrario no seria precisa añadir el adjetivo. Pero  o obstante  y a su vez ese adjetivo es ocioso porque todos sentimos que laicismo es la señal de identidad,  algo así  como el DNI del republicanismo con lo que añadir republicano al sustantivo laicismo seria ocioso. (1).

Pues bien, efectivamente, decir laicismo republicano parecería ser una redundancia. Porque los dos términos están forzosamente adheridos uno al otro hasta el punto de que el laicismo es quizás el buque insignia de la praxis republicana histórica. Este emblema, se une  al de la  educación, el segundo termino característico de lo republicano, (ver Montesquieu) . De ello entonces resulta  que educación publica y  laica es casi la señal de identidad  de los regimenes republicanos más característicos, liderados por la concepción del republicanismo democrático y  radical francés. (Jules Ferry, Combe,….)


.- Es por esta razón por lo que  la Republica ha sido históricamente la “bestia negra”   de la Iglesia Católica, su enemigo a abatir mas peligroso. Contra las republicas, “a la francesa”, es decir  la que promovía la secularización de la  educación publica , la que asimilaba  dos conceptos: laicismo y educación,  la religión católica ha movilizado sus mas potentes armas.  Bien haciendo aparecer vírgenes portentosas y ,sobretodo ,  mensajeras de tesis políticas, a pastorcillos de Lourdes y Fatima en las respectivas republicas laicistas de Portugal y Francia, hasta  otro instrumento- mas sangriento,  dado que el primero resultó poco eficaz- promoviendo nacionalcatolicismos genocidas   en la Republica Española.

No es de extrañar por que el núcleo de laicismo y de Republica es el mismo: Para ambos, la moral se genera en  la ley que los humanos nos imponemos a nosotros mismos y de esta manera creamos el orden esencial moral y social. Para legitimar la norma y la ley no es preciso acudir a fundamentación heterónoma, ajena a nuestro gobierno autónomo a nuestras conductas y nuestras sociedades, no es preciso remitirse ni a autoridad ajena, ni a Dios, ni a sus portavoces, ni a autoridad alguna ni a la naturaleza, somos nosotros mismos autónomamente – por nuestra libertad y el uso publico y  compartido  nuestra razon- los creadores de nuestra humanidad moral. (2)

 Rousseau, quien de manera mas apasionada y clara subraya esto, es el enemigo  mas odiado de la Iglesia y de la religión, por ser el mas apasionado.  Kant, es el más temido por ser el  su formulador  mas riguroso. Ambos cuentan  entre los más conspicuos representantes del republicanismo.

¿Que es  pues lo republicano: como se define el terreno por donde trascurre la via especifia y distinta ,  para que podamos hablar de  laicismo republicano?

Libertad:La teoría política y social republicana se ha distinguido de otras practicas y concepciones políticas, ante todo , por su concepción de la libertad; la libertad en política no es el goce de la vida privada ausente de interferencias de poderes públicos o del ejercicio del libre arbitrio cuyo único limite sea la libertad de los demás( libertad negativa o libertad liberal).. La libertad empieza donde comienza la de todos.

Ante todo, la republicana  libertad es autogobierno. Somos libres obedeciendo a las leyes que nos damos todos porque de esta manea nos obedecemos a nosotros mismos. Las normas  se generan en la ley que los humanos nos damos a nosotros mismos y de esa manera creamos el orden moral y colectivo esencial. Somos colegisladores – por el uso de nuestra razón y libertad- de la la ley el orden social .Obedeciendo  a la ley nos obedecemos a nosotros mismos.

En segundo lugar, la libertad es ausencia de dominación de unos por otros. Las relaciones de dominación no se generan en el gobierno, si es  republicano, es decir de todos, sino en todo ámbito done hay poderosos y desiguales.

Por lo tanto,  son esenciales  condiciones sine-qua non del funcionamiento de lo politico

.- La radicalidad democrática de toda  ley y de toda  norma. No debe haber espacio donde se juegue nuestra  vida y nuestra conducta que no sea dirigido y participado  por todos. Todo debe de ser republicano: en la política, en  la empresa, en la casa, en toda cosa, en todo caso.
.- La obsesión por la necesaria igualdad material y real para evitar vínculos de dominación que se generan en la desigualdad y la riqueza, Los afortunados son siempre dañinos por el hecho de existir.

Otra forma de expresarlo es la distinción entre la libertad de los modernos,- la traída  por el pensamiento y la praxis politica liberal -y la libertad de los antiguos, que sigue siendo reivindicada por los republicanos.  . La libertad de los modernos ( B.Constant), consiste en aquella. Es el ejercicio libre, sin interferencias de nada colectivo  en nuestro libre arbitrio. Las relaciones, entre individuos, se hacen  como pactos libres: y se revuelven en relaciones privadas . La  oferta y la demanda, o  los contratos civiles y mercantiles, son el paradigma de la relación política y social. Por eso el ejercicio  de la política es  hacer la menor política posible: delegar la responsabilidad de gobierno en otros que sean debidamente controlados para que no intervengan en las relaciones privadas  tal como resulten del juego económico y social. La ciudadanía se define como una posesión de propiedades, y derechos individuales  cuya protección es la única función del gobierno.

La libertad de los antiguos supone por el contrario  que la acción política forma parte de la ética y el compromiso político de crear entre todos nuestro mundo de normas es parte del desarrollo de la personalidad. El terreno y ambito propio  donde se realiza  lo humano es lo político. No se puede delegar esa responsabilidad. Hay que participar siempre en lo común .Quien no quiera participar en política debe resignarse a que otros  decidan por el .Hay una necesaria apelación al civismo y al compromiso político, una apelación al ejercicio de  la virtud publica. La libertad es ese ejercicio libre a traves del que configuramos las normas que nos damos. La libertad es por lo tanto la participación en lo político, no la acumulación de derechos  y utilidades individuales.

 Los “antiguos” de B. Constant , los republicanos, reprochan a la exigencia de libertad de los “modernos” , que cuando  piden ser libres de la interferencia del Estado, lo que están pidiendo es  que ser  libres para disfrutar de la fuerza ,de  la propiedad y de las riquezas. A cualquier precio, incluso el de la dominación  y el olvido de los que no poseen  ni fuerza, ni propiedad ni riquezas. 

Los peligros mayores para el republicanismo vendrían, por consiguiente:

1.- De la  interferencia de los poderes privados, en las relaciones individuales, de lo que resulta dominación de unos por otros y la interferencia de los intereses particulares en la definición de lo común, que hace la corrupción, es decir que prevalezca la ventaja o el poder del particular sobre la definición del bien común llevada a cabo por todos.

2.- De la dominación de los poderosos sobre los débiles. El estado, la  Republica no es el problema sino parte de la solución. Su intervención tiene como finalidad   asegurar  la separación de los amitos público y privado de manera que en el ámbito privado no se produzca dominio  de unos sobre otros  y en el ámbito de lo público el poder sea expresión de la decisión de todos, de la voluntad general. 

3.-De la abstención de los ciudadanos. La democracia, la Republica, es un régimen que depende de la responsabilidad política de la ciudadanía. La política no es la actividad consistente en reclamar y dirigirse a instancias superiores, técnicas y ajenas a nosotros para que satisfagan nuestros derechos y necesidades, sino que la activad política  somos nosotros mismos. La política no es la actividad de usuarios  y de consumidores de derechos y beneficios  sino  participantes celosos de la igualdad,  obsesionados por la ausencia de dominación y dispuestos a  crear un orden social igual y justo.

4.- De  la falta  radicalidad democrática. Donde la democracia se limita a voto y urna y mera representatividad delegativa, no existe republica sino monarquía  de elegidos

Vemos que el republicanismo se opondría al liberalismo político en gran parte de sus frentes. El lema “más sociedad y menos Estado” es el que mejor resume la posición liberal. En efecto, el Estado es el problema, su actuación debe ser lo mas limitada posible y su control es la labor política esencial. Su abstención  en las  relaciones privadas, económicas sustancialmente, es esencial. Incluso la práctica política debe seguir el esquema práctica privada: contratos entre partes, intereses contrapuestos. Solo existirían  individuos aislados, nunca bien común, lo ciudadanos no deben tener mas  virtud que la de ser celosos de sus derechos, intereses, provechos y libertades particulares. La expresión es lucro, beneficio, derecho y provecho.

 La formulación republicana no se aviene fácilmente con este esquema en que todo se expresa en el lenguaje de los derechos individuales como si feran propiedades y nada en el lenguaje del deber y del bien común.

Por decirlo con palabras de Winstanley:

La monarquía se puede ejercer de dos maneras, por el gobierno de un rey o por el gobierno de los principios monárquicos.
Donde haya opresión de unos por otos  o hay gobierno de la republica sino de un rey.
Hacer trabajar a otros para  uno solo s lo propio de os reyes
El principio de la monarquía  es la dominación  y la desigualdad económica que la genera.)

......

  Pasamos ahora del  adjetivo al sustantivo. Hemos hablado de republicano hablemos ahora de laicismo. Hemos hablado del terreno por donde puede discurrir los caminos, hablemos ahora de los caminos. Porque efectivamente, esos terrenos diferentes  dan lugar a caminos diferentes. Esencial mente yo distinguiría dos caminos, o dos formas enfoque del laicismo. Yo los llamaría, el enfoque republicano y el enfoque liberal. O el laicismo republicano y el laicismo liberal.

Para ilustrarlo mejor los llamaría  respectivamente, al primero,  el  propio de Kant y al segundo el propio de Voltaire. El de Kant se basa en la noción de  libertad como autonomía. El de Voltaire en la noción de libertad subjetiva.

 Situémonos en  el laicismo desde lo que estoy llamando enfoque Voltaire, o enfoque liberal, En  este caso, en  la libertad subjetiva,  la voluntad se ve limitada por máximas  personales, digamos que por cualquiera de las motivaciones racionales que pueden tener lugar circunstancialmente en una persona concreta. En este caso el acto de libertad aparece como una parte de la conciencia de un sujeto singular. Es el laicismo  fundamentado o que tiene su eje de gravedad en  la libertad de conciencia.

Situémonos  desde de lo que estoy llamando enfoque Kant, o enfoque republicano En este caso,   en la  libertad como autonomía, la voluntad se ve limitada  por máximas  universales, o que superan el test de universalización.  El test de universalización  es  una de las formulaciones del    imperativo categórico de Kant: “Haz de manera que tu norma de conducta, que la máxima de tu voluntad ,  pueda ser erigida como norma de conducta para todos”.

En este caso, la voluntad y la libertad de una persona  tienen que contar con la libertad y la voluntad de los otros. Tiene que concebir  una comunidad moral y autolegisladora de individuos libres. En ese caso el eje del laicismo es  la autonomía como autogobierno. Ese autogobierno no puede alcanzarse individualmente. El peor enemigo de ese laicismo no seria el que me impida el libre juego de mi voluntad y mi arbitrio, mi libertad de conciencia, sino  aquel que trate de imponerse a todos con la pretensión de ser la única ley, el que trate de atribuirse la definición de lo que es el interés general y el bien común.

La definición de laicismo republicano es una oposición  a todo aquello que pretenda imponer su  propia concepción del bien común por  la fuerza no sometiéndose al  criterio de  lo convenido, deliberado  por todos los participantes en discursos racionales. Una oposición a todo el que pretenda legitimar ese poder en un poder  heterónomo que procede de otro sitio que no somos nosotros mismos democrática y republicanamente asociados.

 La definición de lo que sea justo y bueno en el laicismo de la libertad subjetiva de conciencia  corresponde a una conciencia prístina y tener esta cualidad es la condición de su legitimidad..- La definición de lo que sea justo y bueno en un laicismo republicano corresponde  a  lo convenido entre todos.  Por lo tanto la democracia radical  y la ausencia de dominación de unos por otros es la condición de la legitimidad del laicismo republicano.

Los enemigos del laicismo republicano serían quienes traten de imponerse con la pretensión de ser la unica ley y verdad incuestionable. Quienes traten de atribuirse exclusivamente la definición de bien común e interés general. Quienes quieran adaptar la ley y la norma a su dogma. 

El protagonista del laicismo como libertad subjetiva de conciencia es el sabio, el técnico,.- El protagonista típico del laicismo como autogobierno es el demócrata. Esquemáticamente podríamos decir que  la legitimación del adversario del laicismo se contiene en la afirmación de Benedicto XVI: “el hombre no puede decidir lo que es bueno y justo  y lo que no lo es”. El laicismo liberal replicaría: “Yo,  en  uso de mi conciencia y razón,  decido lo que es justo y bueno”. El laicismo republicano replica: “Es justo y bueno, aquello que es convenido  por todos cuando ha sido acordado  en condiciones de igualdad”. En todo caso, el laicismo republicano no apela ni a dogmas que trasciendan, ni a  “razón” que fundamenta, sino a  “razones” que legitiman. No pretende tener razón sino dar razones.

Vemos en definitiva, que la contraposición de una y otra visión del laicismo se corresponde con la contraposición de las visiones de libertad negativa liberal  o libertad positiva de los republicanos. Aquella consistía en dejar una esfera personal de no intervención de lo publico (mi conciencia), ésta es crear las condiciones políticas y económicas de no  dominación y que nadie  pretenda imponer su sola concepción de lo que es el bien común y el interés general y acepte el riesgo dela legitimación o deslegitimación de su poder por la voluntad  general.

Podemos ver que en el laicismo de libertad de conciencia , el de Voltaire, el de las libertades subjetivas, es compatible y se puede imaginar perfectamente   con que algunas personas sean libres y otras no , o unas disfruten de mayor libertad que otras. En el de laicismo como autogobierno , no puede alcanzarse individualmente. En aquel mi libertad termina cuando empieza la del oro. En éste, mi libertad comienza cuando comienza la de los demás. (3)


En el laicismo tipo Voltaire, el de la libertad de conciencia, el liberal, el camino es el de las soluciones biográficas a problemas sistémicos. En el laicismo republicano, la solución debe ser siempre sistémica y eso resuelve el problema biográfico y personal. En el laicismo republicano la solución apela a las vías políticas. En el laicismo liberal a las vías personales. Para el republicanismo, el laicismo no es un subproducto de la tolerancia y de la libertad individual sino es un acto político.

Es por esto que veo corto los vuelos del laicismo apelante meramente  a la libertad de conciencia y del libre pensamiento. Porque puede llevar a callejones sin salida de la respuesta descarada de un fiel seguidor de una iglesia que apelar también a esa libertad de conciencia ,tan legítimamente como el laico, para oponerse alo que acordamos democráticamente entre todos. Es la objeción de conciencia del  farmacéutico que niega la dispensación de condones,  del  medico de la seguridad social que rehúsa una operación legal de interrupción del embarazo, del de  la familia que no quiere que sus hijos reciban la asignatura de educación para la ciudadanía en colegio publico. Es el callejón sin salida a que lleva el objetor de conciencia  que obliga a  sus hijas a llevar el burka al colegio,etc,etc
 
En efecto, cuando el laicismo no es una lucha por la autonomía, que exige una libertad universal , cuando no es un laicismo republicano que exige que nadie este bajo la dominación de otro, pueden darse  objeciones de conciencia que recuerden la dominación de la mujer por el hombre, por ejemplo, la libertad subjetiva, y libremente aceptada , de llevar burka o de somterse a mutilaciones sexuales.


CONCLUSION : CONSECUENCIAS EN LA PRAXIS POLITICA

  Lo que se ha expuesto no es de ninguna manera irrelevante  ni un juego ocioso académico, como no lo es la diferencia entre la concepción republicana y la liberal de la construcción de una sociedad justa.

 La primera consecuencia es: Que el Estado republicano laico, no puede limitarse a abstenerse de intervención en las esferas  “domesticas”, como pedirían los liberales, No  puede  limitarse a una neutralidad   concebida como abstención  sino  que debe de ser activo   y disputar con éxito y atacar a todo aquel que  amenace el inalienable derecho de todos a definir republicanamente el interés general y la utilidad publica. El laicismo no es un subproducto de la tolerancia sino que es un acto político. Y si es necesario, destruir la  raíz económica, social, cultural o domestica  de aquellos poderes privados que  pretendan que solo ellos la definen. Cuando los republicanos decimos Estado neutral, no queremos decir solamente estado aconfesional estamos  diciendo estado   activo,  que no olvida su obligación republicana   de intervenir frente a poderes privados y dominios particulares.

“Cromwell luchaba   por la neutralidad del Estado cuando hizo que sus ironsides estabularan los caballos en las catedrales inglesas,  la I Republica Francesa luchaba por la neutralidad del Estado cuando desamortizó los bienes de la Iglesia galicana, la Republica helvética luchaba por la neutralidad del Estado cuando expulsó a perpetuidad a los jesuitas en 1848,  Juárez luchaba por la neutralidad de la  incipiente Republica  mejicana mejicana cuando  expropio los bienes de la Iglesia , la I Republica española y la II francesa  cuando expulsaron a los jesuitas en el ultimo tercio el XIX”(4)

 La segunda consecuencia  es la que podría llamarse  : laicismo mas allá del laicismo y de lo eclesiástico: Puesto que el laicismo republicano no es el de la abstención  neutra  del Estado, puesto que no es de la simple libertad negativa de conciencia  sino que se define como la acción colectiva para impedir que nadie , ningún poder domine  sobre otro y que lo que sea el bien común , es lo que deben determinar todos republicanamente agrupados ....este laicismo no solo habla  de Iglesias,  sino que habla también de lucha contra los poderes que tratan de imponer una heteronimia ajena a lo convenido por nosotros mismos. Son los  poderes que Roosevelt llamaba los “monarcas económicos”  o Robespierre  la “aristocracia de la riqueza”. 

A este respecto quiero recordar una genialidad de Polanyi, el gran pensador del origen del capitalismo, cuando dice que el capitalismo liberal  erigió la ideología del libre mercado, de su eficacia y de la optimización de recursos que de él provenían,  con la misma fuerza de la trascendencia que si fuera un dogma religioso., sin ningún otro apoyo racional, empírico o científico razonable. Identificó asi la amenaza del mercado a la amenaza religiosa. El clericalismo de estos poderes proceden de una fe tambien. Y ,como tal fe, en tanto que creencia, puede considerarse que sus motivos solo son comprensibles por los que ya previamente han decidido creer. 

El laicismo así concebido  es de la mayor actualidad. Porque a todos nos esta viniendo al pensamiento  la amenaza  que a la autonomía de las personas supone ese clero  e iglesia tan poderosos :  el capitalismo financiero y sus lacayos. El laicismo republicano  va entonces mas allá que una simple   confrontación a las pretensiones de las iglesias y a los fundamentalismos religiosos. Esto se hace particularmente patente cuando observamos que en nuestro mundo solo 21 paises tienen un PIB mayor que el de las 21 primeras multinacionales  privadas. 

Por eso , ese enfrentamiento con certezas religiosas institucionalizadas debe ir no solamente hacia  ellas sino más allá, con la pregunta: ¿Como podrán sobrevivir democráticamente los Estados ante el desafío de unos poderes privados transnacionales enormes y dispuestos a disputar a cualquier Estado y a cualquier ciudadanía el derecho a definir democráticamente lo que es el bien público, la república?

Por eso ahora más que nunca, los republicanos debemos reivindicar que Laicismo, viene de la palabra griega  laos.: el pueblo. El laicismo es entonces,  la voluntad popular, la voluntad general, la Republica.
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(1).- Existen otros laicismos. Si. Pero ante todo quisiera salir al paso de distinguirlos todos ellos de otros, que NO SON verdaderos laicismos aunque se trata de hacerlos pasar por esta calidad. Me refiero a las posiciones que se suelen designar con LAICO Y LAICIDAD, en sus diferentes expresiones: somos laicos, reivindicamos lo laico, plataforma laica, política laica, ateneo laico, o bien plataforma de laicidad, observatorio e laicidad, etc, etc. Ya se que voy a ser polémico en esto, Mis excusas.En  cualquier caso no quiero hacer de esto batalla polémica y lo digo como de pasada. Pero si alguien quiere hacer bandera de ello, yo  estaría en ella.

Laico, en rigor es todo aquello que no es religioso. Personas laicas son las no consagradas a oficios divinos, (los seglares ), por oposición a personas sagradas son las que han recibido esa condición ( el clero). Cosas laicas son las no dedicadas a los oficios religioso (una mesa, un vaso,),  por oposición a cosas sagradas ( el altar, el cáliz).  Esos términos no son sino expresiones estáticas de lo que es Por lo tanto se puede ser laico sin ser en absoluto laicista. Puede existir un laico  , seglar partidario de la teocracia,  y un cura, no laico,  progresista y laicista que crea que no es en  los dictados de un dios o de una iglesia donde se genera  la ley y la norma que debemos seguir los humanos en nuestra visa colectiva sino que el orden social y político esencial lo creamos los humanos mismos de manera autónoma. En este sentido decir ateneo laico  o plataforma laica es una redundancia porque cualquier ateneo o cualquier plataforma es laica salvo si la plataforma o el ateneo es un pulpito.

Laicidad tampoco es expresivo de lo que hablamos y no es laicismo. La laicidad es la cualidad que tiene lo laico. Este termino es muy del agrado de la Ilesia . En efecto, de la misma manea que la iglesia prefiere decir feminidad a feminismo, es preferible ser partidario de una laicidad que del laicismo. Feminidad deriva de una presunta naturaleza o  condición femenina, (y ya sabemos para los que asi lo quieren distinguir, lo que significa: se atribuiría la feminidad a cualidades tales como la modestia, el cudiado de los niños, la maternidad, la coquetería,……lejos del peligroso feminismo. En igual posición se sitúa la laicidad con respecto al laicismo.

Quedémonos por lo tanto con laicismo, lamentando que esta posición sea critica con iniciativas que toman otro nombre: plataforma laica, observatorio de la laicidad,

( Me atrevería a decir, pero esto sería objeto de otro debate, que el laicismo es forzosamente anticlericalismo y que mas cerca del verdadero laicismo está el ser anticlerical  incluso a la manera de sal gruesa  como ha sido la vieja usanza  ,  que el ser laico u observar la laicidad)

(2).- “Decir Republica cristiana es una contradicción en los términos. Cada una de estas palabras excluye la otra. El cristianismo no predica sino  servidumbre y dependencia. Su espíritu es demasiado favorable a la tiranía para que  no saque provecho de ello. Los verdaderos cristianos están hechos para ser  esclavos. Lo saben  y no les conmueve lo mas mínimo. Esta breve vida cobra un precio demasiado elevado a sus ojos”-J.J. Rousseau “ El contrato Social”
(3).- No es inocentemente que he `puesto al campeón de la libertad de conciencia , Voltaire, como ejemplo ilustrativo. Porque el campeón de esa tolerancia  , Voltaire,  no tenia escrúpulos en llevar una  enriqueciad vida de  especulador y  de  trafico de  armas  y replicar a Rousseau que “se fuese a  vivir  con los hotentotes”  si quería que la riqueza fuese repartida con igualdad en la sociedad moderna porque en ella ya la propiedad estaba distribuida y  no iba a haber cambios, o “eres ni esclavo  o trabajas para mi o   mueres de hambre”, argumenta Voltaire.  
(4) Antoni Domenech  en “ Republicanismo y Democracia” comp.. Miño y Davila  2005



















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